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Tres cigarrillos

El coche empezó a emitir un sonido extraño y un par de luces del panel de control se encendieron, parpadeantes. Era el peor momento, cuando más arreciaba la lluvia y una espesa niebla parecía tragarse por momentos la carretera. En aquel paraje perdido, lejos de cualquier mínimo atisbo de civilización, Mike sintió cómo le desfallecían los ánimos. El golpe había salido mal, aunque parecía que él se había llevado la mejor parte. A Paul le recordaba tirado en el suelo en medio del vestíbulo de la sucursal bancaria, cosido a balazos, nadando en el charco formado por su propia sangre. A Buddy lo abandonó a su suerte, defendiéndose en el tiroteo mientras intentaba alcanzar el coche gritándole que no se le ocurriera huir sin él. Así que una buena parte del botín conseguido sería para él solo, y la había guardado en el maletero, junto al cuerpo del guardia de seguridad que patrullaba la parte posterior del banco y, como no habían contado con él en ninguna parte de la planificación del asalto, no habían tenido más remedio que matarlo y esconderlo a toda prisa en el automóvil, antes de que su ausencia alertara a los demás guardias, antes de que algún empleado que quiso hacerse el héroe activara el botón de la alarma y antes de que lo que parecía ser un trabajo sencillo se convirtiera en un puñetero infierno lleno de gente gritando, policías, intercambio de balas y regueros de sangre. Como si fueran unos puñeteros novatos en esto.

Mike se asió al volante, abatido, cansado y helado. Había recorrido muchos kilómetros por carreteras secundarias antes de que el vehículo decidiera detenerse, unilateralmente, sin avisar, sin haber dado una señal con anterioridad de que algo no iba bien. Consultó de nuevo el viejo mapa que había dejado abierto sobre el asiento del copiloto: después de darle varias vueltas, no tenía ni idea de dónde se encontraba. Intentó arrancar de nuevo el motor y el coche reaccionó, pero el acelerador no respondía. Esperanzado, bajó del coche y abrió el capó, ahora, por suerte, apenas llovía. Ahí estaba, el cable del acelerador se había soltado. Mike lo colocó delicadamente en su sitio y volvió a probar, el coche aceleraba y los pilotos que se habían encendido ya no parpadeaban, aunque el motor seguía haciendo demasiado ruido. Mike no supo a qué se debía aquella extraña circunstancia. Decidió bajarse del coche y fumarse un cigarro antes de continuar la marcha. Necesitaba un momento para poder relajar la tensión, para respirar.

Sacó el zippo del bolsillo de su cazadora y el paquete de tabaco. En su interior apenas habían sobrevivido tres cigarros a aquel frenético día. Encendió uno con el deleite del fumador que lleva horas sin poder hacerlo, y expiró el humo lentamente, mezclándolo con la húmeda niebla que no abandonaba la noche. Caminó unos pasos lentamente delante del vehículo; más allá de donde llegaba la débil iluminación de sus faros, la oscuridad era completa. La noche parecía silenciosa, ahora que la lluvia había cesado, el petricor inundó sus fosas nasales, haciéndole aspirar su aroma con más intensidad. Piedra mojada, tierra mojada, hierba mojada, una auténtica maravilla. No se escuchaba ningún ruido más allá de las gotas de lluvia que resbalaban de las ramas de los árboles y repiqueteaban con suavidad sobre el asfalto de la carretera o sobre las hojas caídas de los propios árboles. Mike miró la punta de su cigarrillo, más allá del rojo incandescente de su ceniza reinaba la blancura más absoluta y solitaria producida por el reflejo de las luces en la niebla. Y la humedad, la humedad también le estaba empezando a pesar y a hacerse notar, incrustándose en su ropa y llegando hasta la piel, consiguiendo erizarla.

Cuando Mike expulsaba el humo de la última calada escuchó un extraño sonido a su izquierda, cerca de la cuneta.

—¡Clac clac clac clac clac! —y luego el silencio otra vez. A Mike se le heló la sangre. No supo identificar aquello. No sabía si tenía origen animal, humano, o quizá vegetal, como el ruido de ramas jóvenes y verdes al romperlas. Pero alguien o algo tenía que romperlas. Mike se volvió lentamente en dirección al coche. Allí, en la cuneta, le pareció distinguir dos puntitos blancos, como dos ojos, que le observaban fijamente. Se apresuró a subir al coche y cerró el seguro a toda prisa. Volvió a mirar, pero ya distinguía nada. Se frotó los ojos con las manos húmedas por la niebla y esperó un poco. No se repitió el sonido ni volvió a ver nada. Decidió continuar su camino, a donde fuera que llevara aquella perdida carretera entre montañas, y en el momento de volver a pisar el acelerador le pareció distinguir ahora no uno, sino dos pares de ojos que le miraban desde la cuneta donde un instante antes había escuchado ese extraño sonido.

Pero la fortuna ya había decidido abandonar a Mike sin previo aviso, sin un adiós, hasta nunca, cariño, y al poco de ponerse en marcha de nuevo el depósito de gasolina entró en reserva. Lo hizo justo cuando acababa de pasar por un cruce, así que frenó de golpe y decidió retroceder unos metros para poder leer el cartel al que antes, al pasar a toda velocidad, ni siquiera le había prestado atención.

“Plantmarw Town, 3 millas”. Bueno, quizá no iba a quedarse tirado en mitad de la nada, al fin y al cabo. Decidió virar hacia lo que sería, de momento, su nuevo destino, al menos hasta que pudiera llenar el depósito de combustible y, a ser posible, descansar un poco en alguna pensión.

Tal y como había imaginado, al llegar al pueblo la gasolinera se hallaba cerrada, y a esas horas de la madrugada no iba a encontrar ninguna pensión que le abriera sus puertas, por barata y maltrecha que estuviera. Parecía un pueblo pequeño y tranquilo, apenas unas cuantas casas bajas desperdigadas, sin estar por ello demasiado separadas, cada una con una pequeña parcela delante, a modo de jardín o huerto, según el gusto de sus propietarios. Estacionó el automóvil delante de la gasolinera, donde parecía ser que también hacía las funciones de taller, a juzgar por los neumáticos gastados y las piezas viejas y oxidadas que se acumulaban en el lateral de una pequeña nave contigua. “Mejor aún”, pensó Mike, “así que le echen un vistazo al motor, no sea que me deje tirado con otro susto”.

Sin embargo, cuando acababa de cerrar los ojos y buscaba una postura lo menos incómoda posible para poder echar una cabezadita medianamente decente, el sobresalto se lo proporcionaron unos golpes dados con los nudillos en la ventana del copiloto. Mike saltó sobre su asiento, maldiciendo, dispuesto a abalanzarse sobre la guantera y sacar el S&W60 que llevaba allí guardado, un revólver pequeño de corto alcance pero suficiente para disuadir a cualquier asaltante nocturno que intentara sorprenderle en mitad de la noche. Sin embargo, no hizo falta, por la ventanilla pudo observar la sotana negra y el cuello blanco de un sacerdote y se tranquilizó un poco. Bajó del coche ajustándose la chaqueta, en ese pueblo el frío debía ser un vecino más. El sacerdote, un hombre viejo y delgado, le sonreía desde el otro costado. Su pelo, poco abundante pero que aún conservaba, era completamente blanco, a juego con la espesa niebla que los envolvía, y cuando le sonrió le mostró una perfecta hilera de dientes, seguramente postizos, ya que a esa edad era casi imposible mantener una dentadura tan en perfectas condiciones.

—Buenas noches, joven —saludó el cura.

—Buenas noches, padre —respondió Mike, carraspeando un poco.

—No es buena idea dormir en el coche con este tiempo, no… y más con esta humedad endemoniada que se pega a los huesos de uno como la sarna a los perros.

—No, claro… —repuso Mike— sólo intentaba hacer tiempo hasta que abran la gasolinera, estoy de paso.

—Por supuesto que estás de paso, hijo —sonrió aún más el sacerdote— ¿Quién, en su sano juicio, iba a querer quedarse aquí, en este viejo pueblo? Anda, ven conmigo, puedes dormir en mi sofá hasta la mañana. —Y le hizo gestos con la mano de que le siguiera. —Apresúrate, este clima me mata cada día más deprisa…

Mike se quedó de pie, sin saber muy bien qué hacer, mientras el sacerdote se adentraba en la niebla. La oferta era más que tentadora, puede que incluso el cura le pudiera ofrecer algo caliente con lo que llenar un poco el vacío de su estómago, pero no podía pasar por alto el cadáver y el dinero oculto en una mochila en el maletero de su vehículo.

—¿Vienes o qué? No podemos quedarnos a la intemperie demasiado tiempo, esta humedad no perdona, hijo, te lo digo que lo siento en cada minúsculo poro de mis huesos.

Finalmente, Mike se decidió a seguir al viejo sacerdote. Era bastante improbable que nadie fuera a forzar la cerradura del maletero en una noche como aquella, así que se dirigió a través de la niebla tras los pasos de su inesperado benefactor.

Éste se había refugiado ya en el interior de una pequeña casita que, como las demás, poseía un pequeño jardín en su parte delantera. Mientras terminaba de subir los tres escasos peldaños del porche, volvió a sobresaltarse al escuchar de nuevo el extraño sonido que le había asustado en la montaña.

—¡Clac clac clac clac clac!

Se volvió rápidamente pero no consiguió distinguir nada en aquel lienzo blanco que lo cubría todo. Detrás de él se escuchaba la voz del sacerdote:

—Cierra bien cuando entres, puedes dejar la chaqueta en el perchero que hay a tu izquierda, voy a buscar alguna manta que dejarte…

La voz se perdía en el interior de la casa y Mike se hallaba paralizado en el porche, incapaz de dar un paso, con los ojos fijos en la bruma.

—¿Qué pasa, muchacho?

La voz del sacerdote le hizo dar un respingo. Estaba a su lado, sujetando dos gruesas mantas entre sus brazos.

—Con esto tendrás más que suficiente —le dijo— Vamos, entra, la niebla y la noche no son buenas compañeras de viaje.

Cogió del brazo a un aterido Mike y casi le obligó a entrar en la casa. Por suerte para él, la chimenea se hallaba encendida y en la casa se respiraba un ambiente acogedor. Mike se sentó en el sofá, temblando de frío y de miedo, mientras el clérigo recogía unos papeles y un par de libros que descansaban abiertos sobre la mesa.

—Estaba a punto de irme a dormir cuando he escuchado el ruido de tu motor —le dijo— por eso he salido a buscarte. Me parecía extraño que algún vecino regresara a casa a estas horas, con el tiempo que hace. Además, —añadió— tu motor verdaderamente hace mucho ruido, me sorprende incluso que no hayas despertado a nadie.

—Usted… ¿usted ha oído eso? —preguntó Mike, ajeno a lo que el cura le estaba diciendo.

—¿Eso? ¿A qué te refieres, muchacho?

Mike no sabía cómo describírselo.

—Eso… ahí fuera… como… ¡no sé! —exclamó, suspirando con impotencia.

El sacerdote le puso la mano en el hombro.

—Es tarde, está claro que estás bastante cansado, necesitas dormir. Y mañana más. Ya te he dicho que la niebla y la noche no son buenas compañeras de viaje.

Mike asintió sin pronunciar palabra y se acostó en el sofá, tapándose con las mantas que el cura le había ofrecido. Este, por su parte, sin tampoco añadir nada más, echó un tronco nuevo en la lumbre y luego desapareció silenciosamente escaleras arriba.

A la mañana siguiente Mike despertó con el olor del café recién hecho. El sacerdote le preparó el desayuno y con el estómago lleno y sin la niebla de la noche anterior, tenía que reconocer que el pueblo y sus perspectivas parecían otras.

Dirigió sus pasos hasta donde había dejado el automóvil estacionado la noche anterior, y pudo ver que en el taller y la gasolinera ya estaban trabajando. Aliviado, comprobó que nadie había tocado su coche. Consiguió llenar el depósito y el mismo chico de la gasolinera le indicó que el motor hacía demasiado ruido, la vibración era muy fuerte. Mike reconoció que la jornada anterior ya lo había notado, y que lo mejor sería que el mecánico le echara un vistazo, pero que primero le daría una vuelta para asegurarse.

Lo único que quería Mike en verdad era poder guardar la bolsa con el dinero robado y, de paso, deshacerse a ser posible del cadáver escondido en el maletero. No parecía que la noticia del robo había llegado a ese perdido pueblo, ni le perseguía por el momento la policía, ni su rostro aparecía en el periódico del día. Así que, al menos por ahora, podía relajarse un poco. Sacó el coche de la gasolinera y prometió volver enseguida. Tampoco quería entretenerse demasiado en Plantmarw, por si acaso. Quizá una noche más, si el sacerdote aceptaba seguir cobijándolo en su hospitalario sofá y su condición de fugitivo no ofrecía ninguna variación.

Condujo por la misma carretera que le había llevado al pueblo la noche anterior y buscó algún camino que se adentrara un poco más en la montaña. Si escondía bien el cadáver, pensó, él ya se habría alejado lo suficiente del pueblo cuando lo encontraran, y aunque con toda seguridad alguien lo relacionaría con él, ya no le podrían detener. Detuvo el motor en una zona que le pareció lo bastante aislada y frondosa como para que nadie pudiera meter las narices por allí sin una buena razón. Bajó la ventanilla de la puerta y escuchó los sonidos del bosque. Nada extraño, nada de civilización, nada en muchos quilómetros a la redonda. Tan solo el sonido del viento susurrando entre las copas de los árboles y el piar de algunos pájaros. Bajó del coche y siguió escuchando, pero solo sintió el frío y la humedad del invierno intensificándose gracias a la espesura del bosque. Fue hacia la parte trasera del coche, introdujo la llave y abrió el maletero. En su interior no había nada. No existía cadáver, no existía mochila con dinero. Mike sintió cómo un sudor helado perlaba su cuello y cómo se le erizaba la piel. Era imposible. La cerradura no había sido forzada. Nadie había manipulado su coche. No lo habían detenido en la gasolinera, en el pueblo, nadie le había señalado. Pero el maletero permanecía vacío, enormemente vacío bajo su mirada incrédula. La mancha de sangre que había dejado el cuerpo del vigilante de seguridad seguía allí, testigo mudo y evidente del asesinato. La huella del peso de la mochila también seguía allí, marcando el tapiz del pequeño habitáculo. No era un sueño, quizá una pesadilla. Mike no supo cuántos minutos permaneció así, con la mano en la puerta del maletero levantada, mirando hacia su interior, sin poder creérselo.

—¡Clac clac clac clac clac!

Ese sonido lo sacó de su inmovilidad. Parecía más lejano que la primera vez que lo había escuchado la noche anterior, pero igual de claro. Miró a derecha e izquierda, y lentamente cerró la portezuela del maletero. Luego retrocedió hasta poder subir al coche y cerró el seguro. Sacó el revólver de la guantera y esperó.

Pasaron cinco minutos pero nada sucedió. Mike, todavía aturdido por el descubrimiento de la ausencia, o de las ausencias, mejor dicho, empezó a dar marcha atrás lentamente en el camino hasta llegar a la carretera. Una vez allí se planteó seguir adelante y olvidar el dinero, el cadáver y el pueblo, pero el ruido del motor se intensificaba por momentos y amenazaba con dejarle tirado en el instante menos oportuno. Y Mike no quería verse en esa situación por nada del mundo, no al menos antes de llegar a una gran ciudad con ruido, tráfico, semáforos, gente, mucha gente, y sin esa espesa y condenada niebla que adivinaba que volvería al caer la noche. Así que sin demasiado convencimiento se dirigió de nuevo en dirección al pueblo. Llegó al cruce con la conocida señal “Plantmarw Town, 3 millas” y viró a la derecha. En ese momento tuvo que frenar de golpe para no atropellar a dos chiquillos que cruzaban la carretera corriendo. Mike se asió al volante con fuerza, sintiendo que se le iba a escapar el corazón del pecho de un momento a otro. Miró a los dos niños, que, asustados, lo miraban a él desde el otro lado de la carretera.

—Perdón, señor, no queríamos asustarle —dijo el que parecía mayor, pues le sacaba un palmo al pequeño. Tendrían seis y ocho años, calculó Mike.

—Nos hemos perdido —dijo el pequeño con voz aguda y chillona.

Mike les miró. Parecían asustados, y al mismo tiempo le miraban con una tranquilidad relativa que le inquietaba. De pronto cayó en que ninguno de los dos llevaba abrigo, pero tampoco parecían tener frío.

—¿No… no tenéis frío? —les preguntó.

—Un poco —respondió el mayor.

—¡Tenemos hambre! —chilló de repente el otro.

Mike se sobresaltó ante el grito del pequeño, le había pillado por sorpresa.

—Bu-bueno, subid, os llevaré al pueblo.

El mayor sonrió entusiasmado y se dirigió hacia la parte de atrás del coche, mientras al pequeño le brillaron los ojos y de repente abrió la boca:

—¡Clac clac clac clac clac!

A Mike se le heló la sangre. El pequeño había castañeteado los dientes, produciendo aquel pavoroso sonido. El mayor se volvió y fulminó al pequeño con la mirada, mientras éste ahora solo sonreía. Mike pisó a fondo el acelerador y les dejó atrás, aterrorizado, y mientras conducía, pudo ver por el retrovisor cómo los dos pequeños se habían quedado quietos en el centro de la carretera, viendo cómo se alejaba a toda velocidad.

Cuando llegó al pueblo ni siquiera se acordó del mecánico. Fue directamente a la casa del sacerdote, pero no lo encontró allí. Se sentó en las escaleras del porche y respiró profundamente. Temblaba de frío y de vez en cuando un estremecimiento le recorría toda la espalda. Poco a poco logró recuperar el ánimo y atemperar su azorado espíritu, pero no fue nada fácil. Así que llevó el coche al taller y habló con el mecánico. Éste le dijo que, si no era nada demasiado grave, lo podría tener solucionado al día siguiente. Mike asintió, ya que no le quedaba otro remedio, y luego fue a buscar la taberna, pues le había parecido ver alguna indicación en algún lugar y necesitaba una copa, o quizá varias.

Estuvo toda la tarde sentado en una mesa, bebiendo e intentado olvidar el espeluznante sonido emitido por los dientes de aquel pequeño. Cuando, al caer la tarde, la taberna se llenó de parroquianos rudos y ruidosos que buscaban un poco de alcohol y de tertulia antes de marchar a cenar a sus casas, apareció entre la multitud una voz conocida. Antes de volverse había podido reconocer la voz del sacerdote, que conversaba alegremente con un vecino del pueblo mientras tomaban buena cuenta de una pinta de cerveza negra cada uno. Al ver a Mike se acercó a él.

—Así que estás aquí, no te he visto en todo el día.

Mike no pudo responder, aún no sabía cómo contar lo que había vivido, o si debía contarlo.

—Tienes mal aspecto, ¿te encuentras bien?

Silencio.

—Hombre, —bromeó el sacerdote— ya sé que este pueblo no tiene precisamente las delicias de Londres o Dublín, pero el mecánico ya me ha comentado que mañana tendrás el problema solucionado. Serás un hombre libre para continuar tu camino.

Mike asintió lentamente.

—¿Quieres otra cerveza, muchacho? —inquirió el padre, al reparar en la copa vacía que Mike tenía delante de él.

—Sí, por favor —suspiró.

El sacerdote volvió pronto de la barra con dos cervezas. Puso una enfrente de Mike que se lo agradeció con un gesto con la cabeza y seguidamente tomó asiento frente a él.

          —Puedes contarme lo que quieras, muchacho, siempre estoy de servicio. Si necesitas hablar, si hay algo que te inquieta… no lo dudes.

—¿Incluso aquí? —preguntó Mike, con una sonrisa forzada y haciendo un gesto con la mano que abarcaba todo el local.

—Incluso aquí —respondió sonriendo el sacerdote —Aquí puedo confraternizar con la mayoría de la parroquia. Ya he desistido de que vengan todos los domingos a la iglesia, así que soy yo el que viene a verles a ellos.

—Y a beber— observó Mike.

—Con moderación, por supuesto. Uno es aceptado más fácilmente cuando se esfuerza por integrarse. Es un pueblo pequeño, medio salvaje aquí entre las montañas, pero saben valorar el esfuerzo. Yo solo les pido que acudan a la iglesia las fiestas de guardar, en eso, al menos, me hacen caso. Todos o casi todos. —puntualizó.

Mike asintió con la cabeza. Al sacerdote se le veía en su ambiente en medio de la taberna, escuchando a la gente y ofreciendo su opinión y sus consejos si alguien así se lo pedía.

—“Un hombre sin cambios no vale nada” —citó Mike.

—“Y un hombre con demasiados cambios tampoco vale nada” —finalizó el sacerdote. — Eso dicen por aquí, y es cierto. Hay que saber adaptarse, pero sin olvidar quienes somos. ¿Conocías el refrán?

—Sí, lo conocía —dijo Mike— Mis padres eran de no demasiado lejos de aquí.

—Ah, muchacho. ¿Vuelves a casa de tus padres? ¿Vas a verles?

—No, no, nada de eso. Están muertos —mintió. La verdad es que desde su último paso por prisión sus padres ya no habían querido saber nada de él, realmente no sabía si estaban vivos o muertos, pero en ningún momento en su huida después de atracar el banco se le había pasado por la cabeza volver a verles.

El sacerdote bebía, ahora en silencio, y le miraba, como si pudiera leer sus pensamientos. Mike se sintió incómodo al haberle mentido, y decidió contarle la experiencia que había tenido con los dos pequeños hacía apenas unas horas, aunque entre el barullo de la taberna y las cervezas que ya llevaba en el cuerpo, le pareció que había sucedido muchos días atrás, como si contara una historia ajena, una historia que le hubiese sucedido a otro en realidad.

El sacerdote le escuchó con atención, casi sin pestañear, sin interrumpirle en ningún momento, mientras Mike desgranaba su relato. Obviamente, éste lo hizo sin mencionar el asunto del cadáver ni de la bolsa de dinero. Sin que él se diera cuenta, poco a poco el resto de parroquianos asiduos diariamente a la taberna fueron guardando silencio para escuchar mejor su relato. El barullo fue disminuyendo para convertirse en apenas un susurro, y luego, nada. Sólo se escuchaba la voz de Mike relatando al sacerdote su encuentro con los dos niños en mitad de la carretera. Cuando éste finalizó su narración, nadie se atrevió a abrir la boca. Mike los miró, sorprendido al darse cuenta de que le habían estado escuchando en silencio, y los clientes de la taberna, sin atreverse a cruzar su mirada con él, fueron pagando sus consumiciones, vistiendo sus abrigos y marchándose a casa a cenar con sus familias, hablando entre ellos y despidiéndose en voz baja, sin que nadie se atreviera a levantar la voz. A los pocos minutos sólo quedaban en el local el sacerdote, Mike y el tabernero, que no parecía demasiado contento de tenerle allí después de haber escuchado su historia.

—Verás, Mike… hace un par de años, en este pueblo, sucedió una desgracia…

—Padre —interrumpió el tabernero con voz grave— Aquí no.

—¡Pero Tobías! —protestó el sacerdote— Tú estás a salvo. Acudiste al entierro.

Tobías refunfuñó para sí mismo y siguió limpiando vasos.

—¿A salvo? ¿Él está a salvo? ¿A salvo de qué? ¿Y yo? —inquirió Mike.

El padre lo miró sin responder. Nervioso, Mike buscó el tabaco y el zippo y se encendió un cigarrillo. Miró en el fondo de la cajetilla, solo le quedaba uno. Pegó dos hondas caladas antes de volver a hablar.

—Cuénteme esa historia, padre, por favor —aunque en su fuero interno no sabía si estaba preparado para escuchar lo que el cura le tenía que contar.

Y el sacerdote carraspeó ligeramente y se aclaró la garganta antes de empezar a hablar.

Hacía un par de años, en el pueblo, una mala tarde, se incendió una casa. Fue un accidente, rodó una piña encendida de la chimenea y prendió la manta de la mesa camilla. El fuego se extendió rápidamente por todo el salón, la cocina y las dependencias de la planta baja. Al joven matrimonio que vivía allí, y a sus dos hijos, a los cuales les bañaban en ese momento, no les dio tiempo de escapar. Cuando se dieron cuenta de lo que sucedía la planta de arriba también ardía, y el techo se derrumbó sobre ellos, sepultándoles a los cuatro. La casa quedó calcinada por completo, y no pudieron encontrar ningún resto de los cuerpos cuando intentaron rescatarles entre los escombros. Ni de los padres, ni de los pequeños Billy y Jimmy, que entonces tenían unos nueve y siete años respectivamente.

El pequeño Jimmy siempre tiene hambre —murmuró Tobías, el tabernero.

Mike se quedó congelado al escuchar eso.

—¿Y quién está a salvo y quien no? —preguntó cuando se repuso de la impresión que le había causado el relato.

Según le contó el sacerdote, casi todo el pueblo acudió al entierro de la familia. Lo celebraron con ataúdes vacíos, ya que no se había podido recuperar ningún cuerpo.

—Pero no todos fueron, ¿verdad, padre? —añadió Tobías.

—No, todos no. Esos pocos que faltaron al entierro, esos pocos…

—Desaparecieron en cuestión de semanas.

—¿Cómo? —preguntó Mike, con los ojos como platos.

—Desaparecieron. Todos ellos. En cuestión de semanas. No preguntes cómo, pero es la verdad.

—¿Y entonces, padre? ¿Qué se supone que les pasó?

—Bueno… —el sacerdote volvió a carraspear— Tenemos la teoría… en fin… hay almas que no están en el cielo, ni el infierno, ¿sabes, hijo?

Mike no respondió, atento a cada palabra que salía por la boca del cura.

—Hay almas que… digamos que se quedan a medio camino. Quizá porque no era su momento. Y no comprenden lo que les pasa…

—Pero sobre todo no comprendieron que hubiera gente que no acudiera a su entierro. —Tobías ya había terminado de secar los vasos y, con las manos apoyadas sobre la barra, se unía a la conversación del sacerdote con Mike.

—Así que cuando se cruzan con alguien y reconocen que no estuvo en el cementerio el día que los enterramos, digamos que… esa gente desaparece.

Mike abrió la boca, incapaz de articular ningún sonido. Miraba al sacerdote y al tabernero alternativamente, sin poder decir nada.

—Sí, —dijo Tobías— estás pensando en que no tuviste nada que ver. Y que ni siquiera estabas aquí. Y que no los conocías de nada. Pero… —añadió, bajando la voz— ellos eran pequeños y no conocían a todo el mundo en el pueblo. Y ahora tú estás aquí, y ellos saben que no estuviste en el entierro. Deberías irte de aquí pitando en cuanto puedas. El padre O’Brien te protegerá mientras pueda, pero… siempre se las apañan para salirse con la suya.

—¿Alguna vez ha escapado… alguien? ¿De esto?

El sacerdote y el tabernero levantaron los hombros al unísono.

—No lo sabemos.

Mike sintió como se le erizaban la piel en la nuca.

—La niebla. Ha vuelto la niebla— dijo.

—Sí, ha vuelto. La niebla me dijo que los dos pequeños andaban por ahí cerca. Por eso anoche te estuve esperando y fui a buscarte al coche cuando aparcaste.

Mike no sabía qué decir. Siempre se había considerado un escéptico, incapaz de dejarse sugestionar, pero el recuerdo de los dos hermanos mirándole al otro lado de la carretera y el sonido del castañear de dientes del pequeño Jimmy habían vencido su escepticismo.

—Padre— dijo de repente Tobías. Su voz, grave, resonó como un trueno en la taberna vacía— Hora de cerrar.

—No, no, no, yo no voy a ningún lado—suplicó Mike, temblando.

—No temas, hijo, vamos los dos a casa. No te separes de mí.

El padre O’Brien logró arrastrar a duras penas a Mike fuera de la taberna. Como ya habían intuido desde el interior, la niebla había vuelto a cubrir el pueblo con su blanco e impenetrable manto. Mike no se atrevía a dar un paso, pero el sacerdote lo sujetaba con firmeza.

—No tengas miedo. Estás conmigo. Vamos a casa.

Poco a poco el clérigo y el joven aterrorizado emprendieron a duras penas el camino hacia la casa del sacerdote. Mike se asombró de la entereza que guardaba el padre y de la seguridad de sus pasos en medio de la niebla. Cuando de repente, en mitad de la bruma, empezó a dibujarse la silueta de la vivienda donde había hallado cobijo la noche anterior. Mike suspiró aliviado.

—¡Clac clac clac clac clac!

Sonó lo suficientemente lejos como para pensar que el pequeño Jimmy se le iba  a aparecer de repente en medio de la nada, pero Mike sintió cómo le flaqueaban las fuerzas y si no cayó al suelo fue porque el padre O’Brien le mantenía fuertemente asido por el brazo.

—No mires atrás, aguanta muchacho. Ya casi estamos.

Habían llegado ya a los escalones del poche, cuando la bruma le habló a Mike: era apenas un susurro, débil pero audible:

—¿Qué le ha pasado a tu amigo, Mike?

Mike se volvió violentamente al escuchar aquello, pero allí no había nadie. Solo niebla, bruma, espesor, la nada.

—¡No les escuches! —suplicó el padre O’Brien— ¡Entra en casa de una vez!

Mike entró, más por el empujón que le dio el sacerdote que por su propia voluntad, pues ésta ya hacía rato que le había abandonado.

Una vez dentro, el cura encendió el fuego rápidamente y se sentó en el borde del sofá, santiguándose tres veces seguidas.

Mike, al calor de la lumbre y la visión de las llamas, fue recuperando la cordura poco a poco.

—¿Qué significa lo de tu amigo, muchacho? —preguntó el sacerdote, sin volverse.

—No… no lo sé…

El padre O’Brien guardó silencio, meditabundo, sin apartar su mirada del fuego.

Al cabo de unos minutos se levantó, dispuesto a subir a su habitación.

—No te preocupes, al amparo de mi techo no tienes nada que temer. Pero —añadió, antes de desaparecer escaleras arriba— quizá deberías empezar a sincerarte contigo mismo, a mí no me importa que me mientas, pero si sigues engañándote a ti mismo nunca hallarás la paz. Ah, y se me olvidaba, no dejes que se apague el fuego, hay noches en que la niebla puede llegar a ser muy insistente.

Mike fue incapaz de pegar ojo en toda la noche, incapaz de moverse del sofá, escondido debajo de las mantas, incapaz de pensar en otra cosa que no fuera aquel sonido espantoso que escuchaba cada vez que cerraba los ojos y le atormentaba sin descanso.

Al día siguiente el joven no podía levantarse, aquejado de fiebres y delirios provocados por las emociones del día anterior, permaneció en el sofá durmiendo a ratos, a ratos despertando cubierto de frio sudor, levantándose de golpe creyendo erróneamente que alguien había pronunciado su nombre.

Cuando se encontró con fuerzas salió a la calle, estaba a punto de anochecer. Su coche estaba aparcado delante de la casa del sacerdote. Corrió hacia él, loco de alegría, pero las llaves no estaban puestas. Volvió a entrar en la casa, pero el cura no estaba dentro. Recorrió las calles del pueblo en su búsqueda, del sacerdote o de la taberna, lo que encontrara primero, pero uno de los parroquianos le dijo que el padre estaba en el cementerio, al final de la calle. Mike corrió hacia allí, y, efectivamente, el padre O’Brien terminaba los oficios en ese momento. Se acercó lentamente a él, mientras el enterrador empezaba a cubrir el ataúd con paladas de tierra.

—¿Quién… quién era?

—No lo sabemos, muchacho. Se lo ha encontrado esta mañana un labrador. Un cuerpo de hombre, joven, sin identificar… Medio devorado.

—¿De… devorado?

—Sí, Mike, devorado. No sabría decirte más. ¿Tú puedes aportar algo más? —preguntó el sacerdote, mirándole fijamente.

Mike negó con la cabeza.

El padre O’Brien asintió con tristeza y se dispuso a salir del cementerio. Mike levantó una mano, como para preguntarle algo, y, sin mediar palabra, el cura le indicó con un gesto, señalando una esquina del camposanto. Mike se acercó hasta allí.

Allí estaban, en fila, unos junto a otros en el suelo, con las lápidas de piedra marcadas con sus nombres y sus fechas de nacimiento y defunción. Terry, Clarice, Billy, Jimmy. Mike sintió un escalofrío y se volvió, allí solo restaba el enterrador, esperado a que saliera del cementerio para cerrarlo. El padre O’Brien se había marchado.

Mike corrió para alcanzarle antes de llegar a la casa.

—Oiga… el coche, he visto que ya está arreglado.

—Sí, me lo han traído esta mañana. Así que mañana te podrás marchar tranquilamente.

—¿Tiene usted las llaves? Quiero irme ahora.

El sacerdote se detuvo en la entrada a su pequeño jardín.

—¿Ahora? ¿Estás loco? No cometas ninguna estupidez. Entra en casa y mañana por la mañana, te vas.

—To-todavía no es de noche. Todavía no ha vuelto la niebla. Tengo tiempo de irme.

—No mientras yo pueda impedirlo.

El sacerdote entró en la casa, Mike lo siguió.

—¿No lo entiende? No puedo quedarme más tiempo aquí. Necesito irme ya. Me voy a volver loco.

—Sé que es duro, muchacho, pero hazme caso, es mejor esperar a que vuelva la luz del sol. Está oscureciendo ya…

Mike estaba a punto de perder la paciencia. Sin pensárselo dos veces, agarró al sacerdote por los hombros y lo levantó. Los dos hombres cruzaron sus miradas. La del anciano, cansada y decepcionada. La del joven, furibunda e impaciente. Mike volvió a dejar al sacerdote en el suelo, sin hacerle daño. Éste, sin decir ni una palabra, extrajo de su bolsillo las llaves del coche de Mike y las tiró encima de la mesa. El joven las cogió y, sin mirar atrás, salió de la casa. La niebla estaba regresando. Pronto la oscuridad reinaría de nuevo en el valle y en las montañas, y en el pueblo también, trayendo consigo a los pequeños Billy y Jimmy.

Pero a Mike ya no le importaba. Era capaz de alejarse del pueblo a toda velocidad ahora que ya, por fin, su vehículo estaba reparado. En poco tiempo se hallaría lejos de la maldición y la pesadilla sufrida en Plantmarw Town. Los hermanos, la niebla, el sacerdote, todo quedaría atrás en un abrir y cerrar de ojos y en pocas horas estaría tomado una cerveza en un bar de alguna gran ciudad, olvidando todo aquello.

Subió al coche y arrancó el motor. Este reaccionó con un rugido potente y suave a la vez. Estaba listo. Mike dio marcha atrás hasta el centro de la calle y luego enfiló la salida del pueblo. Pasó a toda velocidad junto a la gasolinera y el taller, y en pocos segundos ya se hallaba en el camino que había de conducirle a la carretera. La niebla empezaba a hacerse camino poco a poco entre los árboles, humedeciendo sus troncos y acallando los sonidos del bosque. Mike conducía como un poseso, sin mirar a los lados, la mirada fija en el asfalto enfrente de él. El coche respondía correctamente y eso le hizo sentir mejor. Podía confiar en él. Llegó al cruce de la carretera y giró a la izquierda. Pronto abandonaría las montañas, pero se vio obligado a reducir la velocidad. La bruma se había espesado e incluso el reflejo de la luz de los faros en la humedad flotante le cegaba los ojos y le molestaba. Decidió conducir un poco más despacio y ser más prudente. Según se alejaba del pueblo se encontraba más tranquilo, y lo último que necesitaba era chocar contra otro coche que viniese de cara o salirse en una curva y terminar en una cuneta. Por suerte, aquella carretera era bastante recta y parecía segura.

Al cabo de una hora sus ojos se encontraban demasiado fatigados a causa de la lucha constante contra la niebla. No lograban ya vencer la espesura de la bruma, ni ésta se disipaba. Al contrario, le daba la sensación de estar conduciendo todo el rato por dentro de una nube. Recorrió unos metros más a baja velocidad, preguntándose a sí mismo por qué no había hecho caso de las recomendaciones del padre O’Brien y no se había quedado otra noche en el refugio de su casa, de su sofá, junto a la chimenea encendida. Se preguntó también si habría salido alguien en su búsqueda, o si habrían intentado seguirle los pasos para evitar que su imprudencia terminase en tragedia. En aquellos momentos incluso le parecía una buena opción que los que le encontraran fuesen la propia policía.

A los pocos minutos llegó a un cruce y aminoró la marcha.

“Plantmarw Town, 3 millas”. Y debajo de la señal, una bolsa negra. Una mochila. Una mochila con dinero. Una mochila con dinero robado de un banco. Su mochila.

Mike detuvo la marcha sin parar el motor. Los faros iluminaban tanto la señal como la bolsa. No podía ser, pensó, llevaba casi dos horas en mitad de aquella niebla desde que había salido del pueblo, y lo único que había hecho era regresar al punto de partida. No podía creérselo. Sacó de su bolsillo la cajetilla de tabaco: quedaba un cigarrillo. El tercero. El último. Lo encendió y aspiró profundamente.

La mochila.

Estaba claro que era una trampa. Un cebo. Quien se había llevado el cuerpo del vigilante de seguridad se había llevado también la mochila, y ahora había aparecido ahí, en el cruce, bajo la señal que indicaba la dirección a seguir. Al cuerpo del guardia ya sabía lo que le había pasado, habían enterrado lo que quedaba de él en el cementerio de la villa. Pero el guardia estaba muerto cuando lo encontraron, y él tenía una pistola. Esa pequeña diferencia era algo con lo que quizá podía todavía jugar una buena mano. ¿Y después? ¿Qué era lo mejor? Sin duda volver al pueblo, refugiarse en casa del padre O’Brien, pedirle perdón y esperar al amanecer y a que se disipara la niebla. No podía arriesgarse a seguir conduciendo esa noche para al final descubrir que lo estaba haciendo en círculos. Sus ojos ya no se lo permitirían, y la fiebre que le había dejado semiinconsciente la noche anterior volvía a hacer acto de presencia.

Antes de bajar del coche ya había visto un pequeño par de ojos que le observaban al otro lado de la cuneta, entre la niebla. El otro no sabía dónde estaba. Pensó en dejar la bolsa allí y conducir hasta el pueblo, era lo más prudente. Pero la mochila estaba allí, probablemente su única oportunidad de recuperar el dinero que había robado en el atraco de… ya no sabía ni cuánto tiempo había pasado. Sentía que todos los recuerdos de los últimos días se hallaban difusos y envueltos en esa bruma que cubría toda la noche. El tacto frío

de la pistola contra la palma de la mano le devolvió un poco de valor. Quizá ninguno de aquellos desgraciados que se habían enfrentado a los dos pequeños monstruos llevaba una pistola cuando se los había encontrado cara a cara. Ahora era diferente. Él era diferente. Y no se iba a dejar amedrentar más.

Bajó del coche muy despacio, con voluntaria lentitud. Casi inmediatamente, volvió a escuchar ese desagradable sonido, esta vez más fuerte, esta vez más cerca:

—¡Clac clac clac clac clac!

No por esperado dejó de helarle la sangre. Permaneció quieto, inmóvil al lado del vehículo, esperando a que el pequeño Jimmy saliera de la espesura y se abalanzara sobre él, pero no lo hizo. Nadie lo hizo. El motor ronroneaba suavemente en medio del silencio de la noche. Mike avanzó con cuidado hacia la bolsa. Un paso, escuchar, nada, otro paso. Lentamente se fue acercando, cuando una pequeña sombra pasó por detrás de él corriendo, golpeándole la pierna. Mike lanzó una maldición y se giró, apuntando con el cañón de su revolver hacia la nada.  Escuchó unas risas infantiles y unos susurros que provenían de la niebla:

¿Qué le ha pasado a tu amigo, Mike?

Esa voz le erizó la piel y sintió cómo en su nuca se enfriaba el sudor.

—No, no era mi amigo… —balbució, indeciso. Apuntaba a todas partes y a ninguna a la vez. Las risas parecían provenir, igualmente, de todas partes y de ninguna a la vez. Dio varias vueltas sobre sí mismo, buscando un objetivo claro sobre el que vaciar el contenido de su pistola, pero no podía distinguir nada. La niebla se había espesado más aún si cabe. De repente lo vio, agachado junto a la señal de “Plantmarw Town, 3 millas”, alguien intentaba robarle su bolsa. Disparó sin pensarlo y el bulto cayó al suelo. Al mismo tiempo sintió una aguda punzada en el hombro y él mismo cayó al suelo. Estaba tirado al lado de la bolsa, junto a la señal, y tenía una bala incrustada en su carne. Se había disparado a sí mismo. Intentó levantarse, pero la cabeza le daba demasiadas vueltas. Se sintió mareado. Con los ojos entreabiertos, pudo vislumbrar cómo el pequeño Billy se acercaba al coche y desconectaba las llaves del motor, apagando así las luces. Y delante de él, desde la espesura de la cuneta, dos piececitos descalzos se acercaban alegremente hacia él.

—Hola Mike —escuchó decir con una vocecita aguda y chillona. — El pequeño Jimmy siempre tiene hambre.

Gris

Derek repasó con indiferencia los titulares de la prensa. Parecía que se avecinaba otra crisis económica. Quince escolares muertos en un accidente de autobús. Una anciana estafada por su propio sobrino. Dos políticos enfrentados animando a su medio país a odiar al otro medio.

Lo de siempre.

Cada día leía más o menos las mismas noticias. Cambiaban los protagonistas, pero poco más.

A Derek todo aquello ya no le afectaba. Un buen día optó por perder su sensibilidad. Decidió que nada iba a empañar sus días.

Su implicación emocional fue bajando poco a poco. Veía las noticias en el televisor con rostro impasible. Empezó por ahí, telediarios, periódicos, sucesos… nada conseguía afectarle. Después su indiferencia se extendió a los mendigos de la calle: no les dejaba limosna ya nunca.

Luego se volvió apolítico y ateo. Ya no creía en nada, ya no tenía una posición que defender en ninguna conversación. Admitía los argumentos y las razones de los demás con neutralidad, sin mojarse ni inmiscuirse, sin preocuparse si los demás apoyaban una postura que antes le hubiera parecido errónea.

Después fue un poco más allá: ni siquiera los problemas, las enfermedades y las tribulaciones tanto de familiares como de amigos conseguían hacer mella en su helado espíritu. Recibía las noticias con un leve asentimiento de cabeza, y si a alguno de los implicados se le ocurría preguntarle si aquello no le entristecía simplemente respondía encogiéndose de hombros.

No existía ya cincel capaz de marcar la dura piedra en que se había convertido.

Sus amigos dejaron de llamarle para sus habituales reuniones en el bar, su familia ya no le avisaba para las celebraciones familiares. Dejó de ser alguien para la gente que le rodeaba. El escáner de sus emociones mostraba un encefalograma plano.

Una mañana se levantó como cada día para ir al trabajo. Abrió el armario y escogió sin fijarse la ropa que se iba a poner. Pantalones grises, camisa gris, chaqueta gris. Cogió su cartera gris, salió a la calle y empezó a caminar. Al pasar frente a un escaparate el cristal le devolvió su imagen reflejada en él. Era un tipo descolorido, sin nada que llamara la atención. Su pelo se había vuelto gris también.

Llegó al trabajo y subió por el ascensor junto con algunos compañeros. No se sorprendió cuando vio su imagen en el espejo. Su piel también había adquirido un tono grisáceo, enfermizo. Notó cómo la gente que subía con él daba un pasito hacia un lado, como temiendo que Derek padeciese una extraña enfermedad contagiosa. El silencio se volvió incómodo.

Día tras día Derek fue empeorando, pero él no se daba cuenta. El tono de gris cada vez era más débil, el contorno de su silueta se difuminaba. Fue consciente de ello cuando al doblar una esquina camino de su casa una mujer lanzó un grito ahogado de sorpresa y cogiendo a su niño de la mano cambió de acera rápidamente.

La mujer había podido ver a través de él.

Al día siguiente Derek siguió con su habitual ritual de cada mañana. Se levantaba, se daba una ducha, se preparaba un café (aunque hacía tiempo que no le encontraba el sabor), se vestía y se dirigía al trabajo. Pero ese día Derek no pudo salir de casa. Al ir al coger las llaves se dio cuenta de que su mano era incapaz de cogerlas: las atravesaba. Intentó abrir la puerta, pero con idéntico resultad: era incapaz de asir el pomo.

Derek miró sus manos. Eran ya casi transparentes, se podría decir que rozaban el estado gaseoso de la materia. No sintió sorpresa alguna.

Estaba desapareciendo.

Pero le daba igual.

Vespre de Tots els Sants

Joan es va servir una bona copa de bourbon amb dos gels. No hi havia res que  li atorgara major plaer ara per ara que gaudir del seu merescut descans assegut al sofà de la saleta i veient qualsevol ximpleria a la televisió, programes d’aquells babaus, que no fan pensar. Ja pensava prou a la feina, ja.

Però pareixia que no era el dia de poder descansar tranquil·lament. Era la vespra de Tots els Sants i en el barri on vivia els xiquets (i els pares) havien agafat la mala costum de disfressar-se i eixir al carrer a demanar llepolies casa per casa, important tradicions estúpides que, a parer seu, no feien cap falta.

“Americanades” es deia per a si mateix, mentre deixava que li picaren al timbre una vegada i una altra sense que els molestos visitants obtingueren cap resposta.

Però de sobte algú va tocar a la porta amb determinació, colpejant la fusta amb algun objecte contundent que va fer tremolar tota la casa.

—Obri, Joan, sé que estàs ací.

I Joan no va tindre més remei que alçar-se i obrir la porta. I allí estava, dret i fosc com sempre, amb la cara tapada amb la caputxa i la dalla a la mà. Tal com l’havia vist la primera vegada aquella nit a l’hospital després una borratxera que quasi aconsegueix que se l’emportara.

—Home, quin plaer, passa passa —va dir, convidant a la parca a entrar al rebedor amb un gest amb la mà.

La Mort va entrar fent un gest educat amb el cap i va anar directament cap a la saleta. Allí es va servir una copa del mateix bourbon que estava bevent Joan i va seure al butacó, deixant la dalla recolzada a la prestatgeria que tenia darrere.

—Ja ha passat un altre any, eh?—va dir Joan, tornant a seure. En veure que la Mort s’havia servit la beguda va esbossar un somriure. —Com si estigueres a ta casa —va afegir.

El tenebrós visitant va pegar un bon trago al whisky abans de respondre.

— I ja t’ho has pensat? Pel que veig, aquestes pròrrogues no t’han servit per a aconseguir el teu propòsit. I només et queda un any, l’últim. Tu veuràs.

I d’un altre glop, es va acabar la copa.

—Doncs no, no ho he aconseguit encara. La Marta ni em mira des de fa mesos, i ara que se n’ha anat a viure amb Pau, gens ni miqueta. Açò no té cap sentit.

—Ja t’ho vaig dir.

—Però ho havia d’intentar. Sóc un romàntic. I a més, encara em queda un any, quina pressa. I si guanyem una altra copa del rei, eh? Em quede.

—Si abandones el teu propòsit —va dir la Mort, sospirant — no tens dret a quedar-te. Un tracte és un tracte. Jo també sóc un romàntic, però he de complir amb la feina. — I arronsava els muscles a manera de disculpa.

Joan va sospirar, resignat. De fet, no s’esperava aquella visita. Ja ni se’n recordava. Marta l’ignorava i ell ja s’havia acostumat a aquella situació. Bon dia i adéu a la feina, poc més. Ni tan sols s’esforçava ja per coincidir amb ella a la màquina del café.

Café amb llet amb un de sucre, vaja. S’ho sabia de memòria, de tantes vegades que l’havia convidada.

—Mira— va dir la Mort — D’ací a vint minuts hi haurà un accident de tràfic i he d’estar present, he d’arreplegar-ne un parell. Si vols, t’ho penses i després torne.

—Un parell? Redéu, home, quina falta de respecte. Que són ànimes, xe, no són cabassos de taronges o sacs de creïlla! Que eixa gent té una vida, unes il·lusions, i parles d’ells de qualsevol manera!

Joan estava irritat, en part per la mostra d’indiferència de la Mort cap a aquells pobres desgraciats als quals els quedaven a penes uns minuts en aquest món i en part per adonar-se’n de la seua pròpia indiferència cap a Marta, l’amor de la seua vida.

La Mort, comprensiva, va tornar a sospirar.

—Ho sé, Joan, però aquesta feina al final et fa un poc insensible. És el costum, saps? Al remat ho veus només com això, feina, i no penses amb res més.

Joan ho entenia, clar. Va haver-hi un parell de minuts de silenci. La Mort jugava amb els gels del fons del got, Joan bevia a poc a poc, la mirada perduda més enllà del rellotge amb forma de mussol que tenia penjat a la paret a l’altre costat de l’habitació, fins que la parca va tornar a parlar.

—Saps qui va en aquell cotxe que s’estavellarà?

—Qui?—va preguntar Joan, quasi per inèrcia.

—La Marta i el Pau.

—Fotre! — Joan no va poder reprimir un sobresalt.— Els dos? Te’ls emportes als dos?

—Als dos.

—Aleshores per a què em quede? Ja no tindria sentit el nostre pacte, no?

—Si decideixes quedar-te, malgrat que Marta ja no hi estarà, potser et passarien altres coses en aquest any. Això ja no depén de mi. És la teua decisió però… m’estimava més avisar-te.

Joan romania pesarós al sofà mentre deixava, inconscient, que els gels li aigualiren el bourbon. De sobte, se li va ocórrer una idea. Qui diu idea? Era una gran idea!

—Escolta…

—Digues.

—Te’ls emportes als dos, hui. Aquesta nit.

—Sí.

—En la barca cap… allà.

—Sí.

—És que he fet un pensament…

La Mort li va assenyalar el rellotge amb forma de mussol.

—Espavila que tinc pressa.

—Ja, ja… però… i si deixes a Pau i hui me’n vaig amb tu? Sense més pròrrogues ja. Eh? Que em dius?

—Com? Com està això que dius?

—Sí home, xe, deixa a Pau ací… a l’hospital, un poc fotut si vols, vaja, però viu, i t’emportes a la barca a Marta i a mi, que no trobes?

—Això és una bogeria.

—Sí però… n’arreplegues dues igualment, no? — va dir Joan, clucant-li l’ullet a la Mort.

Aquest va fer com si s’ho pensara, però la veritat és que l’idea li havia agradat des del primer moment.

—D’acord —va accedir, traient-se de la túnica un pergamí. —Dis-me el teu nom sencer. —I amb l’ungla del dit ossut i sense carn va esborrar del document el nom de Pau i va procedir a escriure el del seu amfitrió.

—Joan Torró i Esplugues. Torró, amb accent en la o.

—Ho sé.

Joan es va inclinar per a veure si ho escrivia bé, no fora cas que a l’hora de la veritat es quedara a terra per una errada burocràtica, després de tot.

—Quina lletra més bonica. —va dir, amb una expressió de sincera sorpresa.

—Gràcies —va respondre la Mort, sense alçar el cap de l’escriptura.

Quan va acabar d’apuntar els canvis al pergamí, es va alçar i va replegar la dalla.

—T’ho has pensat bé? Anem?

—Xe, clar! Que faig jo ací si ella no està? Almenys tindré temps per intentar que em torne a parlar.

—El viatge amb la barca no és tan llarg, si a l’hora de baixar no ho has aconseguit… cadascú farà el seu camí.

—Almenys em queda això. Va, anem— va dir Joan, encaminant-se cap a la porta— Farà frescoreta aquesta nit o que?

La Mort es va girar amb un gest d’impaciència i a Joan no li va fer falta veure l’expressió de la seua cara: se la podia imaginar perfectament.

En eixir de la casa i abans d’alçar la dalla per a complir amb la seua feina, la Mort va assenyalar les finestres il·luminades de la vivenda.

—No apagues els llums?—li va dir.

—I que més dóna?

—També tens raó.

Un segon de llibertat

Nayah va arribar a la platja a trenc d’alba, mullada i endolorida. Havia sigut una llarga i intensa nit on la por i la incertesa havien guanyat la partida en molts moments. Ella no era l’única que havia arribat a pensar que cap dels qui anaven en aquella atrotinada pastera arribarien a veure l’alabada. La mar, marejada, i la falta d’experiència del timoner feia que augmentara per moments la desconfiança en arribar sans i estalvis a la costa, la terra promesa, l’inici dels nous somnis que tots portaven a sobre, a falta d’equipatge.

Però Nayah ja sabia molt bé que els seus somnis no tenien res a veure amb el futur que l’esperava. Fatou ja li havia advertit sobre tot allò que trobaria en xafar Europa. Ella havia fet anys enrere aquell viatge, desesperada, com es trobava ara la mateixa Nayah, i ara havia tornat el poble amb una cama perduda a l’altura del genoll per culpa d’una infecció mal curada. Les màfies que trafiquen amb persones només et fan cas mentre encara sigues un producte que puguen vendre, si no, ja t’apanyaràs.

Nayah tenia vint-i-tres anys. Major per al què normalment els proxenetes anaven a buscar als pobles com el seu. Solien parlar amb les xiquetes que encara eren adolescents i els preguntaven si no estaven fartes del poble i si volien veure més món. La majoria deia que si de seguida, i dies després, desapareixien de les seues cases i ningú més no en tornava a saber res d’elles. A ella ja l’havien intentat captar quan tenia quinze anys, i li varen fer les mateixes propostes que encara feien. Les enganyaven dient que a Europa hi havia feina segura cuidant els fills de la gent rica que no tenia temps per a res o treballant d’aprenents en perruqueries o a les cuines dels restaurants. Que en uns pocs mesos guanyarien tants diners que podrien cobrir el deute que adquirien amb les despeses del viatge i podrien començar a ajudar a les seues famílies alhora que construïen un futur lluny d’eixa Àfrica erma i inhòspita. Que allí, els deien, estava el futur que es mereixien.

A Nayah la va salvar de tot allò la desconfiança i l’abnegació per la família. Sa mare feia temps que estava malalta i el pare no es feia càrrec de cuidar com devia els seus germans menuts. Quan la mare va morir i el pare es va casar amb dues dones més, ella i els seus germans ja no es consideraven part de la família i van haver de sobreviure com van poder, fins que dos dels més menuts van acabar morint de fam. La resta, dues xiquetes, ara vivien en companyia d’una amiga de la mare que es va comprometre a cuidar-los mentre ella es buscava la vida, i que també cuidava del seu fill, producte d’una violació comesa per un dels germans de son pare, però li demanava diners per a poder treure’ls endavant. Si no, els hauria d’abandonar.

Nayah es va trobar sense sostre, sense feina i repudiada per la major part del poble, malgrat ser ella la víctima de la violació, i amb l’obligació de llaurar-se un futur que poguera solucionar la situació del seu fill i de les dues germanes que li quedaven.

I sabia que ni al poble, ni als voltants, trobaria eixe futur.

I un mal dia va tornar Fatou, tolida i envellida, malgrat ser a penes un parell d’anys major que Nayah. Li va contar tota la història, tot l’engany, totes les vexacions, les amenaces, els abusos, l’addicció a les drogues per a fer aquell infern habitable, menys que fora al seu cap. Una vegada pagat el deute era “lliure”, li van dir, però no ho va ser realment fins que la infecció de la cama la va convertir en una despulla humana de la qual ningú anava a fer-se’n càrrec. I amb els pocs estalvis que tenia, va decidir tornar al poble i intentar malviure allí, a prop del que era sa casa, abans de deixar que la indiferència i el menyspreu del primer món acabaren per esborrar del tot la seua identitat.

Quan Nayah va anar a buscar al ball als falsos venedors de somnis ja sabia el que li anaven a dir, i el que anava a trobar en xafar el seu destí. Però no podia més, estava desesperada i l’únic que no volia era haver de llevar-se la vida abans de morir d’inanició o de veure de nou a les seues germanes abocades a malviure al carrer. Podia intentar sobreviure a tot el que li havia contat Fatou, almenys a ella ja no li anava a pillar per sorpresa aquell infern, i, al cap i a la fi, la seua vella amiga havia aconseguit tornar, malgrat el preu que havia pagat per a aconseguir-ho.

I ara estava allí, després de tot el viatge, després d’haver estat a punt de morir a la pastera que havia naufragat a escassos metres de la costa, en aquella platja, esperant l’albada i esperant també que algú anara a buscar-la, ja que cadascú dels qui havien arribat a la fi del viatge en companyia d’ella havien pegat a fugir només tocar terra, no fora que les autoritats els enxamparen abans que els seus somnis començaren ni tan sols a caminar. A les dues adolescents que viatjaven a la mateixa pastera sabia que els esperava el mateix futur que per a ella, però no havia tingut el valor de contar-los el que els anava a passar.

Va ensorrar els dits a l’arena, i es va concentrar en el paisatge que tenia al davant. La mar colpejava suaument la vora, amb ones que es superposaven sense fer a penses soroll. Res a veure amb la tempesta que havien patit a la nit i que havia deixat la pastera en condicions inservibles per a continuar navegant. El sol ja despuntava i anava colorit l’horitzó. Roig, taronja, groc, blau. Nayah va respirar profundament, potser aquell era l’últim segon de llibertat que gaudiria en molt de temps. Va tancar els ulls i va deixar que les llàgrimes redolaren galta avall.

Quan va escoltar unes passes a l’arena no es va girar, va saber que ja l’havien trobada. Però una veu de dona amb paraules pronunciades en una llengua que no comprenia la va sorprendre. Es va girar i la va mirar. A poques passes d’on Nayah estava asseguda hi havia una dona, baixeta, amb gest de preocupació, que la mirava i li parlava, però ella no entenia res del que deia. A poc a poc aquella dona es va apropar més, i Nayah va reconéixer a la samarreta el símbol d’una creu roja, ja que, de vegades, al poble, havien arribat voluntaris i cooperants que estaven una temporada i després continuaven fent feina per altres pobles pareguts al seu.

La dona va sospirar impotent perquè Nayah no feia cap senyal de comprendre el que li estava dient, quan de sobte va haver-hi una frase que sí que va entendre:

—Comprenez ou parlez français?

—Oui —va respondre la jove, torcant-se una llàgrima.

—Moi —va dir la dona assenyalant-se al pit— Susa, et toi?

—Nayah.

—Parfait, Nayah, suis-moi —i amb les mans li va fer gestos perquè la seguira.

Nayah es va trobar amb una manta cobrint-li l’esquena i amb un tassó de llet calenta al davant, mentre la doneta que s’anomenava Susa i un altre cooperant la miraven i xarraven entre ells per a veure què anaven a fer.

—Ne vous inquiétez pas, êtes entre de bonnes mains, ne manquerez de rien.

I Nayah va plorar, va plorar perquè potser el futur no anava a ser l’infern que havia imaginat, i perquè potser aquell segon de llibertat gaudit a la platja mentre començava el dia no anava a ser l’últim de la seua vida.

La librería del viejo judío

El viejo Jacob cuidaba sus libros como si de sus propios hijos se tratase. Con cariño, esmero y toda la atención del mundo. Les quitaba el polvo, les hablaba, desdoblaba sus amarillentas hojas cuando, por algún desgraciado accidente, alguno de estos caía al suelo o se encontraba en mala postura encima del estante correspondiente.

            La librería familiar, heredada desde hacía muchos años y que había visto crecer a varias generaciones de libreros entre sus paredes, se hallaba ubicada en el mismo antiguo local donde vio abrir sus puertas por primera vez. Una calle apartada del mundanal y escandaloso del centro de la ciudad, una calle adoquinada, estrecha y muy fría en invierno, donde el sol apenas podía abrirse paso entre los altos tejados de sus casas. Y sin embargo, nunca le había faltado la clientela suficiente como para poder poner en peligro su subsistencia. Los amantes de las rarezas, de las primeras ediciones, de los libros que al abrirlos impregnan el ambiente con el olor del papel añejo, sabían muy bien dónde acudir para satisfacer sus necesidades literarias, bibliogràficas e incluso para acallar su propio ego, llevándose en cada visita un ejemplar digno de honrar la biblioteca del más preciado de los eruditos.

            El viejo Jacob soñaba con formar parte de todos aquellos autores que poblaban su escaparate, y alguna vez lo había intentado, pero nunca había conseguido escribir algo con lo que sentirse completamente satisfecho. Por eso, cuando nadie le veía, se sentaba en el pequeño escritorio que habitaba la trastienda y sacaba de la caja fuerte un volumen muy peculiar, cosido con hojas blancas de grueso papel a unas tapas de cuero decoradas con símbolos celtas. En él, diferentes personajes y caligrafías trazaban una historia que bien podía darse por terminada, pero para el viejo Jacob no era suficiente. Necesitaba un toque maestro, una alma atormentada, un protagonista de turbio pasado que le confiriera a su relato un toque humano y desgarrador. Releyó las últimas lineas entre entristecido y resignado cuando una voz le arrancó de su ensimismamiento.

— Perdone, me… me gustaría hacerle una pregunta.

            El viejo Jacob levantó la vista, sorprendido e irritado ante tan inoportuna interrupción. Un insolente joven, mal vestido y mal peinado, aguardaba de pie junto a la entrada de la trastienda, pero con una pierna levantada en dirección a la puerta, como si quisiera demostrar con ello que su intención no era molestar. El viejo guardó rápidamente el libro en la caja fuerte y, con un bufido, cerró la portezuela violentamente.

— ¿Qué se te ha perdido a ti por aqui? — le espetó al joven, que seguía mirándole desde la cortina que hacía la función de umbral. Por su aspecto bien podía deducir que se trataba de un vecino del barrio, pero no recordaba haberlo visto nunca.

— Quería… comprar un libro para poder regalárselo a mi novia, pero es que no sé cúal elegir y he pensado que usted me podría ayudar…

— ¿A tu novia? ¿A tu novia has dicho? ¿Qué te crees, que esto es una libreria cursi de unos grandes almacenes? ¡Si no sabes ni lo que quieres, me estás haciendo perder el tiempo!

            Realmente el viejo Jacob estaba muy pero que muy irritado, pero lo estaba más consigo mismo por haberse dejado sorprender en posesión de su secreto más querido que por el hecho de que el joven hubiese entrado en su establecimiento considerándolo una librería normal y corriente.

            Al final el joven, después de echar un vistazo por los diversos estantes llenos de libros y rarezas, decidió irse sin comprar nada.

            Pero sabía que iba a volver, vaya que si iba a volver.

            Curro, que así se llamaba el joven, había podido vislumbrar en la penumbra de la trastienda montones de billetes y monedas dentro de la caja fuerte del viejo Jacob. Y su situación actual bien merecía un golpe de buena suerte, además de aprovechar ese mismo golpe para llevarse uno de esos libros bonitos que había visto en la librería y que no podía tampoco pagar. Y si algo de razón podía tener todavía la voz de la conciencia cuando ésta le dijo que no estaba bien ir a robar a un pobre viejo que llevaba toda la vida en el barrio sin molestar a nadie, este pensamiento se disipó como la niebla en un dia de viento al recordar de qué manera le había tratado cuando le había preguntado en el umbral de la trastienda. Esa misma noche volvería a «visitarle».

            El viejo Jacob bajó la persiana de la librería a la hora habitual y dirigió sus cansados pasos hacia su casa. Había sido un mal día, la verdad. Pocos clientes, la mayoría de ellos turistas extranjeros y estúpidos que calificaban el local de «encantador» y «tradicional». Él no necesitaba la admiración de semejantes enrgúmenos para sobrevivir, aunque pensándolo un poco, quizá debería haberle hecho un poco de caso al desaliñado joven que quería regalarle un libro a su novia. Si le volvía a ver le trataría de otro modo, no es que fuera a disculparse, pero al menos no le espantaría con su hosco comportamiento.

            Curro esperó a que el reloj del campanario diera las doce. A esa hora y entre semana era muy difícil cruzarse con algún transeúnte. Quizá algún borracho o despistado, pero nada más. Llegó hasta la puerta de la librería y decidió que sería más fácil entrar por el balcón del primer piso. El ventanal del balcón parecía bastante viejo y descuidado, mientras que cualquier intento de levantar la persiana metálica parecería demasiado sospechoso, aunque sólo fuera lo suficiente para que pudiera pasar arrastrándose. Así que trepó ayudándose de barrotes y cañerías hasta el balcón y, tal y como había pensado, no le resultó nada complicado acceder desde allí al interior del edificio. Bajó rápidamente las escaleras y pronto se encontró en el interior del local. Los libros, quietos y silenciosos, parecían dormir como si todas las historias que llevasen dentro se hubieran apagado de repente. La tenue luz de una farola entraba por el escaparate de cristal, otorgando a la librería un aspecto fantasmagórico. Curro decidió escoger un bonito libro para su novia antes de asaltar la caja fuerte del viejo Jacob. Rebuscó entre todas las estanterías, pero ninguno le parecía lo suficientemente bueno. Tampoco entendía demasiado sobre los títulos que leía, así que simplemente estaba buscando algo que le llamase la atención. Y lo encontró: se llamaba «El espada sin alma». Sus tapas negras y rojas consiguieron que se fijase en él. La ilustración de la portada mostraba un espadachín embozado en una capa negra, tocado con un sombrero de plumas y que llevaba en la mano una espada con la punta manchada por la sangre de alguna victima. Curro se estremeció al ver esos ojos enloquecidos que parecía que le miraban directamente a él y le dio la vuelta al libro, encontrándose con la sinopsis en la contraportada. Amor, celos, traición, muerte. Podría servir para su propósito, parecía entretenido. Pero al darle la vuelta de nuevo al libro… el espadachín no estaba en la portada. Las letras doradas del título brillaban sobre un espacio vacío y manchado de sangre.

            Curro se sobresaltó de tal manera que soltó el libro, dejando que éste cayese al suelo. Se apoyó en la estantería y empezó a sudar. Creyendo que había tenido una alucinación, intentó tranquilizarse un poco y luego volvió a coger el libro. Pero no lo había soñado, el espadachín no estaba en la portada, la ilustración que tan vívida le había parecido unos segundos antes ahora aparecía vacía.

            Asustado, Curro retrocedió poco a poco hasta llegar a la cortina que separaba la librería de la trastienda. Lo mejor era intentar abrir la caja fuerte y coger todo el dinero que pudiera antes de salir pitando de allí. Ya no le parecía tan buena idea haber entrado a robarle al viejo Jacob. Por suerte, el librero se lo había dejado más fácil de lo que pensaba: la puerta de la caja fuerte se hallaba entreabierta, por lo que en un abrir y cerrar de ojos habría terminado con su cometido. Le sorprendió el hecho en sí cuando descubrió, abandonado encima del escritorio, el volumen con las tapas de cuero que el viejo estana ojeando en el momento en que Curro lo interrumpió. Le echó un vistazo rápido antes de centrarse en lo verdaderamente importante, pero no le parecio de demasiado interés. Entonces oyó un leve sonido a su espalda. No había escuchado nunca nada parecido, pero supo que era el ruido que produce el pliegue de una capa en el aire. Se volvió muy lentamente y sí, justo enfrente de él, el espadachín de ojos enloquecidos le miraba fijamente, mientras su boca se torcía en una desagradable y burlona sonrisa.

            Curro no tuvo tiempo de suplicar por su vida ni alegar una sola palabra en su defensa, la espada asesina se levantó en el aire y con un certero tajo en el cuello del joven cercenó su vida. Su corazón exhaló su último suspiro y Curro cayó sobre el escritorio, justo encima del libro abierto de Jacob.

            A la mañana siguiente el viejo abrió la librería puntual como cada mañana. Levantó la persiana, barrió el umbral de la puerta y luego se dirigió hacia la trastienda. Todo parecía en orden, hasta que se fijó en un libro que había en el suelo, debajo del escritorio. Lo recogió con cuidado y luego leyó el título: «El espada sin alma». Sonrió levemente y abrió la caja fuerte. Allí estaba, junto con todo el dinero que había acumulado a lo largo de los años, su libro. Lo abrió y pudo comprobar que la historia había cambiado, una nueva caligrafía había aparecido en él y por fin había encontrado un nuevo personaje, aterrado y atormentado, que le confería a las últimas páginas del libro ese toque desgarrado que tanto tiempo había estado buscando.

            El viejo Jacob había concluido, por fin, su gran obra maestra.

La muñeca de Mary King’s Close

Habían recorrido en poco más de una hora el trayecto que unía mediante la vía férrea las ciudades de Glasgow y Edimburgo. Un viejo tren, amarillo y azul, les había dejado en la Waverley Station de la que fue llamada cinco siglos atrás la Atenas del Norte, ya que, gracias a su Universidad, fue uno de los centros más importantes de educación y cultura durante la Ilustración. Javier se había pasado casi todo el camino dormitando sobre su asiento del vagón, mientras Marta no dejaba de observar, fascinada, el paisaje escocés. Hacía años que ese viaje era un sueño que ambos tenían pendiente, y por fin lo habían materializado, aunque para Javier el tener que ir a contrarreloj para poder visitar la mayor cantidad de curiosidades en un día le resultaba demasiado agotador. El Reino Unido tampoco se había construido en un día, pensaba.

            Sin embargo, Edimburgo siempre había ejercido sobre él una fascinación especial. Había leído muchas historias sobre sus empedradas y estrechas callejuelas, las leyendas sobre su magnífico castillo o aquellas otras, un poco más oscuras, sobre los fantasmas de sus famosas catacumbas. Javier no creía en nada de eso y siempre se había mostrado bastante escéptico a cualquier relato que intentara convencerle de la existencia de algo más que aquello que veían sus propios ojos, pero siempre le había gustado escuchar esas historias.

            Y una de sus favoritas había sucedido allí, en Edimburgo.

            Durante la Navidad de 1644 una plaga había desembarcado en la ciudad, proveniente del continente europeo. Las pulgas que trajeron consigo las ratas causaron una epidemia de peste que cercenó la vida de un buen número de ciudadanos escoceses. La humedad, la estrechez de sus callejones y la falta de higiene propiciaron que la enfermedad se extendiera rápidamente. Los médicos, ataviados con ropas hechas de cuero y máscaras con forma de pico de pájaro contribuían a darle un toque más siniestro aún, si cabe, a aquellos días malditos. El Mary King’s Close, uno de los barrios más conocidos de la ciudad, no fue una excepción a la hora de padecer los efectos de la plaga, y aunque parcialmente soterrado bajo los edificios de la urbe moderna, todavía conserva una parte visitable. Y dentro de ella, la casa de Annie.

            Annie es el fantasma de una niña que Aiko Gibo, una médium japonesa, descubrió en su viaje a la capital escocesa. La niña le contó que, cientos de años atrás, sus padres habían muerto dejándola sola en medio de la epidemia en aquel lugar, donde terminaría muriendo. La médium, para que Annie no se sintiera tan sola, le compró una muñeca y la depositó encima de un viejo baúl. Desde entonces se ha convertido en una tradición que los turistas que pasen por allí le dejen algún juguete a Annie y Javier y Marta pensaban cumplir con el rito establecido.

            De hecho, Marta había confeccionado para la ocasión una muñeca de trapo como las que cada año regalaba a sus sobrinas por Navidad, pero esta vez la había vestido con un largo chaquetón rojo y unos pantalones azules de tela vaquera, que era su combinación favorita.

            Al día siguiente de su llegada a Edimburgo se dirigieron hacia Mary King’s Close justo después de un copioso desayuno, a buscar a la guía que habían contratado para la ocasión. Sin embargo, a pesar de la emoción que les  causaban las expectativas de los dos por visitar aquel lugar, Javier se fue sintiendo indispuesto según se acercaban, cada vez más. A pesar de todo, decidieron continuar con el plan previsto y realizar la visita. Al entrar en las callejuelas del barrio el aire se volvió tan denso que dificultaba la respiración, y tuvo que quitarse el chaquetón que llevaba puesto para no marearse más de lo que ya lo estaba. Los adoquines de sus calles y las piedras de sus muros les transportaban a un tiempo muy distante y remoto, pero a Javier le parecía que todo estaba borroso y escuchaba la voz de la guía como algo lejano y ajeno a él. De pronto, tropezó con algo y cuando levantó la vista vio los ojos negros de Marta fijados en los suyos.

            —¿Te encuentras bien, cariño?

            —Sí, sí, no pasa nada… ¿por qué hemos parado?

            La guía contestó antes de que Marta pudiera hacerlo.

            —Estamos ante la famosa casa de Annie, la niña abandonada y sus muñecas. ¿Entramos?

            Javier asintió con la cabeza, no sin que cierto escalofrío recorriese su espalda. Allí dentro apenas prestó atención a las explicaciones, absorto en su propio estado de ánimo. Paseaba la mirada sobre los desvencijados muebles que aún conservaba la casa cuando de pronto vio el baúl: un viejo arcón de madera atiborrado de muñecas y otros juguetes, de todos los tamaños y vestidas de todos los estilos, que se amontonaban unos encima de otros configurando una tétrica pila de horrores infantiles. Era una visión perturbadora. Le pareció escuchar, como si la voz de la guía estuviera instalada en algún lugar perdido y profundo de su propio cerebro, que esos juguetes cada cierto tiempo eran donados a distintos orfanatos para regalarlos a las niñas y niños huérfanos. Javier no pudo evitar sentir otro escalofrío al escuchar aquello. Detrás de él, una vieja cómoda sostenía un espejo antiguo, dorado y con motivos florales en su marco. Javier se acercó un poco más para contemplarlo mejor. En su reflejo pudo ver, apenas a dos metros detrás de él, a Marta atendiendo la parrafada interminable de la guía. Su chica llevaba consigo la muñeca de trapo que pretendía dejar encima de ese terrible baúl, mientras una niña pequeña observaba con interés ahora a Marta, ahora a la muñeca que sostenía en sus manos. Consciente de que en la casa no había ninguna visita más, Javier se volvió rápidamente. Al lado de Marta no había nadie, no pudo ver a ninguna niña correteando por la habitación. Estoy sugestionado por la historia de este lugar, se dijo, y excusándose ante las dos chicas salió de la casa para poder respirar un poco de aire fresco.

             Al abandonar la espantosa sensación de humedad y el rancio olor que desprendía aquella casa se sintió inmediatamente mejor. Marta y la guía salieron poco después, riendo y charlando, y despidiéndose amigablemente de ella, la pareja continuó su visita por Edimburgo por su cuenta, tal y como tenían previsto.

            Pero esa noche Javier no lograba descansar. Tumbado boca arriba sobre la cama del hotel, envidiaba el sonido rítmico y pausado del sueño tranquilo de su novia. En un momento dado se levantó para ir al baño y al volver a la habitación le sorprendió un olor a humedad que antes no había notado. Era muy parecido al que había sentido en Mary King’s Close, y al tiempo que se le erizaban todos los cabellos de su cuerpo distinguió su presencia: la misma niña que había podido ver en el espejo de la casa de Annie, ahora estaba de pie, al lado de la cama, mirando a Marta y acariciándola dulcemente.

            —Es muy bonita —dijo, dirigiéndose a él y sin dejar de pasar, suavemente, su mano por la mejilla de su chica dormida. —Es la muñeca más bonita que me han regalado jamás —añadió.

            Javier sintió como si un rayo le atravesara todo el cuerpo al escuchar esas palabras y no pudo reaccionar inmediatamente. Cuando lo hizo, apenas acertó a balbucear:

            —No es ni-ninguna mu-muñeca.

            —Oh, sí lo es —susurró Annie— Mira.

            Y le enseñó la muñeca de trapo que Marta había dejado encima del baúl. Javier tuvo que reconocer que visto así, con la ropa que le había puesto a la muñeca, el parecido era más de lo que le hubiese gustado en ese momento. Y fue justo en ese momento cuando Marta le despertó.

            —Javier, ¡despierta! Madre mía que pesadilla debes haber tenido, estás empapado.

            Javier se incorporó sobre la cama, sobresaltado. Era cierto que el sudor mojaba su rostro y su ropa, mientras afuera ya empezaba a clarear.

            —Desde luego mira que te cuesta dormir cuando no estamos en nuestra cama.

            Marta ya se estaba cepillando los dientes, preparándose para patearse otra vez la maravillosa ciudad de Edimburgo, dispuesta a no dejarse ni un solo rincón por visitar y fotografiar.

            —Hoy… ¿hoy dónde íbamos?

            Marta le miró, a medias entre sorprendida y divertida.

            —A la catedral de San Giles, ¿no recuerdas? Es una joya gótica. Será espectacular —le contestó, mientras se vestía con esos vaqueros ajustados que le quedaban tan bien. Cuando Javier la vio coger el chaquetón rojo para dirigirse ya hacia la calle, le preguntó si no podía ponerse otra cosa.

            —¿Otra chaqueta? Cariño, pareces tonto, sabes que sólo he traído esta en la maleta. Además —añadió— es mi favorita.

            Y le guiñó un ojo.

            Marta era realmente muy bonita. Mucho, como una muñeca perfecta, pensó Javier.

            La visita a la imponente catedral, un buen almuerzo y una buena cerveza en un pub consiguieron que Javier olvidara por completo la pesadilla de la noche anterior. Hasta la ligera lluvia que había comenzado a caer a media mañana le alegraba, pues el ambiente gélido de los países británicos tenía su encanto, sobre todo si sólo estás de visita.

            Cuando estaban buscando un buen lugar donde comer, Javier distinguió una pequeña tienda de ropa deportiva en una esquina. Como buen aficionado al rugby, no podría dejar de pasar la oportunidad de acercarse al escaparate de un local que llevara por nombre Murrayfield: la “otra” catedral de Edimburgo, la sede de la Unión Escocesa de Rugby. Mientras observaba la belleza de los uniformes deportivos allí expuestos, un reflejo rojo apareció por el cristal del escaparate. Era Marta, que pasaba justo por detrás de él en ese momento, cogida de la mano de la niña que había visto en el espejo de una casa en Mary King’s Close y también en la habitación del hotel esa misma noche. Annie se giró hacia él y le miró, sonriendo, feliz, mientras caminaba al lado de su novia.

            Cuando Javier se volvió, sudando de nuevo, detrás de él no había nadie, y en la acera de enfrente un grupo de transeúntes intentaba reanimar el cuerpo de una chica vestida con un chaquetón rojo que había caído al suelo, inerte, sobre el pavimento de las mojadas calles escocesas.

Cicatrices

¿Y ahora qué? se preguntó. Ya había pasado por esto antes, pero nunca estaba preparado. Siempre le pillaba de improviso, por sorpresa. Quizá era torpe, o distraído. Pero había vuelto a suceder.

Vuelta a empezar. A guardar recuerdos, a deshacer ilusiones, a borrar de su memoria todo aquello que le impediría seguir adelante. Pero no era un proceso fácil, nunca lo era.

Y nunca lo era porque cada cicatriz le hería más y más profundamente. Cada marca era diferente en sí misma: las había de trazo fino, de pincelada gruesa, de navaja traicionera. Las había en forma de beso de despedida, de carta sin firmar. Las había cobardes, de aquellas que te las dejan sin que les veas la cara. Las había más breves, aunque estas eran por lo general las que más hondo habían calado. Las había más largas, menos intensas, pero dolorosas igualmente.

Si al menos sirvieran para hacerle más desconfiado, más precavido, podría al menos aprender de ellas. Pero una vez cicatrizaban se olvidaba del dolor. Acordarse sólo de lo bueno era una decisión que había tomado desde el principio, desde la primera marca, desde la primera gota de sangre que resbaló por el tajo de la herida.

Era por eso que siempre le pillaban de improviso. Claro. Él sabía que en cada herida tenía parte de culpa, que quizá lo podía haber evitado. Pero nunca lo veía venir.

Uno nunca elige el puñal que le va a atravesar, ni los labios que le han de curar.

Un día se preguntó si esa ingenuidad no le vendría también por ser hincha del Atleti. Porque cuando se es hincha del Atleti no importan las heridas, ni las derrotas, importa levantarse una y otra vez y seguir peleando, sacar hasta el último mililitro de aire y seguir animando, dejarse la voz.

Como se dejaba también el alma. Y ahora tocaba coser los jirones de esa alma desgarrada y dejarla lo más decente posible.

Para volver a empezar.

Para que nadie tuviera que pagar los platos rotos que no le correspondían, la cuenta de una cena sin propina.

Para que nadie supiera cuántas cicatrices llevaba ya y cuantas le cabían todavía.

Miró adentro, y sonrió. Porque en una esquina todavía había hueco para otra cicatriz más.

Y de fondo se escuchaba una canción;

 

Porque siempre hubo clases y yo

no doy bien de marido…

Otra vez a perder un partido

sin tocar un balón…

Flores en el aeropuerto

 No hay nada mejor para ir a un lugar que no conoces demasiado que una buena cortina de agua casi a la medianoche. Por suerte los accesos al aeropuerto están muy bien indicados y no tuve demasiados problemas. Fui a recoger a mi amigo Rafa que volvía de Londres, ya que había pasado allí un fin de semana viendo un espectáculo deportivo.

Londres… la de cosas que se me quedaron por ver y disfrutar la única vez que he estado allí, aunque tuve la suerte de poder visitar lo que más ilusión me hacía: la Torre de Londres, uno de los lugares que más veces he leído e imaginado desde niño ayudado por un montón de libros en los que ese espectacular recinto aparecía constantemente.

Después de dejar el coche en el aparcamiento, sorprendentemente cerca de la puerta de acceso al aeropuerto, busqué la zona de las llegadas y me dispuse a esperar. Todavía faltaban unos veinte minutos para que aterrizara su avión, así que me senté en la zona de una cafetería que a esas horas estaba ya cerrada. Había traído conmigo un libro para hacer más llevadero el tiempo mientras aguardaba, pues no soporto los períodos muertos sin nada que hacer: necesito leer algo. Era un libro de ciencia-ficción, casi ya mi género favorito, se trataba Las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury. Me lo habían regalado hace poco y la verdad es que me estaba encantando. Pero encima de la mesa alguien se había dejado olvidado un periódico del día, y le eché un vistazo. Lo cerré pronto después de ver las declaraciones de una diputada del Gobierno diciendo que los españoles pasamos la mitad de nuestra jornada laboral hablando sobre fútbol, y que por eso no nos cunde la faena. Qué sinsentido y qué mal informada, en mi trabajo pasamos las ocho horas discutiendo y polemizando sobre este deporte, y si el fin de semana el Valencia ha jugado contra el Barça o el Madrid le echamos horas extras, qué narices.

A veces me sorprende la inmensa capacidad de nuestros políticos para desconocer las necesidades y el día a día de los ciudadanos de a pie y al mismo tiempo, emitir juicios de valor tan contundentes y desafortunados como ése. Entre el libro de ciencia-ficción y el periódico, no sé cuál de los dos era más irreal.

Empezaron a llegar pasajeros de otros vuelos. Reencuentros, abrazos, besos, sonrisas. Había un montón de gente esperando a los recién llegados de diferentes nacionalidades. Unos bien vestidos y cargados apenas con un maletín, otros con varias maletas, otros con mochilas viajeras y botas cargadas de mundo.

Era la sala de espera número tres, y hasta que faltaba un minuto para que aterrizara el avión de Rafa no me dio por pensar que quizá había otras dos salas de espera o más. Y viendo las llegadas… sí, me había equivocado de sala. Me levanté de un salto y busqué la zona correcta por dónde tenía que aparecer mi amigo; por suerte no estaba demasiado lejos. Pero antes de llegar algo llamó poderosamente mi atención: un enorme ramo de flores que destacaba por su tamaño y su colorido en aquella fría estancia del aeropuerto. Luego vi al hombre que lo sostenía, un sujeto bajito y delgado, pero muy peculiar. Habría pasado ya del medio siglo, y su manera de vestir denotaba un estilo atípico hoy en día. Llevaba un traje gris, con las solapas de la chaqueta muy grandes y muy abiertas y camisa blanca con corbata. Los pantalones, pulcramente planchados, terminaban en una campana como las que se llevaban hace años. Y algún día volverán, claro, de eso se trata la moda. Tenía el pelo largo, muy largo, recogido en una coleta, y por si fuera poco, su extraordinaria nariz aguantaba unas gafas negras de culo de vaso que conferían a su rostro un aspecto más bien cómico. Miraba fijamente el pasillo por donde debían aparecer los pasajeros de dos o tres vuelos que habían llegado sobre la misma hora, entre ellos el de Rafa. La gente que estábamos allí (una veintena de personas) no podíamos evitar fijarnos en tan pintoresco personaje. Su enorme ramo de flores variadas destacaba por encima de todo, pero su propia persona era digna de admiración. Me fijé en todos los que le estábamos observando, algunos sonreían burlonamente y otros con expresión divertida o con curiosidad. Él, por su parte, con sus pequeños ojos entrecerrados y semiocultos detrás de tan gruesos cristales levantaba la nariz continuamente, y esto le daba también la apariencia de un conejillo que no cesa de olfatear la hierba, aunque he de reconocer que me recordaba mucho al cantante aquél de Los Manolos, los que cantaban Amigos para siempre y All my loving.

Y yo pensé que era un valiente. Me pareció una escena hermosa. Allí estaba ese señor, con su traje desfasado, su pelo largo atado con una goma, sus patillas largas, su cincuentena cumplida y con la ilusión intacta del primer amor. Se le notaba expectante, impaciente. Y no le importaba nada. Se había puesto su mejor ropa, se había arreglado lo mejor que supo y había comprado el ramo de flores más bonito y espectacular que yo había visto en mi vida. Y no le preocupaba si la gente se reía de él, o hablaban bajito señalándolo, o si provocaba regocijo en las personas con quienes se cruzaba. Él tenía una misión que cumplir y estaba dedicado enteramente a la causa, había ido a darlo todo, a dejarse la sangre en la arena si era preciso.

Todos los pasajeros que iban llegando se encontraban con él apenas pisar el aeropuerto y le miraban sorprendidos sin poder evitar sonreír.

Poco a poco fueron pasando por aquella sala todos los viajeros, uno a uno, pero la persona a la que estaba esperando aquel hombre no llegaba. Los asientos se fueron vaciando de gente que al ver al llegar a los suyos se fundían en largos abrazos y tiernas caricias o besos prolongados. Pero no llegaba la (supongo que sería una mujer) afortunada dueña de tan maravilloso ramo y ama y señora también, cómo no, del corazón de aquel hombre que esperaba impaciente su llegada. Finalmente apareció Rafa, con cara de cansado y molesto porque habían roto su maleta durante el trayecto. Lamenté interiormente que llegara antes de que el hombre del traje gris hubiera podido ver su sueño hacerse realidad: encontrarse con la persona amada.

Me hice el remolón todo lo que pude preguntándole a Rafa por el vuelo, el partido, la comida típica inglesa y todo lo que se me ocurría, pero el agotamiento de mi amigo, la hora que era y saber que al día siguiente había que levantarse pronto para ir a trabajar me disuadieron de continuar esperando mucho tiempo más.

Antes de salir del aeropuerto me volví para contemplar por última vez a aquel valiente que seguía aguardando, solo ya en aquella sala de espera y con el ramo apoyado en el brazo a que apareciera por el pasillo la persona que le iba a sacar la mayor de las sonrisas.

Porque como dijo Lope de Vega, “esto es amor, y el que lo probó lo sabe.”

 

La tara

Isabel, ya vestida y arreglada, podía escuchar cómo el agua de la ducha empezaba a caer sobre los esbeltos y anchos hombros de Carlos. Sentada encima de la cama contemplaba la ropa que su novio iba a ponerse para la fiesta de esa noche. Una de sus mejores amigas, Marisa, anunciaba su compromiso y sus padres habían decidido celebrarlo con familiares y amigos como si se tratase de la propia boda. El traje azul marino, la camisa un poco más clara y la corbata del mismo color del traje. Estaría guapísimo, como siempre. Carlos era el típico chico moreno con ojos claros que poseía una sonrisa arrebatadora y la dejaba sin palabras cada vez que se proponía seducirla de nuevo. Hacía seis meses que vivían juntos y todavía seguía sintiéndose la mujer más afortunada del mundo.

Desde que había terminado la universidad Isabel tenía muy claros los objetivos en la vida: encontrar un buen trabajo, un buen novio y poder independizarse de la casa de sus padres.

Y por el momento todo le iba a pedir de boca. Después de terminar con éxito la licenciatura en biología y realizar un doctorado, consiguió trabajo inmediatamente en el laboratorio de la misma universidad donde había estudiado, una de las más prestigiosas en su campo. Isabel era muy inteligente y constante, y pasar rápidamente de una fase a otra le resultaba bastante fácil.

Lo de encontrar un buen novio no fue tan sencillo. Después de dejar atrás los romances  pasajeros de la época universitaria sus amigas le habían presentado multitud de chicos que a su criterio eran adecuados para ella. Y la verdad es que había de todo, pero ninguno le había llamado suficientemente la atención.

En los círculos sociales donde se manejaban sus amigas no era nada complicado encontrar un buen partido, pero Isabel encontraba a todos los pretendientes demasiado simples.

El perfil más habitual solía ser el de un niño rico hijo de papá, creído y egocéntrico, capaz de parlotear durante horas sobre temas aburridísimos, con ninguna empatía para escuchar lo que decía la otra persona y que además se creían con todo el derecho de llevársela a la cama en la primera cita, sintiéndose ofendidos si ese no era el destino y propósito de la cita después de un breve intercambio de conversaciones triviales y dos copas de vino.

Coches caros, relojes ostentosos, ropa de marca.

Mucha gomina y poco cerebro.

Isabel se aburría.

Hasta que apareció Carlos.

La historia de cómo se conocieron podría ser perfectamente el argumento de una película romántica.

Una tarde otoñal y desapacible, lluviosa, Isabel resbaló al salir de su trabajo en la Universidad. Los viejos escalones de ladrillo le jugaron una mala pasada, pero por suerte una mano vigorosa la sujetó por el brazo antes de que Isabel pudiera caer al suelo. Era Carlos, salía del mismo edificio que ella pero no lo había visto nunca. Después de balbucear unas palabras de agradecimiento, Isabel le dijo que debía marcharse a casa, pero Carlos la invitó a tomar un café y ella aceptó inmediatamente. Era la primera vez de las tantas que no podría resistirse a esa mirada y esa sonrisa.

Sentados en torno a dos bebidas calientes, Carlos le explicó que trabajaba como bróker en la bolsa y que hacía bastante tiempo que vivía solo en la ciudad. Tenía un apartamento de lujo en la zona más cara, pero en esos momentos no compartía su vida con nadie, cosa que Isabel se alegró de escuchar. Había acudido a la universidad para ver a un amigo de sus padres, el doctor Sepúlveda, al que Isabel conocía ya que también era neurocientífico aunque en esos momentos trabajaban en diferentes estudios. Carlos le explicó que desde hacía un tiempo sufría jaquecas periódicamente y ningún médico le había proporcionado una solución satisfactoria, así que gracias a los contactos de sus padres estaba intentando averiguar el problema desde la raíz. Isabel se mostró interesada por su dolencia, y le prometió ayudarle en todo lo que pudiera estar en su mano.

Después de aquel café llegaron algunos más, y el invierno fue consolidando una relación que terminó por formalizarse del todo el día en que decidieron que ella se trasladaría a vivir al apartamento de Carlos.

Y allí, mientras su novio terminaba de ducharse, Isabel consideraba la suerte que había tenido. Las parejas de sus amigas presentaban todas algún tipo de tara, aunque solían ser un tema tabú entre ellas que preferían no mencionar en ninguna conversación. Cada uno tenía su tara particular, y la mayoría de ellas preferían pasarlo por alto o ignorar el problema, directamente.

El novio de Marisa, sin ir más lejos, era un adicto al juego. Le apasionaba apostar a cualquier tipo de evento deportivo por internet. Era incapaz de mantener una conversación sin despegar los ojos del teléfono móvil, siempre atento a cualquier actualización en las cuotas. La pareja de Carmen era un caprichoso, cualquier cosa que veía y le gustara tenía que comprársela. Siempre tenía el último modelo de Iphone, la última videoconsola que hubiera salido al mercado, un patinete eléctrico que luego no utilizaba, cualquier cosa. El novio de Cristal la maltrataba psicológicamente. Ella nunca lo admitiría, pero la dominaba con sus amenazas y su odiosa forma de hacerla sentir culpable de cualquier cosa.

En cambio, Carlos era perfecto. Atento, amable, servicial, cuidadoso, culto. Sin vicios, sin taras. Los padres de Isabel estaban encantados con él, era el yerno perfecto. Guapo, elegante, buena profesión, buena educación, lo tenía todo para hacer de su vida un cuento de hadas.

Excepto en una cosa: no era romántico. La quería, era detallista con ella, siempre tenía en cuenta cualquier cosa que Isabel deseara o quisiera hacer, pero ella echaba en falta algo de calor en sus abrazos, en sus besos, e incluso cuando hacían el amor. Al principio se sorprendía de encontrar esa carencia en Carlos, pero luego se resignó, pensando que, al fin y al cabo, cada uno tiene su forma de amar. Y estaba claro que Carlos la amaba, no le cabía la menor duda al respecto.

Había tenido mucha suerte encontrando un chico como él.

Últimamente los episodios de jaqueca de Carlos se representaban con más asiduidad, así que sus visitas a la Universidad para entrevistarse con el doctor Sepúlveda eran más frecuentes, aunque desde el primer instante éste había declinado amablemente la ayuda de Isabel en el caso de Carlos, alegando que en su departamento ya tenía gente trabajando con ello y que ella estaba metida en investigaciones que serían importantes para el desarrollo de futuros estudios en la universidad, que no debía distraerse con nada y menos aún con un tema tan personal.

Si había algo que exasperaba a Isabel era el tiempo que tardaba Carlos en arreglarse. Mucho más que ella, desde luego. Ya había terminado su ducha pero seguía trasteando encerrado en el cuarto de baño. Isabel, aburrida, paseó la mirada por la habitación, absorta en sus propios pensamientos. De repente reparó en un sobre marrón que reposaba sobre la mesilla de noche de su novio. Sin poder reprimir su curiosidad, y contenta de tener algo con que combatir el fastidio del tiempo de espera, Isabel cogió aquel sobre y esparció su contenido sobre la cama. Era un informe del doctor Sepúlveda, acompañada por una tomografía cerebral de Carlos. En el informe simplemente decía que no habían encontrado nada anormal y que, por tanto, habría que realizarle nuevas pruebas o incluso remitirle a un colega del doctor que trabajaba en Londres y que podría acercarse más que ellos a un diagnóstico fiable. Isabel dejó de lado el informe y se dispuso a examinar la tomografía del cerebro de Carlos. Estaba claro que ella tampoco iba a encontrar nada anormal, pero lo que vio le heló la sangre. El cerebro de Carlos presentaba una baja actividad en algunas áreas de los lóbulos temporal y frontal, zona que se relaciona con la empatía, los valores morales y el autocontrol.

Exactamente tenía apagada la misma zona del cerebro que suelen presentar los psicópatas.

Carlos poseía todos los números para poder convertirse en un asesino. A Isabel aquello le pareció surreal, aunque la biología le decía que el peligro estaba allí: su perfecto novio era un arma cargada que podía dispararse en cualquier momento.

— Bueno, ¿has leído el informe? Quizá tengamos que hacer un viajecito a Inglaterra. — Carlos había salido por fin del cuarto de baño y se abrochaba la camisa. — Porque si tengo que ir, evidentemente quiero que me acompañes. Sería una bonita excusa para visitar Londres, ¿no te parece? — e inclinándose sobre ella, la besó en los labios.

Isabel asintió con la cabeza, sujetando el informe entre sus manos, mirándole fijamente con los ojos abiertos y sin saber muy bien qué decir.

En ese preciso instante no estaba segura de poder soportar semejante tara el resto de su vida.

Amor eterno

Llevaba horas esperando ese momento con impaciencia como cada día de la semana: sonaron las señales horarias en la radio de las diez de la noche y casi al unísono, la sirena de la fábrica anunciando el final de su jornada laboral. Después de fichar Daniel se dirigió al baño, se lavó las manos, recogió sus cosas de la taquilla y salió a la calle entre los últimos compañeros que quedaban todavía por allí. Se despidió como cada día y encaminó sus pasos hacia su coche, un viejo Renault de segunda mano. Siempre aparcaba más lejos de los demás, a veces porque no había sitio y a veces porque sabía que allí era justo donde debía aparcar: debajo de la farola que llevaba unos meses fundida, precisamente desde el día en que volvió a trabajar después de recuperarse del accidente de tráfico.

Sin embargo, esa noche iba a ser diferente, sabía que tenía que hablar con su novia, contarle que lo suyo había terminado y que necesitaba empezar de cero, volver a tener una vida.

El Renault permanecía allí, como cada noche, semiescondido entre las tinieblas de aquella calle del polígono. Cuando Daniel llegó y se sentó al volante, Diana ya estaba allí esperándole. La misma ropa rasgada que llevaba el día del accidente, el mismo pelo recogido en una graciosa coleta, la misma sonrisa que le dedicaba cada mañana al despertar.

—Hola cariño —le saludó.

—Hola Diana —dijo Daniel, poniendo las llaves en el contacto del coche.

— ¿Qué tal ha ido el día?

—Bien, como siempre.

Daniel empezó a conducir con precaución, evitando los baches de la calle. Miró a Diana por un instante, ella sonreía mirando fijamente hacia adelante. Parecía satisfecha.

— ¿No quieres poner música? —preguntó ella de repente.

—No, no me apetece hoy. Estoy cansado.

—Se te nota en la cara, mi amor.

Diana puso su mano encima de la rodilla. Daniel sintió el contacto y un frío intenso le invadió, provocándole un escalofrío que le recorrió toda la espalda, como cada vez que ella le acariciaba. No era una sensación desagradable, pero a Daniel le resultaba siempre inquietante.

—Diana, tienes que marcharte.

Él mismo se sorprendió al escuchar sus palabras. Llevaba varios días intentando decírselo pero no se atrevía. Ahora, de golpe y casi por sorpresa, se lo había dicho sin pensarlo.

— ¿Te molesta que te acaricie, mi vida? —dijo ella sin dejar de sonreír— Si te molesta no lo haré más. Yo sólo quiero estar a tu lado.

Daniel dudó un momento antes de responder. El primer paso, el más difícil, lo había dado, ahora tenía que continuar hasta resolver aquella incómoda situación.

—No es eso, Diana, pero es que… Creo que ya es hora.

Diana hizo un puchero, como cuando se ponía triste por cualquier cosa y estaba punto de echarse a llorar.

—Ya nunca me dices que me quieres —dijo.

Daniel suspiró. No iba a ser fácil.

—Mira, ha pasado ya un tiempo desde… desde lo que pasó, y necesito pasar página. Para mí también es muy difícil. Necesito tener una vida normal, hacer cosas normales.

— ¿No quieres que venga a verte más? —sollozó Diana.

—Pues… preferiría que no.

— ¿Es por esa chica nueva de la oficina, la que te ha invitado a salir?

Daniel la miró, sorprendido. El coche dio un brusco volantazo y él tuvo dificultades para mantener el control del vehículo. Diana volvía a sonreír, y a Daniel se le heló la sangre en las venas.

— ¿Cómo sabes tú eso? —le preguntó.

—Yo sé muchas cosas, mi cielo.

Daniel se armó de valor.

—Pues sí, es por ella. Gloria me ha invitado a cenar con ella y le he dicho que sí, creo que debo empezar a salir de nuevo y conocer a otra gente.

— ¿Pero tú ya sabes que a esa chica le gustas, verdad? ¿Por qué no sales con tus amigos?

—Porque todos están emparejados. Y… ella también me gusta a mí.

—Me juraste amor eterno, Daniel.

El tono de su voz había cambiado y ya no sonreía. Daniel sintió como bajaba la temperatura dentro del vehículo y vio cómo se empañaban los cristales. Puso la calefacción pero no funcionaba.

—Me juraste amor eterno, Daniel —repitió Diana.

Daniel condujo unos minutos en silencio. Estaba aterrado. Sus manos se aferraban al volante con fuerza, rígidos los dedos.

—Lo sé —dijo por fin. —Pero eso fue cuando…estabas viva.

—Pues si es lo que quieres, lo haré. Me iré. ¿Es eso lo que quieres?

Daniel reconoció en su voz el tono de enfado que Diana solía utilizar, pero esta vez le pareció más natural y menos amenazador.

—Sí, es lo que quiero— respondió, respirando profundamente.

Diana le miró, furiosa, y las luces del coche se apagaron de repente. Daniel frenó bruscamente, asustado, y miró hacia el asiento del copiloto. Diana había desaparecido, las luces se volvieron a encender y la calefacción funcionó de nuevo, pero Daniel la apagó, ya no sentía frío.

Al día siguiente Daniel acudió a trabajar con otro ánimo. Sentía cómo se había quitado un peso de encima y que volvía a ser dueño de su vida. Por fin iba a poder rehacer su vida. Había pasado meses muy duros después del accidente y los psicólogos le habían ayudado mucho a superar el trauma de la pérdida de Diana, aunque estaba claro que ésta se negaba a marcharse del todo.

Le distrajo de sus pensamientos la sirena de una ambulancia a la entrada del polígono. Se apartó y la dejó pasar. Cuando llegó a su fabrica aparcó donde siempre, debajo de la farola que intuyó que esa noche se volvería a encender, pero pudo ver un gran revuelo a la entrada de la fábrica. Cogió su mochila y se acercó despacio.

Nadie vio muy bien cómo había sucedido. La chica nueva de la oficina, Gloria, había bajado del coche para dirigirse a su puesto de trabajo cuando un camión que salía de los muelles la arrolló. La muerte fue instantánea. El médico de la ambulancia sólo pudo certificarlo.

Daniel contemplaba la escena pálido, paralizado por el horror y la sorpresa. Un corro de compañeros envolvía el cuerpo inerte de la joven, cubierto el rostro por una manta térmica. El conductor del camión lloraba, mesándose los cabellos, desesperado, mientras repetía una y otra vez que no la había visto.

Mezclada entre sus compañeros, Diana también contemplaba la escena. Saludó a Daniel con la mano.

Volvía a sonreír.

Otra vuelta a la rotonda

No sé si habéis pasado una noche de verano en la ciudad de Xàtiva. De ser así, quizá habéis tenido suerte o habéis sufrido una de las peores noches de vuestra vida. Una de esas en que la brisa es absorbida por el vacío del espacio y las sábanas se pegan al cuerpo como una lapa, mojadas a causa del sudor que exhala cada poro de tu piel. Esas noches en que la humedad es reina y señora de todo cuanto habita en la ciudad.

En los meses de julio y agosto esto es bastante frecuente, y a menos que dispongas de un ventilador o un aparato de aire acondicionado es sencillamente inaguantable.

Recuerdo una de esas noches. En nuestro piso no teníamos remedio alguno contra ese calor, y mi hermano mayor, desesperado, salía de su habitación en busca de un poco de refresco en el pasillo o en balcón. Pero no había manera. Yo tampoco podía dormir, y hartos de dar vueltas en la cama decidimos salir a dar una vuelta por la calle.

El asfalto aún ardía, y finalmente nos dirigimos hacia una plaza que hay cerca de donde vivíamos. La plaza de la Bassa, así se llama porque había un lavadero donde las mujeres de Xàtiva iban a lavar la ropa. En la época en que sucedió lo que cuento en este relato el lavadero ya no estaba, pero unos años después el ayuntamiento lo recuperó, devolviéndole el sentido al nombre de la plaza. Como curiosidad, se puede apreciar el lavadero original en la película del año 1964 Tintín y las naranjas azules, que se rodó principalmente entre Xàtiva y Valencia.

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Fotograma de Tintín y las naranjas azules (1964) donde se aprecia el lavadero original.

Mientras hablábamos de tonterías e intentábamos que pasara el tiempo apareció por la plaza un tipo montado en una vespa roja. Eran cerca de las tres de la mañana y nos extrañó un poco escuchar el sonido de la motocicleta bajando la cuesta a esas horas. Le reconocí enseguida, era un hombre al que mis amigos y yo llamábamos el Euskadi porque era vasco, así de simple. No sé cuánto tiempo llevaba viviendo en Xàtiva. El caso es que desde el banco de la plaza donde estábamos sentados le vimos bajar la cuesta y encarar la rotonda. Cabe decir que para girar a la izquierda, hacia el carrer Hostals, a esas horas de la noche no hacía falta hacer la rotonda, pues apenas era una sencilla curva. Estaba claro que eso era una infracción de tráfico, pero a esas horas no pasaba nadie por allí: ni coches, ni peatones. Sólo mi hermano y yo sentados en un banco y el Euskadi con su vespa roja.

Pues bien, el Euskadi tomó correctamente la rotonda y pasó por delante de nosotros, sonriendo con la mirada fija hacia adelante, quizá incluso sin vernos. Cuando despareció mi hermano y yo nos reímos de él porqué había hecho la rotonda en vez de atajar en la curva, con la consiguiente frenada y reducción de velocidad que implicaba. Para nosotros, una pérdida de tiempo.

—Ya ves, con lo fácil que lo tenía…

Al cabo de unos pocos minutos, la misma motocicleta volvía a bajar la cuesta. Era el Euskadi de nuevo.

— ¿Qué te apuestas a que vuelve a hacer la rotonda entera?

Y así fue. Pero esta vez no iba solo, llevaba de paquete en la vespa una mujer que tendría su misma edad, más o menos. Supusimos que era su novia o su mujer. Pasaron por delante de nosotros como ya esperábamos. Él llevaba la felicidad reflejada en el rostro en aquella calurosa noche de verano. Ella también sonreía.

— ¿Pero para qué hace la rotonda? ¿No se da cuenta de que no le hace falta?

Mi hermano y yo seguíamos riéndonos, y lo hicimos cada vez que pasaron, unas tres o cuatro. Imagino que, como nosotros, no podían dormir y entonces se lanzaron a dar vueltas por el barrio montados en la vespa roja.

Cuando nos cansamos de estar allí, y, a pesar de todo, la humedad parecía que nos ofrecía una tregua y podríamos intentar conciliar el sueño, mi hermano y yo nos volvimos a casa.

Sólo más tarde, con el tiempo, comprendí la cara de felicidad del Euskadi y de la mujer que le acompañaba cada vez que le daban la vuelta entera a la rotonda en vez de atajar haciendo la curva.

Porque como tantas veces hemos leído y escuchado, lo importante no es llegar al destino, sino saber disfrutar del camino.

Y el Euskadi lo sabía.

 

 

 

 

 

El ladrón del reloj de arena

Era la tercera vez en una semana que me sucedía algo parecido. Empecé a pensar que me estaba volviendo loco, o que padecía narcolepsia, o peor aún, que perdía la noción del tiempo sin más, sin conciencia. Sin que me diera cuenta de que los minutos se me escapaban de las manos. Era una sensación extraña, demasiado. Mirar la hora y a los pocos segundos descubrir que había trascurrido ya una hora, o dos, o media. La primera vez estaba comiendo. Recuerdo que miré la hora porque un vagabundo se había acercado a mi mesa en la terraza y me la había preguntado. Le miré, y su figura se me antojó una vida entera de asperezas y penurias. Tenía la piel oscura y unos ojos azules, profundos y tristes, sin brillo. Un sinfín de arrugas le marcaban el rostro en todas direcciones. Vestía un largo abrigo marrón, oscuro como su piel, raído y desgastado y al menos tres o cuatro tallas más grande de lo que él necesitaba. Miré mi reloj y le contesté.

Al mismo tiempo que le decía la hora pensaba que aquel día se estaban demorando demasiado en servirme la comida. El horario de mi oficina no es para nada cómodo, aunque al menos mi jornada laboral termina temprano. Mi jornada, yo no. Siempre hay asuntos por resolver…

El caso es que después de decirle a aquel pobre hombre la hora que era al poco tiempo me sirvieron. Había pedido un sándwich y un agua con gas. Volví a mirar el reloj para cerciorarme del tiempo que me quedaba y… ya llegaba tarde a la oficina. Envolví el emparedado en una servilleta y salí corriendo de allí. Llegué con el tiempo justo de fichar, pero casi sin aliento. No me había dado ni cuenta y había pasado más de media hora.

Otro día me sucedió lo mismo. Perdí el tren que me devuelve cada tarde hasta mi casa. En aquella ocasión llegué a la estación una hora más tarde de la que había salido de la oficina, y contando que se trata de un corto paseo de apenas seis o siete minutos, no entendí nada. Menos mal que me quedaba el autobús, aunque era mucho más lento y cuando llegué a casa sólo quería dormir hasta el día siguiente. Ni siquiera cené.

Y otra vez igual, hubo un día que perdí inexplicablemente hasta dos horas.

Hasta que caí en la cuenta. Por extraño que pareciere, siempre que se me escapaba el tiempo había venido el mismo mendigo a preguntarme la hora. Le cogí miedo, cómo no, y cuando veía que se acercaba por la calle opté por cambiar de acera. Pero empecé a fijarme en lo que hacía. Era fácil encontrarle, parecía que se movía siempre entre la zona de la estación y la oficina. Allí también hay un hospital, un colegio y un parque donde parecía que pasaba las noches el vagabundo, pues una vez le vi dirigirse hacia él cargado de grandes cartones. Supongo que los utilizaría para protegerse del frio extendiéndolos en el suelo, a modo de aislante. Cuando empecé a vigilarle, observé que acostumbraba a preguntar la hora a diferentes personas en muy poco tiempo. Luego, doblaba una esquina y parecía que se lo había tragado la tierra. No era capaz de encontrarle por ninguna parte.

Algunos, cuando eran abordados por el mendigo en plena calle respondían sin dejar de caminar, es más, juraría que hasta apretando el paso. A la gente le dan mucha lástima los pobres pero nadie quiere cruzarse con uno, y mucho menos que le dirija la palabra. Luego, en Navidad, hay un montón de publicidad para recolectar alimentos destinados a asociaciones que se encargan de repartirlos entre las familias desfavorecidas. Recogen incluso juguetes. Y no es que me parezca mal, pero…¿ el resto del año qué? ¿Quién se encarga de esa gente? ¿Quién se acuerda de hacer campañas, de dedicar su tiempo, de comprar dos quilos más de arroz o de aceite para ofrecerlos?

Nadie. Pero eso sí, lo hacen un día y se pasan el resto de las navidades con la conciencia tranquila de haber “colaborado”.  Y cuando ven a un mendigo por la calle que se les acerca a pedirles la hora ni le miran a la cara.

Yo también le huía, pero por otras razones. De alguna manera, aquel hombre me estaba robando el tiempo. Mi tiempo. Y eso era algo que desde hacía muchos años no podía disponer a mi antojo, repartirlo como yo quisiera, ocuparlo, aprovecharlo o perderlo. Se había convertido en un lujo inalcanzable,  pues siempre estaba ocupado. Ahora sólo tenemos tiempo para las cosas urgentes, nunca para las importantes.

Por eso me decidí a averiguar si mi teoría era cierta y, en caso de que lo fuera, a dónde iba a parar todo aquel tiempo robado. Alguna vez pude observar cómo, al igual que me había pasado a mí, alguien que estaba tomando algo tranquilamente en la terraza de un bar le decía la hora e, instantes después, salía precipitadamente del lugar, como si hubieran recordado de repente que llegaba tarde a algún sitio. Esa gente no lo sabía pero yo sí: les había robado su tiempo.

Una tarde conseguí seguirle la pista. Me costó lo mío, pero lo logré. Después de haberle preguntado la hora a dos o tres personas diferentes, como ya era habitual en él, atravesó el parque donde pasaba las noches. Creí que se dirigía a su particular rincón donde tenía montado una especie de pequeño campamento, pero no. Siguió adelante y saliendo por el otro lado cruzó la calle. Pasó por delante de la estación y dirigió sus pasos hacia el hospital. Yo le seguí a una distancia prudente. Él parecía que no se había percatado de ello. Entró en el edificio y se encaminó hacia las escaleras. Me acerqué un poco, en parte por no perderle, en parte porque me daba la impresión de que no se iba a dar cuenta. Su rostro tenía una expresión demasiado concentrada y decidida como para ser consciente de nada que ocurriera a su alrededor.

Al llegar a la quinta planta salió de las escaleras y avanzó por un pasillo lleno de habitaciones. Alguna enfermera con quien se cruzó le saludó con un movimiento de cabeza, supuse que hacía esto a menudo y ya le conocían. Quizá tenía a algún pariente ingresado, era lo más probable. De pronto se paró delante de una habitación y, empujando suavemente la puerta, entró en ella. Llegué hasta allí e intenté abrirla sin hacer ruido. Lo conseguí, pues no la había cerrado del todo.

El vagabundo de ojos azules y rostro cansado se había sentado en una cama. En ella reposaba una mujer, quizá de su misma edad, pero por lo avanzado de su enfermedad parecía mayor. Tenía conectados varios goteros y sus constantes vitales se reflejaban en una máquina que emitía unos pitidos constantes y uniformes. Sonrió débilmente al verle llegar e intentó levantar una mano para acariciarle, pero no pudo. Su cara mostró una mueca de disgusto al ver que no lo conseguía, y sus ojos se aguaron con dos lágrimas gruesas que rodaron por sus mejillas. Daba la impresión de que a aquella mujer no le restaban fuerzas para mucho más, apenas para respirar. Parecía que el desenlace no se hallaba demasiado lejos. Él la tranquilizó acariciándole el rostro y le cogió la mano. Con la otra, rebuscó entre los bolsillos de su desproporcionado abrigo y sacó un reloj de arena. En ese instante caí en la cuenta de que volvería a perder el último tren, y miré la hora. Las nueve y veinte. Todavía tenía algo de tiempo.

Puso el reloj de arena sobre la mesilla junto a la cama y su granitos empezaron a deslizarle lentamente en busca de la otra parte del recipiente, después de pasar por su estrecha unión. Ella volvió a sonreír y entrelazando sus manos empezaron a charlar tranquilamente, como si nada de todo aquello estuviera pasando, como si ella no se estuviera muriendo, como si contemplaran una hermosa puesta de sol en el océano. Pero se contemplaban uno al otro, hundían su mirada en el alma del otro a través de sus ojos.

En ese momento me olvidé de lo que me había llevado hasta allí y decidí marcharme. Pero al poner un pie en el pasillo me di cuenta de que en el ambiente flotaba una especie de extraña inmovilidad. A una enfermera se le habían caído unos papeles del mostrador, y se estiraba por intentar evitarlo, pero los folios permanecían suspendidos en el aire. A su vez, la enfermera, medio inclinada y con un pie en alto, se mantenía en esa posición inmóvil. Un poco más alejada, al final del pasillo, una paciente discutía con otra enfermera, mientras la que parecía su hija observaba la escena con cara de resignación. Pero ellas tres también parecía que se habían convertido en estatuas. El gesto perenne, los labios mudos, el brazo en el aire. Me volví hacia la habitación de la que acababa de asomarme. El vagabundo y su mujer seguían conversando, contemplándose, acariciándose las manos, ajenos a todo lo demás.

No me atreví a interrumpirles, ni a marcharme. No sé cuánto tiempo permanecí allí, observándoles, escuchándoles sin saber lo que decían. Su amor era infinito y estaban aprovechando cada minuto, cada segundo de vida que a ella le pudiera restar para seguir amándose.

Me apoyé en la pared, cansado. Las piernas me dolían, me cosquilleaban las plantas de los pies que se dormían y se despertaban a su antojo.

Quizá fueron tres horas, o quizá un poco más. No sabría decirlo con exactitud.

Cuando el último grano de arena se reunió con sus compañeros en la parte inferior del reloj, la vida volvió al pasillo del hospital. Los papeles cayeron al suelo, la enfermera recompuso su postura. Al fondo proseguía la discusión.

Yo me marché lentamente, cabizbajo y en silencio. Miré mi reloj, eran las nueve y veintiuno.

 

Los problemas de las realidades paralelas

La semana estaba siendo insoportable. Mark no recordaba nada igual en los casi quince años que llevaba vigilando y garantizando la seguridad de las realidades paralelas. Hacía siete días que no pegaba ojo, imposible conciliar el sueño con aquel retraso inesperado en sus funciones. Cuando empezó como aprendiz del doctor Ferrer se le advirtió que se podían dar situaciones como a la que ahora se enfrentaba, pero que realmente era muy poco probable que sucediera.

Y ahora estaba pasando.

Y no sabía a quién acudir, ya que todos los superiores que le habían instruido estaban jubilados y viviendo un plácido retiro, cada uno en aquella realidad paralela que había elegido previamente. Era, pues, el más veterano de todos los “operadores” que mantenían el orden en los diferentes mundos posibles, aunque ni siquiera había llegado a cumplir los cuarenta.

Al principio los “operadores” tenían muy difícil poder convencer a alguien para llevarle a la Dimensión de Control, como ellos la llamaban. Los jóvenes arquitectos, ingenieros, médicos y en general, mentes brillantes que eran captadas por el sistema de rastreo tomaban por locos a aquellos hombres vestidos de negro, como si fueran funcionarios del Gobierno y que les ofrecían un trabajo altamente remunerado, excitante e innovador, algo con lo que nunca habían podido soñar. Pero el precio era demasiado alto para la gran mayoría: abandonar sus hogares, a sus familiares, sus amigos, sus ciudades e incluso el mundo conocido en el que vivían. Tan sólo existía la posibilidad de regresar a él después de muchos años de plena entrega y dedicación a un proyecto que, según decían aquellos misteriosos hombres, tenía como objetivo que todo continuase tal y como estaba: es decir, en perfecta armonía, sin disturbios, guerras, desigualdades ni catástrofes naturales, sin todas aquellas cosas que Mark antes de entrar en la Organización sólo conocía por los libros de Historia.

Pero a él nada le impedía abandonar la vida que llevaba y probar suerte en el trabajo que le estaban ofreciendo en una improvisada entrevista en la cafetería de la facultad después de que dos de esos “funcionarios” le abordasen al término de las clases.

Aquellos hombres eran casi ancianos, parecían cansados y por alguna extraña razón le conocían casi mejor que él mismo. Criado en un orfanato, Mark nunca llegó a saber quiénes eran sus verdaderos padres y no llegó a acoplarse en ninguna de las casas de acogida a las que fue destinado cuando todavía era un niño. Al convertirse en adolescente ya nadie se interesó por él, pero tuvo la oportunidad de trasladarse a una residencia donde los jóvenes sin recursos podían estudiar por las mañanas y trabajar por las tardes, a cambio de que el ochenta por ciento de sus ingresos se los quedaba la propia residencia. Así pudo malvivir y terminar el instituto y luego estudiar Ingeniería en la universidad.  Por las tardes había trabajado en un local de comida rápida despachando a la clientela, pero el dueño de la franquicia pronto se percató de su potencial y le puso a trabajar para la gestora que él mismo dirigía, pues llevaba varias empresas y Mark era muy hábil en temas de contabilidad y muy útil como asesor financiero, a pesar de su  juventud.

En la universidad también le iba bien, porque aprobaba curso tras curso sin dejarse atrás ninguna asignatura, pero todas las superaba con el esfuerzo justo, sin implicarse demasiado.

Sin embargo, aquellos dos hombres de negro sabían muy bien del potencial de Mark y le ofrecieron un puesto en la Organización incluso antes de que terminase la carrera.

Y Mark aceptó.

Sin despedirse del trabajo ni de sus compañeros, Mark subió al vehículo que había transportado allí a esos dos hombres para dejarse conducir a su nueva vida. Parecía un coche normal y corriente, de un modelo un tanto anticuado, pero nada más pisar la autopista los árboles y las casas empezaron a desfilar ante sus ojos cada vez a mayor velocidad y de pronto reinaba una oscuridad relativa, como si estuvieran en pleno océano en mitad de la noche iluminado, desde las alturas, por débiles luces de neón blanquecino. Mark no apreciaba forma alguna en toda aquella oscuridad, pero luego pudo distinguir unas tenues bombillas a lo lejos que, según se iban acercando, adquirieron la forma de la puerta de un garaje.

Al desembarcar de aquel extraño viaje Mark se encontró con una serie de pasillos iluminados por halógenos con múltiples puertas de despachos y extrañas salas de reuniones, y le dio la impresión de hallarse en alguna empresa dedicada a la inteligencia aeroespacial.

Y en una de esas salas de reuniones había todo un comité de expertos esperándoles.

Por fin, fue informado de qué era todo aquello y en qué iba a consistir su trabajo a partir de entonces, sin que hubiera ya forma alguna de retractarse en su decisión.

El mundo no era tan simple como se imaginaba Mark. De hecho su mundo tan sólo era uno de los mundos que se habían descubierto hasta el momento. Y había cinco mundos distintos pero iguales, cinco realidades paralelas diferentes entre sí y a la vez idénticas. Mark pudo conocer que él llegaba del llamado Tercer Mundo, un mundo el cual era el término medio de lo conocido hasta ese momento. La tecnología estaba desarrollada pero no en exceso, todavía utilizaban fuentes de energía de recursos no renovables y a nivel sociocultural la población seguía mostrando algunas reticencias a los últimos patrones de comportamiento que poco a apoco se iban inculcando desde el Centro de Operaciones de la Dimensión de Control, que era aquello donde Mark se encontraba ahora.

Podría decirse que el Primer Mundo era el más desarrollado científica y tecnológicamente, pero al mismo tiempo era en el que las relaciones entre la gente estaban claramente más en retroceso que nunca, debido sobre todo al descubrimiento de nuevas formas de comunicación que evitaban el contacto permanente entre las personas.

En el extremo opuesto se hallaba el Quinto Mundo, donde la mayoría de los trabajos se continuaban realizando de forma manual y donde casi todo lo importante se decidía en asambleas, bailes y reuniones.

Cuanta más tecnología, más aislamiento, a mayor precariedad, más trato humano, esa era la norma que imperaba en los cinco mundos descubiertos por el momento, pues el Comité de Expertos no descartaba encontrar en un futuro algún mundo más o cientos de ellos.

Y lo más extraordinario de todo aquello es que en todos los mundos habitaban las mismas personas, nacían al mismo tiempo, vivían sus vidas paralelas sin llegar nunca a conocerse y morían al mismo tiempo. Por regla general, ésa era la norma, aunque había ocasiones en que existía alguna disparidad entre estas realidades. Y desde hacía mucho tiempo atrás se había descubierto que esas disparidades se transformaban en procesos traumáticos en el resto de los mundos: las sequías, las inundaciones, los tornados, la escasez de los recursos naturales, todo ello era producido por anomalías en las realidades paralelas, y tras esto generalmente llegaba lo peor de todo: la guerra.

Así que, por difícil que pareciese a veces, el trabajo desarrollado por la Organización era mantener el orden y la paridad en todos los mundos. En el caso más extremo, si una persona moría accidentalmente, los demás mundos no podían permitirse el lujo de que su homónimo continuase con vida en las demás realidades paralelas, y ahí era donde la Organización tenía la tarea más complicada de todas, pero generalmente se trataba de solucionar quiebras empresariales, despidos e incluso relaciones sentimentales.

Y Mark se acopló perfectamente a su nueva función. Sus superiores se mostraban encantados con su rápido aprendizaje y pronto le fueron asignados varios distritos en diferentes partes de cada mundo para garantizar la paridad establecida. Vigilaba, evaluaba y en las contadas ocasiones en las que era necesario intervenir lo hacía con sutileza. Un correo electrónico, un mensaje de texto, una nota casual o una palabra dejada caer al azar delante de la persona indicada producía en la gran mayoría de los casos la reacción deseada.

Pero esta vez nada de eso había funcionado. Y ya llevaba una semana de retraso en la resolución del problema, lo cual había causado ya alguna pequeña complicación en un par de realidades paralelas. No podía permitirse el lujo de dejar que aquella situación se prolongara por mucho más tiempo, pero se había quedado sin recursos, en blanco. El veterano operador, conocido por sus grandes ideas y la rapidez de sus soluciones no encontraba la fórmula que diera con una salida a su problema.

Una indecisión, una falta de seguridad en sí mismo, una simple vacilación estaba poniendo en jaque la seguridad de todos los mundos conocidos, y a Mark ya no le quedaban más recursos sin poner en evidencia el anonimato de la propia Organización, la existencia de otra dimensión y la eficacia sutil de los operadores.

Hacía días enteros que no dormía y no salía de su sala de operaciones, atento a las pantallas de los monitores esperando que la solución llegase por sí sola, como un milagro, después de comprobar que sus intervenciones no habían servido para nada.

Allí aparecía en la pantalla un joven de unos veintitrés años, pálido y enclenque, sentado enfrente de un televisor en el salón de su casa. Miraba el aparato sin prestarle atención, sumido en sus pensamientos y en una especie de apatía melancólica que irritaba sobremanera a Mark, que no podía entender su actitud.

 

­̶ ¡Levanta el culo de una vez, hombre! ̶  le gritó de repente al monitor que le mostraba la escena en esos momentos.

Sus propios ayudantes dieron un respingo en sus asientos, sorprendidos por aquel inusual arrebato de su jefe.

 

̶ ¡Si en otros cuatro mundos lo has conseguido, ¿a ti qué narices te pasa ahora?!

 

Mark soltó un bufido y se quedó mirando al techo, intentando calmarse. Sus aprendices cruzaron miradas entre ellos pero no se atrevieron a pronunciar palabra alguna.

El eternamente casi ingeniero se levantó y cruzó lentamente la sala, salió al pasillo y echó unas monedas en la máquina de café. Había perdido ya la cuenta de cuántos se había tomado ese día. Mientras la máquina le preparaba su bebida Mark mascullaba improperios con los ojos cerrados.

 

̶ Del Primer Mundo, os llaman, y os lo tienen que dar todo hecho… Pandilla de vagos asociales… Cuantas más comodidades tenéis más inútiles sois…

 

Volvió a su puesto pensando que de todas las cosechas de café de todos los mundos conocidos hasta el momento, aquella era sin duda alguna la peor que existía en todas las realidades paralelas y estaba dispuesto a jugarse su plácida jubilación a que estaba en lo cierto, aunque si no resolvía pronto el problema su jubilación no tendría nada de plácida.

Al entrar en la sala se detuvo, sorprendido. El monitor le ofrecía un televisor encendido y un sofá vacío.

 

̶ ¿Dónde está? – gritó ̶ ¿Dónde ha ido?

 

Uno de sus ayudantes pulsó un botón en la mesa de control y la imagen de Paul apareció en la pantalla principal. Caminaba abstraído, sin importarle la lluvia que empapaba su pelo y su ropa. Se detuvo delante de una biblioteca, y casi al mismo tiempo se abrió la puerta y apareció una hermosa joven de su misma edad. Paul la saludó tímidamente y cuando parecía que ella iba a cruzar la calle protegiéndose de la lluvia con su carpeta, el joven avanzó dos pasos y le habló.

Mark soltó su vaso de plástico, aturdido, y dejó que el café caliente manchara sus zapatos.

 

̶ Te quiero—se oyó la voz de Paul por los altavoces. Erika sonrió, y el orden fue reestablecido.

 

Mark suspiró aliviado y cerró los ojos. Ahora ya podría volver a dormir.

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo Inevitable

@nandopilgrim

Andrea se daba cuenta cada vez que miraba al cielo, que realmente eran afortunados. Sin embargo, no podía evitar sentir una punzada de tristeza, ahora que Masser había anunciado que les dejaba definitivamente. Se habían acostumbrado a las idas y venidas de este insólito ser que siempre les adelantaba los acontecimientos, pero nunca les había dicho que no volvería más a aparecer por sus vidas. Después de las primeras desapariciones de Masser empezaron a habituarse a ello.

Sentada en el pórtico de su casa-jardín, Andrea contemplaba el firmamento. Las estrellas tradicionales se habían visto suplantadas por un sinnúmero de objetos brillantes que volaban sin orden ni sentido un poco más allá de los límites de la atmósfera. A veces, chocaban entre ellos y entonces caían en picado sobre la Tierra, desintegrándose por el camino, incendiándose como estrellas fugaces. A veces parte de estos objetos lograba llegar a tocar la superficie terrestre, pero se hundía lentamente en el mar de cenizas en que ésta se había convertido y desaparecía sin dejar rastro. Andrea sabía que estaban a salvo dentro de la burbuja de vidrio indestructible en el que vivían. Había muchas burbujas-viviendas repartidas por todo el mundo, y se agrupaban en pequeñas colonias, como abejas, entre las cuales volaban pequeñas naves cuando sus habitantes querían visitarse. Agruparse, era un término que Masser no entendía del todo y esto hacía sonreír a Andrea. De donde venía Masser no hacía falta agruparse, ellos se comunicaban telepáticamente y sólo acudían físicamente a reuniones cuando había que trabajar en algún proyecto común. Andrea también sabía que Masser no era como lo veían, una especie de ejecutivo estirado con traje negro y rostro serio que nunca mostraba ninguna emoción. Masser no tenía forma, Andrea lo supo el día que se atrevió a espiarle entornando la puerta de su habitación mientras pensaba que no la vería. El cuerpo descansaba tranquilamente sobre la cama, con los ojos abiertos y las manos en los costados, mientras una figura uniforme que flotaba en el aire revolvía papeles y escribía datos en los cuadernos donde Masser y Robert, su padre, trabajaban. No parecía sólido, era más bien como una nube de gas que se expandía y contraía a placer. Tampoco pudo observar ningún apéndice con que aquello cogía los lápices y los utilizaba para escribir, pero lo hacía. Pese a estar callada y reprimir su sorpresa, de repente la nube desapareció, el cuerpo se levantó de la cama de golpe y cerró la puerta de la habitación, pero sin dar ningún portazo, lo hizo suavemente, como recriminándole cariñosamente que le estuviera espiando. Andrea nunca le contó a su padre aquello, puesto que suponía admitir que estaba espiando a Masser, cosa que tenía prohibida desde poco tiempo después en que éste llegó a sus vidas y a ella empezó a despertarle la curiosidad el extraño comportamiento del nuevo inquilino del cuarto de invitados.

Cuando Masser llegó, el mundo no era así. Y ella era apenas una niña. Ahora era casi una mujer y nada era como lo recordaba. No quedaban arboles, ni casas, ni ciudades, los ríos no se distinguían en el mar de cenizas que cubría toda la tierra. No existía nada de lo que ella había conocido antes de lo que Masser y su padre llamaron Lo Inevitable. Ya no podía ir a patinar al parque, ni a saltar a la cuerda con sus amigas, ni disfrutaba de ese interminable viaje a la playa cada domingo de verano en el viejo automóvil de su padre, sin aire acondicionado, en los que se pasaba la hora y media con la cabeza fuera de la ventanilla mientras los ojos le lloraban por la fuerza del viento.

Masser llegó a casa como un nuevo compañero de trabajo de su padre, que trabajaba en uno de los grandes laboratorios del gobierno como físico nuclear. El gran objetivo del equipo de su padre era conseguir el óptimo funcionamiento del acelerador de partículas en busca de la fusión nuclear, ya que la utilización de los métodos de la fisión estaban generando demasiados residuos nucleares en todo el planeta, y la contaminación era importante. Masser, por otra parte, también le ofreció a su padre la posibilidad de obtener un isótopo muy escaso en la Tierra pero de alto valor energético, el tritio, y lo que era más importante aún, la posibilidad de poder realizar la fusión en lugares donde las condiciones eran óptimas para ello y no se podía alcanzar en ningún lugar del mundo: en el centro de las estrellas, para luego teletransportar esa energía a la Tierra. Robert fue convencido fácilmente, siempre había mostrado tener una mente abierta y una buena predisposición para intentar por todos los medios posibles lograr paliar el desgaste al que el planeta estaba siendo sometido, pero sus superiores no se mostraron tan atraídos por las extravagantes ideas de un científico del que apenas nada conocían, a pesar de los esfuerzos de Robert por presentar a Masser de una manera creíble. Así que cuando desistieron de presentar proyectos en busca de una mejor utilización de las energías conocidas Masser le aconsejó a Robert que se despidiera del trabajo. Le conminó a reunir semillas de todas las especies conocidas de vegetales que existían a su alrededor en un radio bastante extenso de terreno. Esto le resultaba a Andrea francamente divertido, pues suponía recorrer el país de arriba abajo y perderse semanas enteras de clases. A la madre de Andrea no le parecía tan conveniente, pero terminaba por aceptar la palabra de Masser como una verdad absoluta, pues cuando el extraño invitado exponía sus argumentos apenas encontraban respuestas con que rebatirle.

Masser desapareció en ésa época tres o cuatro veces, la última durante dos años enteros, pero la noche en que estalló la guerra regresó. Y regresó justo a tiempo, cuando Robert estaba entrando en estado de desesperación y no cesaba de repetir que todo aquello había sido una locura, que había perdido el tiempo y que nunca tendría que haber dejado el laboratorio, más aún sabiendo que la amenaza de una guerra nuclear era bastante probable.

-Nada hubiera cambiado de seguir allí, Robert, sin embargo, ahora todo cambiará. – Masser nunca se presentaba ni decía “hola”. Simplemente aparecía, y volvían a sentir un extraño estado de calma, como si de repente todo estuviera en orden- La hora de refugiarse ha llegado, todo tu trabajo ha de preservarse de lo que está por llegar.

-Pero la guerra puede durar meses, e incluso años, y no se agotarían las reservas armamentísticas de los países, ni se encontrará una solución al conflicto antes de que la Tierra quede poco menos que aniquilada.

-Por eso y tu familia y las demás elegidas debéis permanecer encerrados hasta que todo esto termine. Luego tendré más instrucciones para vosotros.

Mientras hablaba, Andrea se dio cuenta de que la casa y el pequeño jardín que la rodeaba se iban recubriendo lentamente por una cúpula de vidrio enorme, transparente, y salió corriendo a ver de qué se trababa. Su madre no pudo evitar un grito, pero Masser levantó una mano y la tranquilizó:

-Nada le va a pasar mientras no salgáis de aquí, y no saldréis hasta que yo os lo diga.

Andrea miraba asombrada a su alrededor. En mitad de la noche la guerra había estallado como una gran exhibición de fuegos artificiales, sólo que no se trataba de eso. Al mismo tiempo, en el cielo, miles de pequeñas y brillantes naves se agolpaban en el firmamento, como un enjambre de langostas a punto de caer sobre la Tierra. Masser cogió a la pequeña Andrea y la hizo entrar en la casa.

-Vuestra principal amenaza no sois vosotros, humanos. Habéis forzado vuestra destrucción y con ello habéis atraído a otros seres, parásitos, que se alimentan de los deshechos que forman los planetas y las estrellas a punto de desaparecer. Cuando mi misión de intentar que vuestros países no hallaran la forma de destruirse por completo fracasó, gracias a la obstinación y la codicia, obtuve permiso para salvaguardar vuestra biodiversidad en manos de algunos elegidos por mí. Incluyendo vuestra propia especie.- añadió  – Ahora han llegado y esperan su turno para entrar en acción.

Después de esto, despareció. La guerra no duró tanto como preveía Robert, sino más bien fueron las pequeñas naves llegadas desde otro universo las que intentaron destruir todo rastro de vida, pero Masser y la gente de su especie destrozaron sin piedad cada una de aquellas naves parásitas que intentaban agrietar la Tierra para acelerar su destrucción. Los restos de las naves se quedaron flotando encima de la atmósfera, con el punto justo de gravedad que les impedía alejarse de nuestro planeta y al mismo tiempo también ser atraídos por él. Andrea las llamaba las hijas de la guerra.

Mientras tanto la batalla en la Tierra había desencadenado una serie de cataclismos por los cuales todo el  mundo conocido había quedado prácticamente destruido. No quedaba vida sobre la superficie y la radioactividad gobernaba el planeta. Masser volvió a desaparecer una temporada, pero luego volvió y le dijo a Robert que los niveles, aún peligrosos, se podían salvar mediante pequeñas naves espaciales que podrían utilizar para contactar con los supervivientes de aquella catástrofe. Fue entonces cuando descubrieron que había más familias encerradas en cápsulas como la suya, portadores cada una de unas especies diferentes que Masser había escogido para que cada una de ellas custodiara. Con el tiempo decidieron agruparse, y luego nacieron cápsulas escuelas, y cápsulas jardines, y cápsulas teatro, y todo aquello que la tecnología que iban desarrollando de nuevo les permitía construir. Una nueva civilización estaba empezando a hacer su aparición y la familia de Robert y Pam, con su hija Andrea, iba a formar parte de ella. Sólo que todavía tardarían al menos veinte años en poder prescindir de las cúpulas y empezar a sembrar todas aquellas semillas que tenían guardadas en montones y montones de cajas en el sótano.

-Cuando llegue el momento, lo sabréis. Las cápsulas están diseñadas para combatir la radioactividad. Cuando la fuerza constante de las lluvias haya limpiado por completo el planeta, desparecerán y podréis volver a salir.

-¿Y no podemos seguir construyendo?-inquirió Robert.

-Negativo-Masser acompañaba sus palabras con un movimiento con la cabeza, había aprendido algunas costumbres en sus estancias en la Tierra-Nuestros recursos también son limitados en lo que se refiere a la obtención del material que protege vuestras casas, y ya no hemos obtenido más permiso para seguir utilizando ese material aquí. Debéis conformaros con vuestra situación y preparaos para cuando sea necesario utilizar vuestra fuerza de nuevo en la reconstrucción de vuestro planeta. Pero sed conscientes de que no intervendremos otra vez si volvéis por el mismo camino.

Ya había pasado un largo tiempo desde aquello, y Andrea se había acostumbrado a la vida confinada en su propia casa. Lectura, estudio y escuchar música, la vieja música que sus padres todavía conservaban en diferentes formatos eran sus principales distracciones, a las que había llegado a amar como amigas verdaderas.

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@nandopilgrim

Me levanto otra vez, sin haber dormido. Está amaneciendo. Los tonos rojos del alba asoman entre las rendijas de mi persiana. Otra noche en blanco, y van ya demasiadas desde… desde aquella noche. Me preparo el café, como cada día, me cepillo los dientes, me quito el pijama, no siento frío. Las plantas desnudas de mis pies se posan suavemente sobre las baldosas de mi piso que, a estas alturas del año, han de estar terriblemente heladas. Pero yo no lo noto. Sólo siento unas ganas tremendas de volver a salir a la calle, volver a comprarme todos los periódicos y leerlos. Examinar toda la prensa, memorizar las noticias, nombres, lugares, hechos. Luego las revistas. Infinidad de revistas que he comprado compulsivamente estos últimos días y que aún no me ha dado tiempo de leer. Se amontonan en la mesa de la salita, y desde allí me llaman, impacientes, para que las devore. Sin embargo, el televisor hace lo mismo. Lo enciendo, y no puedo parar de visualizar la pantalla y de intentar memorizar todas las imágenes que por ella van apareciendo, una tras otra. Noticiarios, boletines, documentales. Lo que sea. El cuerpo humano, vida animal, los grandes logros de la humanidad, los últimos descubrimientos científicos, la carrera espacial. Necesito asimilarlo todo. Lo sé. No necesito comprenderlo todo, pero debo memorizarlo todo. Y así, cuando llega la noche, me siento exhausto, vacío pese a todo mi afán por aprender, y me tumbo sobre la cama mirando al techo, dispuesto a pasar otra noche sin pegar ojo intentando ordenar en mi cabeza todo lo leído, visto y escuchado. Hasta que amanece de nuevo.

Me han dado la baja en el trabajo. Dicen que necesito descansar. Me sentaron enfrente de un loquero y me obligaron a responder a sus preguntas. Yo respondí a todas ellas con naturalidad, de un modo normal, pero aún así me han dado la baja. No echo de menos el trabajo, estoy demasiado ocupado ahora como para pensar en ello. Soy feliz así. O eso creo.

De repente, he dejado de fumar. No sé ni cómo lo he hecho. Sólo sé que no me apetece. Hace unos días vi la cajetilla semivacía encima de la mesa, no recordaba la última vez que había fumado y no me apetecía volver a hacerlo. No la he tirado, por si acaso, pero pasan días enteros y no me acuerdo de ella.

Tampoco me acuerdo de la gente. De nadie con los que solía tratar. El teléfono ha dejado de sonar. Los primeros días llamaban personas para interesarse por mi estado de salud, para preguntarme cómo estaba. No descolgué el teléfono ni una vez, porque yo ya sabía para qué llamaban. Y no quería hablar con ellos, estaba bien. Está bien así. Bajo a la calle y me cruzo con gente. Algunos me saludan, pero no sé quiénes son, aunque su recuerdo me es vagamente familiar. El panadero, el vendedor de periódicos, la frutera. Apenas les he dado la espalda cuando salgo de su establecimiento, ya no recuerdo sus rostros. Sus nombres no significan ahora nada para mí. Creo que en mi cerebro se está acumulando demasiada información, no queda sitio para la gente.

Y otra mañana más ha llegado a mi ventana. Mismo ritual. Noche en blanco. Pijama, café, cepillado de dientes.

Pero hoy está nublado, parece que va a llover, y de repente me han entrado unas enormes ganas de dormir. Necesidad, más bien. Me siento repentinamente feliz ante la idea de poder conciliar el sueño. Y me tumbo encima de la cama, y me abrazo a la almohada, y cierro los ojos…

Me he despertado con un intenso dolor de cabeza, ha sido insoportable. Súbitamente, parecía como si diez mil sirenas se activaran de golpe en mi cabeza. Me he sentado encima de la cama tapándome los oídos pero el ruido y el dolor ya estaban dentro. Es de noche, y ya no llueve. En el cielo brillan las estrellas, unas más que otras. Tengo la vaga sensación de haber perdido el tiempo.

Las revistas. Sí, tengo las revistas, puedo recuperar el tiempo perdido, es lo que voy a hacer. Voy a leer las revistas durante toda la noche.

Desde… desde aquella noche sólo he dormido un día, y no me ha sentado bien. Ahora me siento más cansado incluso que antes.

Desde aquella noche en que volvía a casa, tarde, y en la carretera una luz me deslumbró y destrocé mi automóvil contra un árbol. No sé si me crucé con otro coche, o un camión, o qué rayos era aquello. Pero me desperté ya en casa, y no tengo secuelas físicas. Tampoco echo de menos el coche, ni conducir, tengo todo lo que necesito cerca de casa.

Menos la farmacia. Necesito ir a la farmacia. Me duele la cabeza otra vez, pero esta vez no son sirenas. Es como si el tamaño de mi cerebro se hubiera agrandado, siento su opresión entre las paredes craneales. No recuerdo dónde está la farmacia, pero salgo a la calle y echo a andar. Camino sin rumbo aparente, pero llego muy pronto, he venido directamente desde mi casa hasta aquí. Compro lo que necesito y vuelvo a mi hogar. Apenas pienso unos segundos en la farmacéutica que me ha vendido los calmantes, sólo recuerdo que parecía asustada. Al fin y al cabo es normal, debo ir bastante desaliñado aunque yo me siento cómodo así. Creo que al volver a casa debería afeitarme, pero vuelvo a tener la vaga sensación de estar perdiendo el tiempo, así que deshecho la idea y me centro en la pila de revistas que sólo he logrado reducir a la mitad. Sin embargo, debo darme prisa, lo sé.

Y ya no puedo más, mi cerebro va a estallar. Ha crecido, lo noto, y parece que me vaya a reventar la cabeza. El dolor es insoportable. Sin embargo, una extraña sensación de tranquilidad me invade. He terminado de leer las revistas, los periódicos ya no traen nada nuevo y cuando enciendo el televisor tengo la sensación de que ya lo he visto todo. No sé cuantos días han transcurrido, pero es el momento. Salgo al balcón, las noches siguen siendo frías pero yo no lo noto, tan sólo lo intuyo. Las estrellas brillan en el firmamento, unas más que otras pero… una, sobre todas las demás. Es esa. Son ellos. Los que provocaron el accidente, lo he sabido de repente. Sin embargo, la sensación es que lo sé desde el primer instante, desde siempre. Sabía que este momento iba a llegar, y que ellos sabrían dónde encontrarme. Cogido  a la barandilla metálica de mi balcón observo cómo se intensifica esa luz blanca que recuerdo, como si fuera ayer, del accidente. De repente siento una presión en la cabeza, como si grandes pinzas hubieran atrapado desde mi cuello hasta la frente, y la nuca. Un pequeño tirón, y todo habrá terminado. Mi cabeza empieza a separarse del cuello, sin dolor, ni tan siquiera con asombro. Es como ha de ser. Noto la piel romperse, los músculos estirándose, las vértebras crujir. Mi cuerpo sigue aferrado a la barandilla mientras mi cabeza empieza el viaje hacia la estrella, lentamente, pero decididamente también. Mi conciencia se ha quedado junto a mi cuerpo, un cuerpo delgado, débil, descuidado, asido a la barandilla del balcón. No les hace falta nada más, ya tienen toda la información que necesitan metida en mi cabeza, que es atraída a través del espacio hacia esa estrella que brilla más que las demás. La van a extraer, y la van a utilizar, mi misión ha terminado, ya puedo descansar.

El aprendiz de lazarillo

@nandopilgrim

Después de casi quince años, Cintia ha vuelto a la ciudad. Y no lo ha hecho por gusto, ni para quedarse. Ha vuelto porque su madre estaba enferma y va a cuidar de ella una temporada. Como su trabajo y su posición se lo permitían, había pedido una excedencia y había vuelto al lugar del que tiempo atrás se había marchado precipitadamente, como si estuviera huyendo de aquí, de su pasado, de nosotros.

Sea como fuere, había vuelto y esa noche (por fin) la iba a volver a ver.

Fue mi primer beso, mi primer amor. Mis primeras caricias, las primeras miradas cómplices, la primera chica que me rompió el corazón. Y tanto tiempo después de aquello nunca había logrado encontrar a nadie como ella. Quizá la tenía idealizada, pero ninguna de las chicas que conocí en las breves relaciones que tuve le llegaba a la suela de los zapatos. Esa elegancia innata, esa mirada sugerente, esa manera de andar. Era única y especial, y ella lo sabía. Vaya si lo sabía.

Cuando Ruth me dijo que había regresado me quedé paralizado por la sorpresa, tanto que dejé que el cigarrillo se consumiera lentamente entre mis dedos y me quemé. Ella me miró sonriendo sarcásticamente, como hacía tantas veces a propósito sabiendo que eso me sacaba de quicio, y luego se burló de mis sueños adolescentes que vio pasar por mis ojos cuando pronunció el nombre de Cintia. Los tres habíamos sido inseparables en aquella época donde lo único que te preocupa es definirte a ti mismo como persona porque no tienes nada claro, llevar la contraria a tus padres sistemáticamente y rebelarte contra todo aquello que no coincida con tu forma de pensar y de vivir. Pero yo me enamoré de Cintia, y eso estropeó un poco las cosas. Realmente nunca supe si ella llegó a sentir lo mismo que yo, pero siempre tuve la sensación de que no fue así, y Ruth lo sabía y le gustaba mortificarme con eso. Hasta que Cintia se marchó, yo hice ver que lo superaba y Ruth y yo, a pesar de encontrar otras amistades y separarnos un poco nunca llegamos a distanciarnos. Nos veíamos en los mismos bares, íbamos a los mismos conciertos y además siempre podía contar con ella cuando necesitaba hablar y que alguien me escuchase. Era mi única confidente, la única persona con la que podía ser totalmente sincero sin avergonzarme ni tener miedo a ser juzgado. Ella también podía contar conmigo, pero era mucho más reservada para sus cosas. Cuando Ruth estaba mal lo notaba porque simplemente desaparecía de escena sin dar señales de vida. Entonces iba a buscarla e intentaba hacerle salir de casa para animarla, pero con el tiempo aprendí que era mejor simplemente sentarme a su lado en el sofá y hacerle compañía, sin agobiarla queriéndola sacar a ningún lado ni preguntarle qué era lo que le pasaba. A veces me lo contaba espontáneamente, la mayoría de ocasiones no. Su mejor amiga había sido Cintia, y su marcha también fue un duro golpe para ella, así que supongo que después de aquello quizá le costaba volver a confiar en alguien y abrirse de ese modo.

Casi siempre estábamos solteros los dos, pues parece que somos difíciles de emparejar, pero nunca se nos habría pasado por la cabeza ni siquiera intentarlo juntos. Nuestra relación amor-odio habría hecho saltar por los aires cualquier intento de convivencia. A mí me irritaba su sarcasmo y su mordacidad, y a ella le exasperaba mi falta de madurez y la tranquilidad con la que desperdiciaba el tiempo y mi vida. Mejor ni pensarlo. A veces creo que es la mejor persona que puedo tener a mi lado y a veces pienso en comprarme una hucha, ahorrar un tiempo y luego pagar a un sicario para que haga el trabajo sucio por mí. Creo que nos necesitamos mutuamente pero claro, no puedo hablar de esto con Ruth, las chorradas sensibleras no van con ella y ya es demasiado cruel conmigo cada vez que puede meter el dedo en alguna llaga como para ir dándole motivos gratuitamente.

A veces no hace falta hablarlo todo, digo yo.

Pero Cintia había vuelto, y aunque fuera solo temporalmente era mi oportunidad para volver a acercarme a ella y tratar de que todo siguiera como antes, con la misma complicidad y quizá, quizá, quién sabe, se volviera a fijar en mí. Supongo que habrá cambiado algo en todos estos años, pero bueno, nunca hay que perder la esperanza.

Me dolió un poco que hubiese llamado a Ruth y no a mí para avisar de que estaba en la ciudad y que sería agradable juntarnos de nuevo, organizar una cena o algo así y volver a vernos, pero supongo que también es normal, después de todo.

Vamos a cenar en el bar de siempre, así que no tengo que preocuparme de ir demasiado elegante. En cambio, he sacado todo mi arsenal sobre vestuario rocker que poseo: mis botas de cuero estilo casi cowboy, pantalones ajustados, chaqueta vaquera.

Tengo que impresionarla como sea, y siendo fiel a mi estilo es la mejor manera, aunque últimamente no es que se me de demasiado bien pero no me importa.

Suenan en mi cabeza estrofas de la música que escucho cuando necesito motivarme y me acompañan todo el camino

…las manos sucias de trabajar, el pelo colocado para no defraudar…

Me vienen imágenes a la cabeza de los difusos recuerdos que guardo de Cintia. Apenas recuerdo bien su cara, pero sus ojos nunca los pude olvidar. Y me la imagino como una mujer sofisticada, moderna, segura de sí misma… y me voy empequeñeciendo un poco.

…tú tienes algo que me está matando y eso, nena, es tu manera de andar…

Pero bueno, tampoco hay que adelantar acontecimientos.

Cuando llego al bar soy el primero, me pido una cerveza y espero en la barra. Al poco llega Ruth y nada más verme ya se está riendo.

̶ Estás guapísimo con el traje de los domingos, cariño  ̶   me dice con su típica sonrisita burlona.

̶ Ten cuidado no te muerdas la lengua, amor ̶  le respondo yo.

Después de tan cordial saludo, la conversación ya puede fluir tranquilamente sobre los temas habituales… hasta que llega Cintia. Toda mi imaginación se había quedado corta cuando la he vuelto a ver. Mis expectativas son ampliamente superadas por esa mujer que acaba de entrar por la puerta del bar. Se acerca sonriendo (moderadamente) y Ruth para fastidiarme hace como que me limpia la baba con un pañuelo.

Nos sentamos en una mesa y ellas llevan los temas de conversación, pero al cabo de un par de cervezas más parece que el ambiente se ha relajado un poco y me encuentro más a gusto. Hablamos de todo, de cómo nos va, del trabajo que tenemos, de cómo hemos cambiado. Aunque hablamos los tres, Ruth y yo acosamos a preguntas a la hija pródiga para que nos cuente su vida y sus experiencias en el extranjero.

A la hora de cenar Cintia prefiere vino, y cuando me preguntan si tengo alguna predilección les digo que no, que elijan ellas, un poco avergonzado por no tener ni idea sobre ningún tipo de vino. Me ha tocado un poco la moral pero bueno, tampoco importa demasiado, aunque en éste bar no creo que haya mucho donde elegir.

Vino… no me fastidies… yo… a mí… tráeme otra cerveza.

Aprovechando un momento en que Ruth se levanta para ir al baño le digo a Cintia que me alegro de volverla a ver y de que esté en la ciudad.

̶ Bueno, es algo temporal. Mi vida no la tengo aquí, ya lo sabes.

̶ Sí, lo sé, pero ̶  insisto ̶  te irá bien estar aquí un tiempo.

̶  ¿Ah sí? ¿Y por qué?

Cuando me lanza esa mirada inquisidora nunca sé responder. Lo hacía antes y lo hace ahora, y sigue teniendo el mismo efecto en mí.

̶ Pues… esto… porque es tu ciudad… estamos nosotros aquí… eh… porque tu madre te necesita y siempre es bueno poder compartir tu tiempo con ella… ̶  me recupero un poco mientras creo que he encontrado una respuesta al menos algo digna y aceptable. Ella sonríe mirándome y bebiendo un poco de vino al mismo tiempo. Parece satisfecha al comprobar que su mirada me sigue turbando.

Cuando vuelve Ruth del baño seguimos hablando de lo mismo, y sin saber muy bien por qué, vuelvo a decir que volver a la ciudad es lo mejor que le podía pasar a Cintia.

̶ ¿Acaso sabes tú mejor que yo lo que me conviene? ̶ me suelta de repente. Y me ha pillado de improviso y me quedo con cara de tonto, mientras Ruth se descojona literalmente de mí, pero la risa enigmática de Cintia me duele más.

̶ No quería decir eso, solo que… bueno, no importa.

Prefiero callarme y que hablen ellas. Está claro que tienen mucha más complicidad que conmigo, así que mejor me tranquilizo un poco. Me da la sensación de que Cintia se defiende detrás de los altos muros de un castillo y yo no he traído suficiente cuerda como para escalar esa pared.

Para los postres la cosa se ha vuelto a normalizar, y Cintia ahora está mucho más agradable mientras me pregunta por todo, y me vuelvo a sentir bien. Ahora hablamos de todos aquellos sueños que teníamos cada uno y que se han quedado por el camino. Por fin siento que de verdad ha vuelto, y que es la de siempre. Su sonrisa es sincera y estamos los tres mucho más relajados. Incluso parece que Ruth ha olvidado su faceta irónica y así, simplemente, podemos disfrutar del reencuentro sin más.

Como las cervezas van teniendo sus consecuencias, también debo ir al baño. Ahora, pienso, debo dejar que la cosa fluya. Intentar averiguar qué va a hacer Cintia el tiempo que esté aquí, proponerle algún plan y ver qué tal. Normalizar nuestra relación y así poder ver si evoluciona. Sin prisas, ni agobios.

Cuando vuelvo no están en la mesa. El camarero me indica que han salido a fumar y yo hago lo mismo, pero tampoco las veo en la calle. A estas horas apenas pasa algún coche, un señor muy mayor saca a pasear a su perro, una pareja se mete mano apasionadamente refugiados en un portal y sorprendentemente pasa un ciego ofreciéndome un cupón de la O.N.C.E.

Bueno, todavía no es tan tarde, al fin y al cabo, pero de mis amigas ni rastro.

Cuando éramos adolescentes una vez me habían tocado unos sesenta euros en una quiniela y salimos los tres a celebrarlo, y entonces ellas aprovecharon una visita mía al baño para huir y dejar que pagara la cuenta yo solito, pero ahora, que yo sepa, no es el caso.

Me fumo mi cigarro despacito, preguntándome dónde estarán. Ya no me hace gracia la broma.

Sin poder evitarlo, me fijo en la pareja que está comiéndose a besos en la acera de enfrente y algo me resulta familiar. No es una pareja cualquiera, son Ruth y Cintia, y parece que para ellas no existe nada más en el mundo en estos momentos.

Aplasto la colilla contra el suelo y me voy; que paguen ellas la cuenta esta vez. Realmente tampoco me sorprende demasiado, pero a veces pienso que el palo que lleva de guía el vendedor de cupones me hace más falta a mí que a él.

Impuntual

@nandopilgrim

Otra vez llego tarde. A veces me pregunto si algún día podré cambiar esta costumbre mía de dejarme llevar y de no saber gestionar el tiempo debidamente. He salido de la ducha y ni he mirado el reloj. Ahora, cuando pongo la llave en el contacto del coche y miro la hora no puedo creérmelo: ¡veinte minutos de retraso! Algún día esto me saldrá caro. Inconscientemente me pongo nervioso y conduzco de una forma mucho más agresiva.

El otro día a punto estuve de tener un accidente. Estaba adelantando por la autovía y de repente me encontré con que la curva era más cerrada de lo que me pensaba. Por suerte el asfalto estaba seco y pude controlar el coche más  o menos bien después de una brusca frenada que podría haber evitado. El camionero al que estaba adelantando hizo sonar la bocina y me tiró las luces largas. Si llega a estar lloviendo… no quiero ni pensarlo.

Y podría cambiar esta fea costumbre, por supuesto. Solo se trata de fuerza de voluntad y aplicarme un poquito. Fijarme más en la hora, tomar conciencia, no sé, intentar llegar siempre antes y no tan justo de tiempo, que es lo que provoca que al final siempre llegue tarde.

Pero yo recuerdo que no siempre fue así. Claro. La culpa la tienen mis amigos (cómo no). Cuando éramos adolescentes y quedábamos para salir a dar una vuelta, tomar algo por ahí e ir a los recreativos a jugar a futbolines o al billar yo siempre era el primero en acudir al punto de la cita. Y a veces, si habíamos quedado varios en el mismo lugar, desde que llegaba yo hasta que aparecía el último podrían pasar perfectamente tres cuartos de hora. Hasta que me cansé de aquello. Empecé a no preocuparme por la hora cuando quedábamos. Primero con los amigos, pero luego el mal hábito se fue generalizando hasta que ocupó la mayor parte de lo que hacía. Y cuesta mucho volver a cambiar una rutina, tanto que todavía no he sido capaz, a pesar de que ya han pasado un buen porrón de años.

Una vez recuerdo que me dejaron plantado con un buen par de narices. Había conocido a una chica de la República Checa que vivía a unos 70 kilómetros de mi ciudad. Llevaba diez años en el país y hablaba perfectamente el castellano. Le encantaba visitar ciudades y pueblos que no conocía y fotografiarlos, pues era muy aficionada, y yo me ofrecí a hacerle de guía por mi zona. Recuerdo que quedé con ella un domingo por la mañana y se me hizo tarde para salir de casa. Para mas inri había olvidado las gafas de sol, y en pleno verano que estábamos con lo que fastidia ir por ahí sin las gafas, pues di la vuelta y volví para recogerlas. Le envié un mensaje para avisarla de que llegaría tarde pero cuando acudí a la estación ya no estaba. 30 minutos habían pasado. Quizá en la cultura de su país aquello era una falta de educación demasiado grave. Hubiera preferido aguantar el sermón y luego pasar el día con ella, como habíamos previsto, a que se fuera y me dejara plantado. Por una parte quizá me lo merecía pero por otra pienso que fue una reacción un tanto excesiva. Yo quería excusarme diciendo que los españoles somos así, que es algo habitual y tal y tal pero no tuve la oportunidad. Supongo que es fácil acostumbrarse a la paella, al buen tiempo y al tinto de verano, pero hay cosas que no podía tolerar.

No la volví a ver más, supongo que perdí la oportunidad de trabar una buena e interesante amistad.

De todos modos de poco me ha servido aquella lección, porque sigo igual de impuntual y de despistado. Y no lo hago por mala educación ni como una falta de respeto, simplemente… sucede una y otra vez. A veces pienso que mi simpatía, mi don de gentes y mi carisma pueden suplir tal defecto, pero luego recuerdo que no todo el mundo me ve con los ojos de mi madre y entiendo cuando se molestan conmigo.

Y para complicarlo un poco más, ahora hay un accidente en la carretera. Puedo ver una larga fila de coches parados de la cual el mío es el último. Hay luces de ambulancias y policía. Si ya llegaba tarde, solo me faltaba esto. Me agarro al volante, abatido, no quiero ni mirar el reloj. Ya no sé si estoy escuchando la radio o música o qué suena, solo intento ver si la cola progresa un poco más rápido.

Parece que los guardias han conseguido dominar un poco la situación y avanzamos lentamente. Pasamos todos muy cerca de los coches accidentados. Hay tres apartados en el arcén, un vehículo está completamente destrozado. Hay cuerpos tapados en el suelo con mantas isotérmicas del equipo de rescate, aunque poco pueden hacer ya por ellos. Parece que el golpe ha sido brutal.

Y ahí, en mitad del accidente, está ella. La he vuelto a ver. Con su largo vestido negro, la capucha tapándole la cabeza y la guadaña en la mano. Hay dos espíritus a su lado, un hombre y una mujer: están resignados a su suerte. Desde que no fui puntual a mi primera cita con Ella puedo verla cuando está cerca. A veces pasa por mi lado, a veces está acompañando a alguien y de vez en cuando recoge a quien ya le ha llegado su hora.

Aunque no puedo verle el rostro, sé que me está mirando con cara de desesperación. Yo paso lentamente con el coche y me encojo de hombros a modo de disculpa, mientras pongo cara de “sí, ya lo sé, lo siento, pero no he podido evitarlo…”.

Y es que he vuelto a llegar tarde.

Ella

@nandopilgrim

No hay nada mejor después de cenar que dar un buen paseo. Te despeja la mente, te relaja, te ayuda a digerir los alimentos. En definitiva: te prepara para dormir bien.

Y eso he hecho yo. Hace el vientecillo un tanto fresco pero no llega a molestar en este último día de junio, aunque aquí en estas comarcas de interior el clima no es para nada parecido a la humedad sofocante a la que estoy acostumbrado. De hecho se me secan los labios continuamente desde que estoy aquí, no me acostumbro a este cambio.

Estas callejuelas estrechas y empedradas me vienen de maravilla para mi propósito: perderme en ellas y perderme yo también en mis propios pensamientos. Y no tardo nada en hacerlo. Admirando las antiguas construcciones y la belleza de los viejos adoquines llego hasta una calle que desemboca en una cuesta hacia lo que parece un río. Desde aquí escucho el sonido del agua. Y como es natural, bajo a ver qué me depara esa salida.

Al final de la calle hay un puente construido, según un cartel, en el siglo XVIII. Lleva nombre de santo, como la mayoría de las calles de este precioso pueblo. Me detengo un momento a contemplarlo. Está hecho enteramente de piedra, estrecho, con tres grandes arcos sobre el barranco y una pequeña capilla en mitad de su recorrido. Un carro de la época quizá no pasaba por él. Caballos y mulas sí. De pie en el centro, si abro los brazos toco con mis manos ambos muros de piedra que sirven de barandilla. Por debajo del arco central transcurre el cauce fluvial de un pequeño arroyo que sirve de afluente para el río que atraviesa la otra parte del pueblo. El quedo rumor de sus aguas es un regalo para los oídos, acompañado a intervalos irregulares por el croar de algunas ranas.

Intento imaginar a la gente de aquí cuando inauguraron el puente, cuando empezaron a cruzarlo, las mejoras que traería a sus vidas, los conflictos por pasar primero cuando la carga de dos animales a la vez no cabía y había que esperar. La mercancía que llevarían, las buenas o malas noticias que traerían, los ladrones y pícaros que quizá huyeron a través de él corriendo una noche de verano sin luna como la de hoy.

Al llegar a la mitad del puente miro abajo. El arroyo hace más ruido que el agua que realmente lleva, ayudado por las piedras que salpican su recorrido. Al mirar arriba veo un cielo despejado, sereno, débilmente empañado por la contaminación lumínica que desprenden las luces del pueblo. Seguro que cuando lo construyeron la oscuridad en esta parte era completa y se podía observar el firmamento en todo su esplendor. Quizá, pienso, un farol alumbraba la imagen del santo en la capilla situada en el centro, pero no se podría comparar a la potencia de las farolas que alumbran las calles hoy en día, por poca que sea.

Detrás de la montaña que tengo enfrente puedo ver un fuerte resplandor blanquecino. Supongo que la luna está a punto de salir, así que me apoyo en el muro de piedra esperando su aparición. Mientras, el murmullo del agua y la quietud reinante me traen su imagen a la memoria. Sus ojos claros, su sonrisa, su pelo atado en una coleta que le deja al descubierto un perfecto cuello de un blanco inmaculado.

Sus labios rojos, recuerdo sus labios pintados de rojo por encima de todo lo demás.

Y su vestidito corto de verano, alegre y fresco como las gotas de rocío al amanecer, colorido como los frutos de las zarzamoras.

Cuando la conocí me impuso de inmediato su presencia. Muy segura de sí misma, con su voz y sus gestos, su determinación. Su saber estar y su dominio de la situación.

Pero ahora sé la verdad.

En el fondo está asustada. Tiene miedo porque una vez ya le hicieron mucho daño y no es fácil recomponer un corazón joven cuando se ha roto en tantos pedazos. Su risa nerviosa y el movimiento rápido de sus ojos así me lo confirman. Puede aparentar ser la que lleva la voz cantante en cualquier circunstancia siempre que sea banal, intrascendente. Si se trata de sentimientos o de dejarse conocer un poco más, desaparece. No puede abrirse a nadie, está encerrada en sí misma como una oruga perezosa que no quiere convertirse en mariposa porque una vez ya le cortaron sus alas. Y es natural.

Tengo que saber adaptarme a su ritmo, a su tiempo. Aunque me muera de ganas de volver a hablar con ella, de invitarla a cenar, de llevarla a bailar. De hablar de todo, de su música, de mis libros, de sus composiciones, de mis escritos, de sus obras preferidas que hacen que se le ponga la piel de gallina, de los párrafos que me han sacado una lágrima alguna vez, cuando me han pillado desprevenido.

O de permanecer en silencio junto a ella, nada más. Sin hablar, compartiendo el momento. Escuchar su respiración y saber que si está ahí es porque quiere estar, porque no ha preferido estar en otro sitio. Con eso tengo suficiente.

Y esperar, porque ella vale la pena. Es así de simple. El zorro le dijo al Principito que fue el tiempo que pasó con su rosa lo que la hizo tan valiosa, destacándola por encima de todas las demás rosas. Pero esta rosa, además, ya es especial en su propia naturaleza.

“Si vas a venir a las cuatro, desde las tres ya seré feliz”, decía el zorro. Y tenía razón. Yo soy feliz sólo de pensar en volver a verla. Y ni siquiera sé si esa posibilidad existe.

A todo esto la luna no aparece. El resplandor se ha esfumado. Y me doy cuenta de que Selene[1] se acaba de ocultar, al contrario de lo que yo pensaba. No he sabido orientarme a tiempo para comprender este hecho, tan sólo me he percatado al darme cuenta de su ausencia en el cielo.

Tendré que volver a mi habitación. La suave brisa que soplaba a principio se ha convertido en una molestia un tanto desagradable. No sé cuánto tiempo llevo aquí parado. La Osa Mayor domina el cielo con claridad, mientras que durante el solsticio de verano, Orion es invisible porque el Sol está delante de ella. Son las dos únicas constelaciones que puedo reconocer.

Mientras vuelvo lentamente sobre mis pasos sigo pensando en ella. Quizá algún día le sepa escribir un poema que le devuelva la confianza, y quizá ella pueda componer la música que hace tiempo dejó de sonar en mi interior.

 

 

[1] Luna es el nombre genérico de un satélite que orbita alrededor de un planeta. La nuestra se llama Selene, y si estuviera habitada sus habitantes recibirían el nombre de selenitas.

Marcos

Hui he tornat a veure a Marcos. Feia temps que no el veia. De fet, vaig arribar a pensar si no s’hauria mort.
És un personatge de Xàtiva. D’eixos que no saps massa coses però que sempre han estat ací. Com el quadre de Felip V que tot el món coneix i que tots hem parlat alguna volta i molts no saben encara que és el que va passar exactament perquè estiga de cap per avall. Un personatge, com Tomatito o Mike Canon. No conec a ningú que em sàpiga explicar que li va ocórrer a Marcos, perquè ell era un xic ben plantat, alt i guapo quan es va quedar així com està ara. Diuen que va caure del pont a la via del tren, aquell que porta al col·legi Claret. Ningú m’ha sabut explicar si és que va caure, o si es va voler suïcidar, o si va ser un accident. Almenys no es va matar, que ja és prou vista l’altura des d’on va caure però ja no es va quedar bé. Camina, però coix, i no té tot l’enteniment. Va passejant per la ciutat amunt i avall sense malícia, sense clavar-se en ningú, sense fer mal. De tant en tant alça la veu perquè algú el veu passar i li crida: «Olímpic!» i clar, ell respon de seguida eufòric: «Olímpic, Olímpic!»
Potser no s’assabenta de tot el que passa al seu voltant, però sí de quan juga l’Olímpic a la Murta. No falla cap diumenge de futbol, faça calor o faça fred, ploga o neve, Marcos no es perd ni un partit. En això i quatre coses més s’entreteté.
Quan jo anava al poliesportiu de Les Pereres a fer l’objecció de consciència perquè no vaig voler anar a la mili, ell venia moltes vesprades passejant pel terme. Aleshores eixien els xiquets del juvenil a entrenar i el regidor d’esports, que era el seu entrenador (del qual no vull recordar ni el nom, com deia Cervantes) em manava regar el camp que aleshores era de terra. Agarrava l’aparell i me n’anava cap enllà, disposat a la feina. Però clar, em calia un voluntari que premera el botonet del motor quan jo ja hi havia col·locat l’aspersor aquell metàl·lic i bast, i m’enviaven a Marcos com ajudant. Com que els xiquets del juvenil eren tan graciosos, de vegades m’imitaven quan jo cridava al Marcos dient-li que ja podia endollar allò quan ja tenia la mànega preparada, i clar, mentre la col·locava li cridaven: «Marcos, endolla!» i el pobre Marcos que no se n’adonava que era una broma premia el botonet del motor i se n’eixia l’aigua per tot arreu. Fins que un dia, una vesprada d’eixes que el sol et crema sense pietat i demanes per favor un poquet d’aire, i quan bufa resulta que és pitjor, en una d’aquelles bromes la potència de l’aigua em va arrancar l’aspersor de la mà i em vaig mullar de dalt avall, a banda d’emportar-me un bon esglai. Agraïa tindre la roba banyada amb aquella calor, però allò no anava a quedar-se així. Vaig reballar l’aparell allí mateix en la banda i me’n vaig anar cap al grup que estava entrenant tot fet una fera.
— Ramon, o els dius als teus pallassos que facen mutis o et regues tu mateix el camp! (i malediccions vàries).
I Ramon (fotre, sí que me’n recordava del nom) regidor de l’ajuntament, amic de la família, entrenador dels juvenils, mestre d’escola i home major amb el monyo ja canós es va girar cap a mi molt espaiet i mirant-me de reüll, i quan jo ja pensava que l’havia cagat ben cagada, sense dir-me res, va agarrar aquella colla de pseudofutbolistes i se’ls va emportar a l’altre camp fins que vaig poder acabar tranquil la feina.
Ja no em van molestar més en tot l’estiu.
Però d’allò han passat molts anys, i llevat de quatre vegades que he anat a veure a l’Olímpic a La Murta no havia tornat a veure a Marcos massa sovint.
Hui l’he vist. Estava assegut al brancalet d’una tenda fullejant un llibret de propaganda d’eixos que els comerços reparteixen per les cases. Concentrat, com si estiguera llegint les pàgines de política d’algun diari seriós. Semblava feliç i tranquil·let, com sempre, amb el seu semblant impassible sempre que ningú li cride pel carrer «Olímpic, Olímpic!»
M’he alegrat de veure’l.

El último soldado

@nandopilgrim

A esas alturas de la batalla ya se podía prever que la noche iba a ser larga, y el soldado, apoyado en el marco de la puerta observaba las amenazadoras colinas que tan sólo unas horas antes le habrían parecido incluso hasta hermosas, sin ser capaz de apostar a que vería un nuevo amanecer. La situación había empeorado sobremanera con el transcurso de los minutos y tan sólo un milagro les podía salvar de la catástrofe. Su compañero, más joven y más inexperto que él, temblaba sentado en cuclillas y con los labios apretados, sin atreverse a despegarlos por no echarse a llorar. Una fatal casualidad del destino les había aislado del resto de su ejército y ahora se hallaban atrapados en una casa abandonada y medio derruida de la cual el techo a duras penas se mantenía sobre las paredes y las vigas.

Había marcas de perdigones por todos lados y un proyectil de cañón había destrozado parte de lo que tan sólo unos días antes era una acogedora cocina. El soldado no pudo adivinar cuál había sido el destino de los habitantes de la casa, quizá huyeron a las montañas cuando su valle se convirtió en un objetivo deseado por todas las partes de aquel conflicto.

Encima de una cómoda aún quedaban algunas fotos con lo que supuso que eran los miembros de aquella familia. Un hombre alto y fornido, con un amplio mostacho por bigote, junto a una mujer bastante más bajita que él y una sonrisa dibujada en el rostro. Un niño y una niña de unos siete años de edad, junto con un rollizo bebé en brazos de su madre completaban el marco familiar. El soldado pudo observar que los dos chiquillos se parecían bastante y dedujo que eran mellizos. Ahora, según la oscuridad iba adueñándose de todo, ya no podía fijarse en los detalles del destrozado salón. Su compañero era una sombra acurrucada que rezaba para que las nubes ocultaran la preciosa luna llena que de un momento a otro iba a hacer su aparición por el horizonte, pues de otra manera no tendrían ninguna posibilidad de escapar vivos de aquel lugar. El enemigo sabía que estaban allí, algún tiro suelto les había dado pruebas de ello a lo largo de la tarde, aunque no se habían acercado demasiado. Quizá no sabían cuántos eran y por eso conservaban la prudencia.

El soldado miró su vestimenta. Sus botas, sus pantalones, su casaca ajada estaban recubiertas de polvo y barro y apenas se distinguía el color original. Quizá ello les ayudaría a escapar en mitad de la noche, camuflándose entre la maleza y los troncos de los árboles.

Y de repente, una majestuosa luna se alzó en el cielo, iluminando todo el paisaje con potente y plateada claridad. Un sollozo le llegó desde el rincón donde se hallaba su compañero, mientras el soldado intentaba resignarse a su mala fortuna.

Algo se movía en la parte delantera de la casa. Observando con cuidado desde una de las ventanas pudo comprobar cómo dos hombres se acercaban sigilosamente, tanteando el terreno con precaución. El soldado apuntó lentamente y cuando estuvo seguro, apretó el gatillo de su mosquetón con firmeza. El enemigo cayó, herido mortalmente en el pecho, y sorprendiendo al otro asaltante. Esto sacó de su ensimismamiento a su compañero, que cometió la fatal imprudencia de atravesar la estancia sin agacharse para llegar hasta donde el soldado se había apostado. El segundo enemigo, que aún no se había retirado, disparó prontamente contra la ventana.

El muchacho cayó al suelo sin proferir un grito ni una sola palabra. Sólo un golpe seco al golpear con su cuerpo inerte las tablas de madera. El soldado pudo ver cómo el enemigo se alejaba sin ni siquiera comprobar el éxito o el fracaso de la misión que les habían encomendado, pero tuvo la certeza que volvería, y probablemente con más tropas.

Moviéndose lentamente y con mucho cuidado de no ser descubierto, rodeó el cuerpo del joven que yacía en el suelo de la habitación e intentó aproximarse a la parte trasera de la casa. Demasiado tarde; allí también pudo observar movimiento entre los frutales más cercanos a la casa. Por suerte, había un buen trecho desde los manzanos hasta la cerca que separaba el campo de la vivienda, pero si se acercaban por ambos frentes tenía poca resistencia que ofrecer. Realizó dos disparos intentado asustar a quien pudiera aproximarse por ese lado y rápidamente volvió a la ventana delantera para disparar de nuevo, intentando crear la ilusión de que varios soldados protegían la casa. Pronto se dio cuenta de su estupidez, pues no contaba ya con suficiente munición para hacerle frente a lo que se le pudiera venir encima.

Abatido, se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared y se dispuso a esperar. No sabía cuánto tardarían en rodearle por completo, asaltar la casa y acabar con él, pues parecía que su historia terminaba ahí.

La luna avanzaba sobre la noche, creando sombras fantasmales entre los agujeros de la metralla y los proyectiles. Ahora habían aparecido algunas nubes en el cielo, pero corrían demasiado deprisa, empujadas por un viento que se colaba por todas las rendijas de la casa provocando sonidos estremecedores. El soldado cerró los ojos, intentado abstraerse de aquella tétrica situación. De repente, un sonido que no había escuchado hasta ese momento inundó la habitación en que se encontraba. Era el llanto de un niño, de un bebé, que le heló la sangre por completo. Lloraba desconsolado, lanzando sus gritos agudos al vacío de una noche que no le podía consolar. El soldado empezó a sudar, asustado y desconcertado, sin poder apartar la vista del lugar donde se suponía que se hallaba el retrato familiar sobre la cómoda. Él y su compañero habían inspeccionado  la casa minuciosamente por la tarde, mientras el enemigo aún no se había acercado lo suficiente, buscando algo de comida o un lugar donde poder esconderse temporalmente. Y no habían encontrado nada ni a nadie, todas las habitaciones permanecían vacías, solitarias, abandonadas. Ningún lugar donde protegerse, ni un falso suelo, ni una trampilla, nada. Como tampoco había nada que comer. La ansiedad fue apoderándose de su cuerpo y los nervios dominaron su razón. Empezó a temblar, la tensión de la espera ya era suficiente cruel de por sí y ahora además se añadía aquel inesperado sobresalto.

Se levantó lentamente sin despegar la espalda de la pared, y sintió cómo se mareaba. Su tez palideció y notaba el pulso fuertemente golpeándole en la sien.

Allí no había nadie, él lo sabía.

¿De dónde provenía aquel llanto de bebé? ¿Por qué no estaba con su madre? ¿Y dónde estaba su madre? ¿Habría muerto? ¿Estaba seguro de haber registrado bien la casa?

Aquello no tenía ningún sentido.

La habitación empezó a darle vueltas y un sudor helado recorrió su cuello en forma de gruesas gotas. Cayó de rodillas e intentó taparse los oídos con las manos, pero la queja del recién nacido retumbaba en su cabeza como si lo tuviera dentro de ella. Sintió una gélida mano que se apoyaba en su hombro, calándole su frialdad hasta más allá de la piel, y se desmayó.

No supo cuánto tiempo había estado así, acurrucado en el suelo, inconsciente. Pero no debió ser demasiado, porque todavía era de noche y la luna aún brillaba con fuerza. El viento se había calmado un poco, aunque se oía el batir de una ventana contra el marco.

Miró a su alrededor. El cuerpo cada vez más frío de su compañero caído seguía en el mismo sitio. Ni rastro de un bebé, ni de sus llantos.

Definitivamente, la tensión acumulada le había jugado una mala pasada.

Tampoco parecía que había entrado nadie. Oteó por la ventana la parte delantera de la casa, pero no parecía que hubiera movimiento. Sin embargo, numerosos disparos en la parte de atrás le obligaron a echar instintivamente el cuerpo al suelo. Se arrastró hasta la parte trasera y parapetado detrás de unos barriles pudo observar la escena. Parecía que el enemigo, que controlaba todo el campo de los frutales, se había visto sorprendido de repente por la retaguardia y estaban sufriendo numerosas bajas. Como no sabía exactamente dónde estaban unos y otros prefirió no disparar ni delatar su posición, y el ruido de otra escaramuza en la parte delantera le hizo volver a su posición original.

¿Habrían vuelto a por ellos? ¿Estaban intentando salvarles? El soldado no quiso realizar ninguna conjetura sobre lo que podía estar pasando en el exterior de la vivienda, pero mientras le librara de los soldados que le mantenían rodeado, bienvenido era todo aquel jaleo.

La batalla por el control de la casa cesó coincidiendo con el amanecer. El soldado se atrevió a levantarse y se acercó a la cómoda. Ahora le parecía que la mujer sonreía más que antes e incluso el bebé parecía que le miraba, divertido. Y le pareció que le guiñaba un ojo. Se estremeció pensando en la experiencia sufrida apenas un par de horas antes y apartó la vista. De todos modos, el sol ya alumbraba la región y pronto le rescatarían.

Pero nada más lejos de la realidad. Sobre el camino que conducía a la entrada de la casa un grupo de unos diez soldados caminaba con paso firme. No eran de los suyos. Quizá habían ido a socorrerles y cayeron derrotados. El abatimiento inundó su espíritu y no tuvo fuerzas para levantar su arma. El enemigo quizá se había olvidado de que él todavía continuaba en la casa, pues avanzaban sin tomar ninguna precaución.

Entraron en la habitación sin articular palabra, e ignorándole por completo, cogieron el cadáver de su compañero y lo trasladaron hasta el patio. El soldado no supo reaccionar: estaba esperando de un momento a otro que lo fusilaran allí mismo. Los enemigos se dirigieron entonces hacia la cómoda y levantaron otro cuerpo. Se acercó vacilante, pues no había reparado en ello, y, paralizado por el terror, pudo observar cómo los soldados arrastraban su propio cuerpo para ser enterrado junto a su compañero.

Whisky escocés

 

@nandopilgrim

La cabaña era tal y como había podido ver en las fotos de la agencia. Ni muy grande ni muy pequeña, rodeada de abetos en medio de la montaña, con su acogedora chimenea en la habitación que hacía las veces de salita, de comedor y de cocina (todo al mismo tiempo) y lo suficientemente lejos de la civilización como para poder abstraerse de las distracciones cotidianas, centrarse en terminar su última novela y así poder cumplir los plazos acordados con la editorial.

Claro que nunca era fácil, porque su posición social y su prestigio le proporcionaban distracciones a las que solía prestarles demasiada atención.

Por eso aquella vez había decidido aislarse en un entorno tranquilo y solitario para poder concentrarse. Eso le proporcionaría dos resultados: cumplir con lo establecido y dejar de derrochar el dinero, ya que había podido comprobar que vivir de las rentas no era tan fácil como pensaba.

Una vez Henry, el viejo casero propietario de la cabaña le hubo dado las últimas instrucciones sobre todo lo concerniente a la vida en la montaña y las precauciones a tomar cada vez que nevaba, le dejó solo y Avner se dispuso a examinar su nueva morada para las próximas semanas. Sencilla, acogedora, casi todo en la planta baja menos su habitación, situada en el primer piso abuhardillado. Comprobó con satisfacción que el tubo de la chimenea pasaba cerca de la cama y eso le daba a la estancia un ambiente cálido y agradable.

Los primeros días no se dedicó inmediatamente a escribir, sino más bien a liberar su mente de todo aquello que le impedía concentrarse y hacer un trabajo digno. Cortó leña, paseó por los bosques cercanos, bajó hasta el pueblo para comprar aquellas cosas que había creído innecesarias para su estancia en la cabaña y aprovechó para terminar de leer un par de libros o tres que tenía empezados desde ya hacía algún tiempo. Allí, encerrado con su soledad al abrigo del frío delante de la chimenea empezó a sentirse como en casa.

Justo el día que quería ponerse a trabajar apareció un inesperado compañero cerca de la cabaña. Era un border collie adulto, con un precioso pelaje blanco y negro aunque algo estropeado. Quizá se había escapado o se había perdido, pero no llevaba ningún tipo de collar ni identificación. Lo vio sentado sobre la nieve al lado de los escalones que daban acceso a la cabaña, justo cuando volvía de un largo paseo. Estaba a punto de anochecer y supuso que el perro llevaría horas o quizá días sin comer.

̶ ¿Tienes hambre, amigo? ̶ le preguntó.

El can le miró y luego miró a la puerta, moviendo el rabo enérgicamente tres o cuatro veces.

̶ Me parece que sí… ̶ y abriendo la puerta invitó al animal a entrar, lo que éste hizo sin pensárselo mucho. Olisqueó todos los muebles y todos los rincones mientras el escritor se despojaba del abrigo y de las botas. De repente, el perro empezó a ladrar, señalando con el hocico hacia una vieja cómoda que permanecía pegada a la pared. Era un mueble al que el escritor no le había hecho mucho caso, ya que no lo utilizaba. Pero al acercarse vio cómo algo parecía moverse. Entre la tapa de la cómoda y el primer cajón había un hueco, y sobre él un estante corredizo. El escritor lo sacó y pudo ver un antiguo tablero de ajedrez, con las piezas dispuestas en mitad de una partida interrumpida. Estaba un poco polvoriento, pero en buen estado. Se fijó en el desarrollo de la partida y se percató de que el alfil blanco le estaba dando jaque al Rey negro. Qué tontería pensó, y movió el Rey para ponerlo a  salvo.

Después de esto, volvió a meter el estante en su sitio y se dispuso a hacer la cena. El collie parecía ser buena compañía, así que después de cenar dejó que se tumbara al calor del hogar mientras él se acostaba en su buhardilla.

Al día siguiente el perro seguía en la casa, evidentemente, y el escritor decidió adoptarlo.

Cuando volvieron los dos de su paseo matutino se dispuso a escribir. El animal no se separaba de él y en cierto modo era reconfortante. Sacó el ordenador, ordenó sus apuntes mientras éste se encendía e intentó ordenar también sus ideas. Ahí estaba su novela a medio acabar, esperándole.

Empezó a teclear. Una, dos, tres palabras. Paró. No tenía sentido, no era coherente. Un párrafo entero. No le gustaba. ¿Qué le estaba pasando? Borró las últimas líneas y empezó de nuevo, pero no lograba plasmar su idea de una forma brillante en la pantalla. Ni siquiera de una forma decente.

Le sacaron de su sombría incapacidad los ladridos del animal. Otra vez señalaba la cómoda con el hocico y la cola extendida.

̶ Sshh, ey, tranquilo, amigo… ̶ le susurró acariciándole. Pero el perro seguía atento con la vista fija en el mueble. El escritor sacó el estante donde reposaba el ajedrez y notó algo extraño. El alfil blanco que la noche anterior amenazaba al Rey negro había retrocedido hasta una posición segura. Al principio no supo muy bien como tomarse aquello, pero luego supuso que él mismo habría movido la pieza y ahora no se acordaba. Así que volvió a poner al Rey donde lo había encontrado la primera vez. Volvió al escritorio pero las ideas seguían sin acudir a su cabeza. Bueno no te preocupes, pensó, llevas días sin escribir, date tiempo…

Otro movimiento del perro le hizo volverse y efectivamente, otro alfil había cambiado su pieza en el tablero. Sin pensarlo mucho, protegió la Dama negra cambiándola de posición.

Antes de irse a dormir volvió a comprobar el tablero. La Dama blanca había retrocedido y él aprovechó para comer un peón, y se fue a dormir pensando que ya llevaba una pieza de ventaja.

Pero a la mañana siguiente cuando fue a revisar la partida instintivamente y todavía medio dormido vio que las blancas, lejos de recuperar su peón, estaban montando un ataque en la diagonal. Avner movió al azar y pensó que se estaba volviendo loco en la soledad de aquella cabaña. Intentó apartar de su cabeza los extraños movimientos del tablero e intentó concentrarse.

La pantalla del ordenador le devolvía su reflejo con indolente claridad. No estaba haciendo nada de lo que se había propuesto. Quizá un trago le animaría un poco, en aquella vieja cabaña alguna bebida tendría que haber.

Pero no encontró nada, no había una sola botella que contuviera algún tipo de licor en la casa. Pensó con nostalgia en el whisky escocés que guardaba en el mueble bar de su piso con aquel aroma a madera y aquel sabor tan seco y tan agradable a su vez, turboso y ahumado. Al principio lo guardaba para las grandes ocasiones, pero con el tiempo se había convertido en habitual acompañante en sus noches de trabajo.

Pensó en bajar al pueblo pero cayó en la cuenta de que era domingo, y en aquella pequeña población perdida en medio de las montañas no iba a encontrar nada abierto un día festivo. Quizá era mejor no tener el whisky a mano, pues sus últimas obras habían perdido algo de calidad y tal vez sería mejor escribir sin su influencia. No se le había ocurrido aquello hasta ése momento.

Viendo que no era capaz de continuar trabajando, fue hacia la cómoda y con cuidado de no tirar ninguna pieza, sacó el ajedrez del estante y lo colocó encima de la mesa del escritorio después de desempolvarlo escrupulosamente. El border collie seguía atento todos sus movimientos. Sentado en el suelo a su lado, le miraba como invitándole a que realizara su movimiento.

̶ Está bien ̶ le dijo ̶ pero necesito escribir. Moveré una pieza al día.

El perro ladró, como si estuviera de acuerdo, y el escritor movió el caballo negro consciente de que si no lo hacía las blancas tenían el mate en dos movimientos.

Después de la caminata por los nevados caminos sintió por fin como las palabras se amontonaban en su cabeza. Se sentó a escribir, preso de un delirio febril y de pronto todo cobró sentido. Su novela fluía con facilidad y grandes ideas acudían a su mente. Aquel día se fue a dormir realmente satisfecho, por fin, después de tantos días de negra perspectiva.

A partir de ahí Avner siguió la misma rutina cada mañana: se levantaba, desayunaba, movía una pieza del tablero de ajedrez y salía a caminar con el perro siempre a su lado. Por las tardes se dedicaba a escribir mientras afuera anochecía rápidamente. Acostumbrado al bullicio y las luces de su ciudad, nunca había pensado que en aquellas latitudes pudiera oscurecer a una hora tan temprana, finalizando así por completo la actividad diaria de los habitantes de la zona.

El desarrollo de la novela avanzaba rápidamente y su conclusión parecía cercana, así como la misteriosa partida de ajedrez, que debido al envite constante de las piezas blancas le causaba una gran dificultad mantener la posición defensiva apoyando al Rey negro.

Finalmente, terminó de escribir. Esta sería sin duda alguna su obra maestra que le devolvería a la primera fila de los autores más influyentes del momento. Cuanto más la releía, más perfecta le parecía la trama, más ágil y audaz, y los personajes más tangibles.

En cambio, sobre el tablero las piezas blancas también culminaban su particular obra maestra. Sin demasiadas bajas en ninguno de los dos bandos, las negras languidecían acorraladas por el potente ataque de sus adversarias. En un esfuerzo inútil por prolongar la agonía, Avner movió la torre tapándole el jaque a la Dama blanca, y tremendamente agotado, se fue a dormir.

A la mañana siguiente se despertó sintiéndose mejor que nunca. Había dormido de un tirón por primera vez en muchos días y la satisfacción de tener la novela terminada inundaba su estado de ánimo. Ése mismo día recogería sus cosas y volvería a la ciudad, así que llamó al dueño de la cabaña para avisarle de ello.

Bajó a la salita y allí sentado junto al escritorio el perro le aguardaba pacientemente. Se sentó despreocupadamente enfrente del ordenador y lo encendió. El border collie ladró, regañándole, y volvió su vista al tablero con atención. Tal y como había imaginado, el movimiento de la torre atacante unido a la clavada de la torre negra, incapaz de defender dos posiciones a la vez le daban la victoria a las piezas blancas.

̶ Jaque mate, amigo ̶ le dijo, acariciándole la cabeza y tumbando el Rey negro sobre el tablero. Después, paladeando con enorme placer una copa del mejor whisky escocés que había probado jamás le dio el último repaso a la novela antes de hacer las maletas. Definitivamente, ésa era su mejor obra, y aquel whisky era el mejor whisky del mundo.

Cuando llegó el viejo Henry Avner ya lo tenía todo a punto. Cargó los bultos en el coche del anciano y luego miró alrededor, buscando al perro, pero éste no aparecía. Silbó.

̶ ¿Qué hace?

̶ Pues llamando al perro. Ha estado conmigo aquí este tiempo y me lo llevo a mi casa. Apareció de repente, era un border collie blanco y negro…

̶¿Está seguro? ̶ le preguntó el casero.

̶ Hombre, claro. Me ha hecho compañía estos días…

̶ El único perro así que había en esta zona era el del viejo Jack. El último propietario de esta casa antes de que sus hijos me la vendieran a mí.

̶ ¿El viejo Jack? ¿De quién se trataba?

̶ Verás, muchacho… el viejo Jack construyó esta cabaña cuando se retiró del negocio. Vino aquí para disfrutar de su vejez y de su soledad después de la muerte de su esposa. Sólo tenía como compañía a un perro como el que tú dices y a un antiguo empleado que subía hasta aquí para jugar al ajedrez con él alguna tarde, cuando el mal tiempo se lo permitía. Ambos eran muy aficionados a ese juego. Hasta que murió. ̶  Hizo una pausa  ̶ Entonces sus hijos se llevaron todas sus cosas y pusieron en venta la cabaña. Yo no la quería, pero tampoco quería que se echara a perder y así la compré para alquilarla a gente como usted.

El escritor escuchaba atentamente cada palabra del anciano, intentando asimilar lo vivido aquellos días. Se habían puesto ya en marcha hacia el pueblo, donde Avner cogería el tren que le devolvería a su ciudad. Del collie negro y blanco no había ni rastro.

̶ No se lo llevaron todo, entonces ̶ dijo.

̶ ¿Cómo dices, hijo?

̶ Pues… el ajedrez. Estaba allí, en una cómoda. Yo lo vi ̶  pero no se atrevió a decirle a Henry que había estado terminando una partida sobre ese mismo tablero.

̶ Oh no, te lo aseguro. Cuando me quedé la cabaña yo mismo cambié los muebles de sitio y organicé un poco todo aquel desastre. Sus hijos se lo habían llevado todo, la ropa, los cuadros, el ajedrez también. Ni tan siquiera pude encontrar una botella. ̶ añadió, guiñándole un ojo ̶ y mira que busqué bien por toda la casa.

̶ ¿Una botella… de qué? ̶ preguntó Avner.

̶ De whisky, hijo, de whisky. El viejo Jack tenía una destilería y la dejó a sus hijos cuando murió su mujer, y se retiró a la montaña, pero él siempre tenía una botella de su brebaje en casa para las visitas. Eso era lo mejor de venir a verle porque ¿sabes una cosa? el whisky escocés del viejo Jack era realmente el mejor whisky del mundo.

El extraño

@nandopilgrim

Siempre espero que el verano tarde un poco en llegar, que no tenga prisa. Prefiero el frío del invierno, la lluvia, el viento, los días grises. No es que me guste regodearme en la melancolía de la caída de las hojas en otoño, los árboles desnudos y demás, pero simplemente me parece que cuando hace frío los días son más productivos. Y más hogareños.

El verano, con todo ese calor que te juzga a cada paso que das por una calle que parece el embudo de un secador de pelo, con la sensación desagradable y pegajosa del sudor perenne, la pereza de hacer nada… me puede. Luego, claro, está la parte buena: las vacaciones, la playa, las piscinas, las siestas con o sin Tour de Francia, las charlas hasta la madrugada, los paseos nocturnos…

Cada estación tiene su parte positiva y hay que exprimirlas al máximo para no perder un ápice de vida.

Pero cuando he salido a por el pan algo me ha dicho que el verano ya estaba aquí. Así, sin avisar, de golpe. Ha caído sobre mí con todo su peso. Resignado, he ido a la panadería-cafetería que por suerte está cerca de mi casa pensando en que los pantalones vaqueros ya me empiezan a molestar. Al menos el establecimiento tiene el aire acondicionado encendido.

Después de hacer la compra he visto a la pareja de ancianos que cada día acuden allí a tomarse una cervecita y un aperitivo ligero. Se sientan delante del televisor del local y se entretienen con el concurso matinal. Lo comentan y parecen felices. Él le toma la mano y ella le mira. Pero algo en su mirada es diferente a la de ayer. No le conoce. Hoy no.

Él lleva en su rostro toda una vida de recuerdos y de experiencias vividas a su lado. Y hay días en que hablan de ello, y se ríen, y recuerdan. Y si ella no se acuerda, él sigue hablando de otros tiempos y siguen construyendo juntos el pasado. Parece que cada arruga en su piel y en su cara tiene algo que contar.

Pero hoy no hablan, ni ríen, ni recuerdan. Hoy simplemente miran el televisor y de vez en cuando él comenta algo relacionado con el concurso, y ella asiente sin decir nada. No conoce a ese hombre que está sentado a su lado. Sin embargo, se ha dejado vestir con sus mejores ropas (como cada día) y lleva un pelo estupendo y las manos llenas de sortijas y pulseras. E incluso va un poco maquillada. Cada mañana él la viste y la prepara antes de salir de casa, aunque ella no se acuerde de quién es ni de por qué tiene que hacerlo. Para ellos cada día es domingo, y van vestidos para la mejor de las ocasiones. ¿Qué más da si hoy es jueves? A ellos no les importa.

Hoy él coge sus manos entre las suyas y las acaricia amorosamente. Ella le mira, agradecida y al mismo tiempo extrañada ante esas muestras continuas de cariño. Como se porta bien, no le dice nada. No le molesta. Él puede ver en sus ojos cómo se asoma el abismo de la incertidumbre, y se muere por explicarle todo lo que han pasado juntos, por relatarle cada capítulo de su vida como si de una novela se tratase. Pero sabe que es inútil, que no servirá de nada. Ya se dio cuenta de que ello no la ayuda a recordar, es más, la hace sentir peor, porque se siente culpable por no acordarse de todas esas cosas bonitas que él le cuenta. Así que él calla, coge su mano y mira la tele.

Cuando se terminan la cerveza y el concurso ha acabado, van como todos los días a dar un paseo por el parque y por la avenida.

Hay días en que él es para ella su marido, el compañero de toda una vida, y otros en que solamente es un extraño.

Vicentet i Vicenteta

1.

Vicentet remugava a soles coses inversemblants que només ell entenia. Ara, a la vellea, quan ja no li quedava cap família al poble perquè el seu nebot s’havia emportat a la seua germana a la ciutat, segons deia perquè volia cuidar millor de sa mare que estava fent-se ja major, Vicentet havia d’apanyar-se-les tot sol per fer-se el dinar i el sopar i llavar-se la roba.

I des de feia un temps que havia començat a parlar a soles. Parlava de moltes coses, del gos que tenia quan era xicotet, de l’haca que se li va morir fa poc, del bancal que ningú ja anava a cuidar ni a dur-lo a pegar una miradeta de tant en tant. Els xiquets del poble quan passaven a prop del seu portal, on seia a la fresca allà a boqueta de nit quan ja no calfa tant el sol, de vegades deixaven de prestar-li atenció a la pilota i se’l miraven, entre divertits i temorosos. Vicentet no s’havia portat malament amb ells mai de la vida però últimament semblava un poc més apardalat del normal. Que ja és dir.

I parlava molt de la guerra, aquella que tant de mal va fer a tantes cases i famílies, i sobretot parlava de Vicenteta. Però d’això ningú ho sabia, perquè quan parlava de Vicenteta abaixava la veu més encara, i la remor de la seua veu es perdia en un gemec suau que solia acabar en una llàgrima traient el cap entre els ulls blaus que tenia i el nas, eixe amb tanta personalitat que li marcava la cara des de ben menut.

Perquè Vicentet no havia oblidat mai la Vicenteta, i com hi havia d’oblidar-la, si la veia passar cada dia per la porta de sa casa?

Cada dia, per anar a missa de nou.

I ella ni el mirava, però de bon segur que sabia que ell estava allí, assegut a l’entradeta, amb la cortina del carrer mig alçada. O això volia pensar ell, que ho sabia.

Vicentet maleïa cada dia aquell matí que se’n va anar tot il·lusionat a la guerra, al front de Terol, a lluitar per la pàtria i la llibertat. Tenia moltes anècdotes d’aquells dies i moltes històries que contar, però anaven oblidant-se-li i se li barrejaven amb altres que havia sentit i escoltat a la presó a altres companys que, com ell, foren apressats pels franquistes abans de poder fugir-se’n d’aquell desgavell.

Va tindre sort, això no obstant, el dia que confinat amb molts més a una cel·la d’una plaça de bous, al canvi de guàrdia un tinent el va reconéixer, ja que venia del poble del seu pare i l’havia vist créixer des de xiquet. A la nit i emparats per la foscor ell i dos més pujaren a un carro i els enviaren al poble sense tindre l’honor (segons deien les males llengües) de rebre l’estocada de gràcia per part del mateix Manolete.

Llavors el seu cor tremolava d’esperança i de por alhora, i de ganes de tornar a veure la seua estimada Vicenteta, i d’abraçar-la, i de donar-li el cordell amb la imatge de la Mare de Déu dels Desemparats que portava el seu germà sempre damunt, abans que l’abateren a tirs en la serra de Saragossa i que li havia confiat perquè li’l tornara a Vicenteta, dient-li que cuidara de la seua germana, ja que a ell se li escapava la vida en aquella inutilitat de contesa, pobre Boro, que encara era un xiquet.

Malgrat els molts esglais patits pel camí arribaren a casa sans i estalvis, i només per descobrir que Vicenteta s’havia casat el dissabte passat amb el Gabriel, un altre xicot del poble que també havia tornat del front i que sempre havia estat darrere d’ella, fins que va convéncer els seus pares i a ella també, quin remei, que casar-se amb ell era la millor opció per a la xiqueta.

Vicentet no havia pogut arrimar-se mai a ella ni dir-li res, i el dia que ho va intentar el Gabriel li va fotre una espenta que quasi el fa rodar carrer avall fins a la séquia.

I des que va tornar la gent del poble no era la mateixa, i se’l miraven malament, i inclús algú li va insinuar que per culpa d’ell en el poble passà el que passà, sense que Vicentet sabera a què es referia, perquè ell estava presoner quan va ocórrer tot allò i s’havia salvat de miracle, però ningú l’escoltava.

Almenys tenia sa germana amb qui vivia i l’hort per passar les hores, i els pardalets que anava a caçar i els feia criar per després vendre’ls a les fires d’altres pobles, i els dies, i els mesos, i els anys, perquè Vicentet ja no va voler saber res de ningú, ni dels amics, ni de cap xicona que alguna vegada li va demanar que la traguera al ball de les festes d’agost.

I així fins que es va fer major, i es va quedar a soles del tot.

I cada dia passava Vicenteta per anar a missa de nou, i no el mirava, ni tan sols quan es va quedar vídua, i Vicentet pensava que ja no pagava la pena explicar-li-ho tot, ni tornar-li el cordell del seu germà, perquè a ell tampoc li restava molta vida i ja feia temps que havia aprés a dir-ho tot sense obrir la boca i a plorar sense que ningú el sentira.

2.

Vicenteta eixia tots els dies de casa un poc abans de les nou del matí per anar a missa. Després tornava passant per la fruiteria o la carnisseria de Marieta, la seua cosina. Però en anar sempre pegava una volteta de més. En lloc d’enfilar el carrer Major i anar recta des de sa casa fins a la plaça de l’església trencava per un carrer que tirava tort i que també donava a la plaça, però per un costat. No podia evitar-ho i a més amb la por sabent que el Gabriel s’enfadaria si se n’adonava. Però com ell només havia anat a missa els diumenges i això si estava de bones, no li havia dit res mai. I ara, des que se n’havia quedat vídua ja no es preocupava. Però havia descobert que allò que la feia tremolar quan passava per eixe carrer no era la por que el seu home li marmolara, i menys ara que ja no podia. Era el fet de veure a Vicentet assegut cada dia a l’entradeta de sa casa amb la persiana mig baixada. Només se li veien les cames, i a voltes mitja camisa d’eixes de ratlles que sempre es posava, sense fer distinció entre dies entre setmana i festes de guardar, però mai la cara. Ella se’l mirava de reüll i caminava més de pressa encara, sense voler.

I així cada dia. Ja podia ploure.

Vicenteta maleïa aquell matí en què Vicentet se’n va anar disfressat de militar en un autobús en companyia d’altres joves del poble i dels voltants que havien baixat fins allí per anar tots junts. En aquell moment no hi havia tristor, els joves reien i cantaven i saludaven amb la gorra des del vehicle, feliços i orgullosos d’anar a defensar la causa. A les novel·letes que tenia ella a casa li semblava molt romàntic llegir sempre com una xicona esperava enamorada que el nuvi tornara de la guerra mentre s’intercanviaven llarguíssimes cartes d’amor. Però l’estimat de vegades tornava, i de vegades no, i ara Vicenteta haguera desitjat que Vicentet no hi hagués pujat a eixe autobús. No volia cartes d’amor des del front, s’estimava més anar a fer una volteta a l’era a boqueta de nit (sempre acompanyats del seu germà menut, només faltaria!) i seure al mur de la séquia a escoltar com ell li explicava com era i com criava cada pardalet que sentien xiular.

Però se’n va anar.

I els dies passaven i les setmanes i els mesos, i de sobte un dia les cartes deixaren d’arribar. Alguns joves tornaren al poble, derrotats i malferits, i a poc a poc anaren arribant les notícies. Alguns no van tornar, i la xiqueta es va fer de plorar que pareixia que se n’havia eixit el marge.

I el Gabriel, un xicot del poble de bona família que havia aconseguit tornar sa i estalvi de la guerra va començar a fer tractes amb el seu pare per les terres i els animals, i va anar arrimant-se a Vicenteta, que no el volia ni veure, perquè el Gabriel anava contant pel poble que Vicentet havia resultat ser un traïdor i que els va vendre a tots allà a la serra de Saragossa, on el pobre Boro havia trobat la mort sent encara un xiquet, el seu xiquet, aquell que els acompanyava a l’era sempre corrent i tirant pedres a gats i gossos. I ella no s’ho creia, però a poc a poc s’ho va anar i quan son pare la va mamprendre per davant i li va dir que ja estava bé de tant de plorar i de fer la mà, que ja estava en edat de casar-se i que el desgraciat eixe no havia de tornar al poble i més li valdria que ni se li ocorreguera, i que el que havia de fer era casar-se amb el Gabriel que era bon xicot i amb ell no li faltaria mai de res, ella va cedir.

I just una setmana després de la boda va tornar Vicentet. I aleshores se li va barrejar tot al cor i tornava a plorar quan ningú la veia i es quedava a soles, plorava de ràbia, de por, d’alegria i de tristesa, tot alhora, i va arribar a pensar que el que li passava és que s’havia tornat boja.

Vicentet ja tenia la fama feta al poble abans d’arribar, i quan va tornar, ningú li ho va posar fàcil. Ell feia la seua vida sense molestar a ningú i mai li va dir res. Ella, les poques vegades que se’l va trobar pel carrer no es va atrevir de mirar-li a la cara.

I així passaren els anys, i la vida, més bé o més mal, amb més o menys penúries típiques de la postguerra, de la fam i del règim, va anar transcorrent sense tindre massa sal ni massa sucre. El Gabriel no va ser capaç de donar-li mai un fill i en el temps, ni d’intentar-ho tampoc, ja que va començar a beure més diners dels que guanyava i a donar-se a la mala vida. No parlaven mai de la guerra, encara que també fora cas, per al poc que parlaven, i ella es va quedar amb les ganes de preguntar moltes coses.

I després va morir el Gabriel, i allò la va alleugerir d’una manera que no se l’esperava, malgrat ser i de considerar-se una bona cristiana sabia que anava a estar millor així.

Però tampoc s’atrevia a anar a parlar amb Vicentet i preguntar-li com estava, i més ara que la germana se n’havia anat a la ciutat amb el seu fill major perquè estava delicada.

Fins que un dia va pensar que ja estava bé de tot allò i en anar a missa de nou tornà a passar com cada matí pel carrer de Vicentet i es va parar davant de la cortina mig alçada, però ell no li va dir res. Va mirar a banda i banda del carrer i no va veure ningú més, i es va acostar a la porta espaiet per si estava dormint i va alçar la persiana.

Vicentet estava assegut a l’engrunsadora on seia tots els matins, mortet i amb mig somriure als llavis, i en la mà tancadeta mostrava una medalleta de la Mare de Déu dels Desemparats, que ella de seguida va reconéixer, i no li va fer falta preguntar res més.

Sueños non gratos

@nandopilgrim

Otra noche igual, casi en blanco, sin apenas descansar, en mitad del sueño y de la desesperación. Otra mañana en que se despertaba sin saber muy bien qué había soñado y qué había pasado en realidad, sabiendo que se llamaba Jacinto y que estaba en su casa porque la chica que vivía con él, Nuria, así se lo repetía.

También le decía que era su novia.

Pero él no se acordaba de nada. Ni de quién era, ni de qué hacía allí, ni de nada. No sabía cuál era su trabajo, ni sus amigos, sus aficiones…

Aquel accidente le había borrado de la cabeza toda información. Así que no tenía más remedio que creer lo que Nuria le iba contando.

Si bien era cierto que cuando despertó en el hospital fue su rostro lo primero que vio, no le produjo ninguna sensación. No sabría decir si la amaba, si la quería como a una hermana o si era lo que en ese momento representaba para él: una auténtica desconocida.

Pasaba los días en casa, viendo la televisión y perdiendo el tiempo, sin poder salir solo por miedo a perderse, y yendo a revisiones periódicas al neurólogo para comprobar que, al menos, su memoria no se había deteriorado más todavía. El médico era de la opinión de que la recuperaría con el tiempo, y que sólo tenía que tener paciencia.

Jacinto se extrañaba de no encontrar nada en el piso que le recordara a su vida pasada, pero Nuria le dijo que él tenía su propio piso y que vivían cada uno en su casa, pero que en su estado no podía dejarle ir allí. Él quiso insistir, pues pensaba que quizá una visita a su hogar le traería recuerdos a la memoria, pero Nuria lo negaba alegando que era demasiado pronto. Le enseñaba algunos discos y libros que decía que él le había regalado, pero no se acordaba de nada.

De todos modos, decidió seguir el consejo del médico y esperar a que pasara un tiempo, a ver si con ello conseguía resolver algo.

Una noche, estando en la cama, Nuria le dio una patada. Jacinto se despertó sobresaltado, y ella se disculpó diciéndole que hablaba demasiado en sueños y no la dejaba descansar. Ya no volvió a dormirse en toda la noche temiendo molestarla.

Pero esto siguió sucediéndole en los días siguientes

Jacinto pensó que quizá aquello le podría ayudar a recuperar la memoria. Una mañana, cuando Nuria ya se había marchado a trabajar salió de casa con una libreta para ir apuntando el nombre de las calles por donde pasaba hasta que encontró lo que buscaba: una tienda de electrodomésticos. Compró una grabadora pequeña y volvió al piso. Por la noche, antes de acostarse, la encendió y la colocó en la mesilla de noche de manera que Nuria no pudiera verla, pues no quería contarle por el momento para qué la quería. Como no sabía si iba a funcionar prefería guardar el proyecto en secreto. Además, Nuria se portaba muy bien con él pero había momentos en que su carácter le sorprendía un poco, y no quería decirle que había salido de casa solo. Le asustaba su posible reacción.

La primera noche apenas obtuvo resultados. Algún quejido, alguna risa, palabras unidas incoherentemente. Pero poco a poco fue consiguiendo algo más concreto, sobre todo a partir de que su novia le desterrara al sofá del salón porque apenas la dejaba dormir. Al descansar peor en aquel incómodo sofá, Jacinto tendía a hablar más en sueños.

Y la pesadilla se repetía. Ana, Iván, llanto, arrepentimiento. No conseguía unir correctamente todos los datos pero iba entendiendo de qué se trataba.

Iván podría ser un compañero de trabajo o un amigo, y Ana era su mujer. Pero Jacinto había mantenido relaciones con ella e Iván les había descubierto.

A medida que escuchaba las cintas y se convencía de ello, las borraba. Lo último que quería en el mundo era que Nuria se enterara de aquella historia. A menos que ya lo supiera, claro, pero ella nunca le había hablado de ello.

Con el paso de los días las grabaciones eran cada vez más explícitas. Parecía que aquello sí que le ayudaba a recuperar su memoria, pero solo mientras dormía. Al menos ahora también podía recordar imágenes. Reconstruyó una escena posible.

Él estaba en la cama con Ana cuando llegó Iván y discutieron. Su amigo le amenazó con despedirle. Era, pues, compañero de trabajo además, o su jefe seguramente. Estaba muy dolido, pues parecía que entre los dos había mucha confianza. Iván le reprochaba a Ana que sólo estuviese con él por su dinero, y que había sido así desde el principio. Jacinto se encontró en medio de aquella discusión viviéndola en tercera persona. Eran ellos dos los principales protagonistas.

Lo que no podía era recordar dónde estaban. Cada vez que escuchaba las cintas y reconstruía la escena se la imaginaba en el propio dormitorio del piso de Nuria. No conseguía acordarse de ningún detalle. Ni siquiera de las caras de Iván y Ana.

Su rutina cada vez le aburría más y más y no podía remediarlo de ningún modo. Nuria se levantaba, se iba a trabajar, casi todos los días volvía con algo de compra, cenaban, veían la televisión un rato y se acostaban. Desde que le había desterrado al sofá ni siquiera hacían el amor ya. Tampoco sabía a qué se dedicaba ella, aunque cuando le preguntó le dijo que trabajaba en unas oficinas.

Cada vez que Jacinto intentaba averiguar algo sobre su pasado su novia le insistía en dejar el tema. Le decía que era el médico el que tenía que marcar las pautas y que su memoria tenía que regresar de un modo gradual, sin forzar nada. Jacinto, evidentemente, no estaba para nada de acuerdo, pero no se atrevía a llevarle la contraria. Le costaba imaginar qué le había llevado a enamorarse de una persona como ella y no se sorprendía de haber tenido un lío con otra, dadas las circunstancias.

Cuando Nuria le levantó el castigo de dormir en el sofá, los episodios de hablar en sueños prosiguieron. Hasta que un día Nuria mientras desayunaban le preguntó:

̶  ¿Qué es lo que tienes en la guantera de tu coche, cariño?

Jacinto no supo qué responder.

̶  ¿A qué viene eso?

̶  Tú sabrás, que lo repetías mientras soñabas. Que lo tenías todo allí  ̶  añadió.

Jacinto no sabía siquiera si sabía conducir, ni qué coche tenía. Pero la cinta le reprodujo más tarde que lo que decía Nuria era cierto. Había dicho en sueños que todo estaba allí, en la guantera de su coche.

Pero al día siguiente la grabación le reveló una sorpresa desagradable. Ya no era tan sólo su voz la que había quedado registrada, sino la de Nuria también. Y le preguntaba si se acordaba de dónde había dejado las llaves del coche, y él le respondió que no, pero que tenía una copia en el frutero de su cocina.

Por la noche, mientras Nuria se duchaba, Jacinto registró su bolso. Allí encontró un documento de identidad, el de Iván, y dos cartillas de ahorros, todo ello metido en un sobre. Iban las dos al nombre de su amigo y de Ana, su mujer. También había tarjetas de crédito. Al ver la foto en el dni le reconoció de inmediato: era él, su jefe y su mejor amigo de toda la vida. Jacinto se sintió miserable, pero no supo adivinar por qué Nuria tenía aquellos documentos en su poder, siendo, seguramente, lo que él guardaba en la guantera de su coche.

Mientras cenaban se armó de valor y preguntó, como quien no quiere la cosa, por Iván. Le dijo que se había acordado de él de repente.

Nuria pareció sorprendida, pero se alegró de que fuera recuperando la memoria. Le dijo que esa misma mañana había hablado con él, que no tenía que preocuparse por el tiempo que llevaba de baja, que tenía el puesto asegurado y que cuando estuviera un poco más recuperado para asimilar más información se pasaría por casa para hacerle una visita. Jacinto no sabía en ese momento si aquello era bueno o era malo, pero, como todo, el tiempo lo diría.

Nuevas grabaciones le aportaron más datos. Su amigo había conseguido dar un buen golpe con sus negocios y Ana y Jacinto planeaban robarle todo el dinero y marcharse a otro país. No daba crédito a lo que escuchaba cuando reproducía las cintas. Era todo demasiado frío y despiadado, demasiado irreal. No había humanidad alguna en aquella historia y él se negaba a aceptar ese yo que apenas reconocía. No podía creer que en esos sueños hablara de él mismo. Quizá antes de perder la memoria era así: traidor, infiel y un ladrón, una persona sin escrúpulos.

Y llegó la pesadilla definitiva.

Ana y Jacinto se hallaban en la cama cuando llegó Iván. Discutieron. Su amigo no podía creérselo. Incluso lloraba. Ana gritaba acusando a su marido de que nunca la había querido. Él decía que no era cierto. A su vez, él le reprochaba que sólo le quisiera por el dinero. Una pistola apareció en manos de Ana, Jacinto intentó impedirlo, empujó a Iván y este se golpeó la cabeza contra la mesilla de noche.

La mesilla de su propia habitación. Luego, la oscuridad y el silencio.

Jacinto no tenía ninguna duda: Iván estaba muerto y Nuria le mentía. Quizá por ello tenía sus documentos. Quizá ya conocía toda la historia. Quizá le iba a acusar de asesinato y las cartillas y el dni eran la prueba.

Pero ¿y Ana? ¿Qué había pasado con ella?

Jacinto no tenía ni idea pero aquello le inquietaba sobremanera. Había descubierto que además de engañar a su mejor amigo y a su propia novia, le había matado. Fue un accidente, sí, pero por su culpa.

Aquella noche Jacinto apenas pudo dormir. Sus sueños intranquilos se convirtieron en pesadillas que desembocaban en bruscos despertares. Nuria intentaba consolarle cada vez que se incorporaba, sobresaltado. No estaba enfadada, sino más bien comprensiva y Jacinto lo agradeció, aunque no lograba mitigar su desasosiego con sus caricias.

Volvió a soñar. La discusión, la pelea, el golpe en la mesilla. Se despertó sudando, dormía de lado y sus ojos tropezaron directamente con el mueble. Y  sí, allí estaba el golpe. En la mesilla de noche de la habitación de Nuria.

Que también era la habitación de Iván.

Jacinto saltó sobre la cama y se volvió hacia ella.

̶  Tú eres Ana, ¿verdad?

Ana, lentamente, levantó el arma y disparó.

Mi pueblo

@nandopilgrim

Me encantan los veranos en el pueblo. Concretamente el mes de agosto, cuando la mayoría de la gente vuelve para pasar sus vacaciones.

Es entonces cuando se oyen las risas de los niños en la piscina pública, inédita de bañistas hasta ese momento, y los reencuentros de la gente que se ve tan sólo de año en año en los dos únicos bares del lugar y que están en la plaza mayor.

Es cuando las abuelas reviven la ilusión por cocinar los mejores dulces y postres para sus hijos y sus nietos y cuando las casas viejas, abandonadas durante casi todo el año o apenas con uno o dos inquilinos perennes se vuelven a llenar de alegría, de voces y de jaleo.

Se oyen también, casi siempre a la hora de la siesta, los pelotazos que propinan los más pequeños con el balón nuevo de fútbol contra las paredes de algún corral, como si ellos no sintieran el calor ni necesitaran descansar después de comer. Es esa época cuando el abuelo que siempre va solo al campo llena el carro de chiquillería y, empujados por un paciente mulo se los lleva a que se bañen en las acequias y cacen las lagartijas que toman el sol en los muros de los huertos para cortarles el rabo.

Y cuando está anocheciendo se puede disfrutar de la algarabía de los pájaros que corren a retirarse escondiéndose entre las ramas más frondosas de los árboles. Es un espectáculo que las prisas del día a día no nos deja apreciar.

El viento trae el fresco olor a heno de la siega, que es temporada, y después de la cena la gente saca la silla a los portales abiertos de las casas y hablan sobre todo lo que tienen pendiente, cuentan todo lo que saben e inventan lo que no. Si te acuestas con las ventanas abiertas es probable que te enteres de todo lo que se comente en tres o cuatro conversaciones diferentes a la vez.

Luego llegan las fiestas de agosto. Las de la Virgen, las mismas que en casi todos los pueblos, o las del fin de la cosecha para la gente que no quiere acudir a ningún acto religioso, aunque les cueste luego aguantar el sermón del cura cuando se los encuentra en el bar porque ya se sabe: si Mahoma no va a la montaña…

Se colocan las luces y los banderines de colores por las calles y la gente se pone esos trajes típicos regionales que sinceramente, creo que están hechos para el invierno y no para el verano; no hay más que verles las caras enrojecidas por el sofoco a los chicos y las chicas que valientemente acuden a los actos oficiales de las fiestas.

Entonces hay verbenas y pasacalles, y tiran tracas y petardos, algunos se equivocan de casa a la hora de ir a dormir cuando ya está amaneciendo y otros directamente duermen la borrachera en la fuente. Pero la plaza del pueblo llena de mesas y sillas cuando la gente sale a cenar mientras la orquesta ameniza la velada, las luces de colores, las guirnaldas, los niños correteando detrás de los perros que se acercan a por un pedazo de las sobras, todo ello es probablemente la imagen más alegre de cada verano.

Alguna anciana llora quedamente mientras recuerda a su marido que tanto le gustaban estos momentos y este año no ha llegado a disfrutarlos, y se consuela con la compañía de otra cuyos hijos este año han preferido irse al Caribe a pasar sus vacaciones tirados en una tumbona todo el día tomando el sol sin hacer absolutamente nada más que perder el tiempo.

Luego, cuando ya se acaba la procesión del día grande de las fiestas al poco empiezan las tormentas típicas de finales de verano. Se ennegrece la tarde y los chaparrones se suceden en breves intervalos mientras un airecillo con aspiraciones de violento se dedica a recorrer las casas por dentro, refrescándolas y cerrando bruscamente alguna ventana o alguna puerta.

Después de todo esto, las puestas de sol son mucho más bonitas, y el color rojizo que colorea todo el cielo nos avisa de que el verano se termina y hay que abandonar el pueblo para volver a la rutina de siempre y hay que despedirse de esas espectaculares noches estrelladas libres de la contaminación lumínica.

Por todo esto me gustan los agostos en el pueblo. Por la vida que despierta de su letargo otra vez, por esos momentos mágicos de felicidad que no por efímeros son menos intensos. Por volver a pisar las calles de mi niñez, con su empedrado encastado en el suelo, para volver a ver las paredes blancas con las plantas colgando de los balcones, para recordar todo aquello que marcó una infancia que ya queda muy atrás.

Todo esto que echo de menos no es mío. Me lo he inventado. Yo no tengo pueblo, nací en una ciudad y crecí en otra, y ni siquiera llegué a conocer a mis abuelos.

No tengo dónde volver cada agosto, por eso envidio a quienes sí lo tienen y me apena ver a quien no lo valora.

Porque hay raíces que solo rebrotan una vez al año.

La sirena

@nandopilgrim

Siempre llega un momento que nos pilla de improviso y nos remueve todo por dentro de mala manera. Puede ser un libro, una canción, una frase o una película. Y nos pilla de repente, como un soplo de viento, frío y traicionero, que sentimos calar hasta lo más profundo de nuestros huesos.

Y es en ese momento cuando necesitamos escapar, aunque sea de nosotros mismos.

A Israel le pasó algo parecido. Se levantó de buena mañana aprovechando que tenía el día libre, hizo dos o tres recados que ya estaba dejando pasar con demasiada pereza y al volver a subir al coche se dio cuenta de que no sabía qué hacer con el tiempo que le quedaba. Era demasiado pronto hasta para almorzar, y no había planeado nada. Tampoco podía recurrir a ninguna amistad, ya que era un día laboral y todos sus amigos estaban trabajando. Así que decidió volver a casa y ya se le ocurriría algo, aunque probablemente se le irían las horas sin aprovecharlas, como siempre.

Puso en marcha el motor y automáticamente se encendió la radio. Y ahí estaba. Esa canción. La canción. Llevaba muchos años sin escucharla y justo en ese instante los primeros acordes de su melodía hicieron su aparición por los altavoces del coche. Al principio sonrió con nostalgia, mientras maniobraba para salir del aparcamiento y enfilaba la próxima rotonda. Pero luego las palabras entraron por su oído acariciándole lentamente su alma y su corazón, y al cabo de dos minutos ya tenía los ojos anegados en lágrimas. Tuvo que parar en el arcén. Y estando allí detenido, con el motor en marcha y los cuatro intermitentes, ya no escuchaba la voz de la locutora dando paso a otra canción. Sentía que necesitaba escucharse a sí mismo, y eso era algo que hacía mucho tiempo que no hacía. Así que retomó la marcha y puso rumbo a su lugar favorito: la playa.

Tan sólo veinte minutos le separaban de la población costera más cercana, y cuando llegó se fue a buscar un refugio entre las rocas. Allí se sentía a gusto, sintiendo esa soledad de vez en cuando tan necesaria para el espíritu. El mar aquel día estaba bastante calmado, las olas apenas llegaban a mojar las primeras piedras de la escollera.

Hacía mucho tiempo que no se visitaba a sí mismo, que no se ponía de cara al mar.

Al principio no pensó en nada concreto, simplemente dejó la mente en blanco y se limitó a observar distraídamente el vaivén de las olas sobre la piedra más cercana. Algunos pequeños moluscos continuaban adheridos a ella, sin importarles demasiado la presencia de Israel ni el efecto del sol que poco a poco empezaba a calentar aquel tibio día de invierno.

Luego las ideas fueron acudiendo sin ser llamadas a su cabeza. Su trabajo, su familia, su pareja. Todo aquello que es importante pero que nunca nos paramos a pensar detenidamente en ello, viviendo día tras día rutinariamente sin cuestionarnos ni plantearnos nada, sin pisar la línea que marca la frontera de nuestra zona de confort.

Su mundo interior empezó a derrumbarse empezando por su trabajo. No era feliz con lo que hacía, tampoco estaba ni de lejos relacionado con lo que había estudiado, pero le daba un sueldo a final de mes y con eso se estaba conformando desde hacía varios años. Nunca se había planteado la opción de marcharse a otra ciudad a trabajar en lo suyo, aunque sabía (o hubo algún tiempo en que lo supo) que oportunidades había.

Con sus amigos tampoco se podía plantear muchas opciones, eran los que eran y si bien no compartía del todo sus gustos y aficiones al menos siempre estaban ahí dispuestos a reunirse para tomar una cerveza o ir a ver algún partido de fútbol. Aunque cada vez menos, porque claro… algunos se habían casado ya, otros tenían incluso hasta hijos, otros trabajaban los fines de semana y alguno vivía demasiado lejos.

Llevaba tres años viviendo con su pareja, y tampoco se había planteado nunca si era feliz del todo. La monotonía se había instaurado en sus vidas, como ese caballo que se planta en medio del tablero de ajedrez y no hay quien lo capture. Hacían algunas cosas juntos, pero cada vez menos. Prácticamente la vida en común se limitaba a ver absurdos programas de televisión tirados en el sofá y un cine de vez en cuando. Las conversaciones de siempre, los silencios de siempre. Ya casi ni discutían por nada, del mismo modo que no se entusiasmaban por nada. ¿Qué les seguía uniendo? Quizá, pensó, el pánico a quedarse solos. La comodidad de tener una relación, de tener calladita esa parte del cerebro en que nos han inculcado que tienes que estar con alguien porque solo no estás bien. El miedo a empezar de nuevo.

Las olas iban y venían, en silencioso desgaste contra algunos granos de arena que se escondían entre los agujeros de la piedra, siendo lenta y mecánicamente engullidos por la inercia del agua. Y se dio cuenta de que así, casi sin percatarse, todos aquellos sueños de juventud se habían ido resbalando de su vida poco a poco para perderse en el fondo de un mar del cual ya nunca los podría recuperar. O eso pensaba él.

Empezó a agobiarse, y se maldijo a sí mismo por pensar tanto y en tantas cosas. De repente, unas gotas saladas golpearon su rostro, sacándole momentáneamente de su ensimismamiento. Sorprendido, miró al cielo y al agua, a izquierda y a derecha, pero todo continuaba igual de calmado que antes. Nada había perturbado la tranquilidad del oleaje. Volvió a concentrarse en sus pensamientos, y empezaba a verlo todo cada vez más negro, más sombrío. Entonces cayó en la cuenta también de que ya apenas sonreía, su cara reflejaba siempre una expresión adusta y seria, cuando recordaba que tan sólo unos años atrás la gente le decía que su sonrisa ofrecida siempre sin esperar nada a cambio era a menudo lo mejor que le había ocurrido ese día.

Soltó un bufido y miró al cielo otra vez. Y de nuevo, esta vez en más cantidad y con más intensidad, una nueva salva de gotitas saladas cayó sobre su rostro, mojándole además la sudadera. Fijó la vista en la porción de agua que tenía delante, esperando encontrar algún pez grande que anduviera chapoteando, o alguna gaviota pescando, pero nada de eso halló. En lugar de eso, a un par de metros escasos de la roca donde se había sentado vio algo que nunca había esperado encontrar: una sirena. No era una sirena como la que pintan en los dibujos animados o en los cuentos infantiles, de larga cabellera y hermoso rostro, pero era una sirena sin duda alguna. Su torso humano y su larga y escamada cola de pez así lo confirmaban. Y le estaba mirando fijamente con unos ojos penetrantes y bellos, profundos. Abrió la boca dos o tres veces seguidas, aturdido por la sorpresa, pero no se le ocurrió pensar que aquello era imposible, que probablemente estaba sufriendo una alucinación o que simplemente, las sirenas no existen. En cambio, recordaba todas aquellas lecturas de las que tanto disfrutaba cuando era niño y que tenían que ver con los mares y los océanos, las aventuras a bordo de un barco pirata, un ballenero o un submarino con una tecnología que casi se escapaba de la razón humana. La isla del tesoro, Moby Dick, 20.000 leguas de viaje submarino; todos esos libros y sus argumentos volvieron de repente a su memoria como una ventana abierta desde donde podía observar una época más feliz y más sencilla. Un mundo desconocido de barreras de coral, fosas marinas, animales extraordinarios y galeotes hundidos en batallas legendarias. Un mundo al cual la sirena le estaba invitando a entrar, haciéndole gestos con la mano para que le acompañara a lo más profundo del océano.

Israel no sabía qué hacer. Por una parte no podía dejar de mirar a la sirena, hipnotizado por sus brillantes ojos que le prometían enseñarle todas aquellas maravillas con la que tantas veces había soñado.

Por otra parte nunca le había pasado algo así. La sirena le volvió a tirar agua, y con gestos más enérgicos le indicaba que le acompañara. Su sonrisa le inspiraba confianza, y sus ojos le ofrecían la amistad de una criatura noble y sin malicia. Se incorporó y se dispuso a lanzarse al agua, pero una especie de vértigo repentino le detuvo.

¿Y si se ahogaba? Él era muy buen nadador, pero vivir debajo del agua era otra cosa. ¿Y si no conseguía adaptarse a un medio desconocido para él? ¿Y quién le aseguraba que las intenciones de la sirena eran buenas y amistosas? Su instinto le decía que no tenía de qué preocuparse, pero aún así recelaba. ¿Y si le decepcionaba todo aquel mundo que él se había imaginado desde su niñez como algo mágico y extraordinario? Tenía respecto a esa idea las expectativas muy altas y no estaba dispuesto a que se derrumbara aquello también.

La sirena, como adivinando sus pensamientos, le miraba ahora con una expresión de tristeza, esperando su decisión. Volvió a indicarle que se lanzara al agua, aunque esta vez con menos energía.

De repente un fuerte chapoteo asustó a Israel, que estuvo a punto de caer al mar al resbalar sobre la roca. Una pareja de amigos pasaban muy cerca de la escollera con su kayak, golpeando el agua con sus remos y provocando el ruido que le había sorprendido. Israel les contempló unos instantes mientras se alejaban, y luego volvió a mirar entre las rocas. La sirena había desaparecido.

De vuelta a casa, escuchando de nuevo en la radio tontas canciones con letras comerciales y sin alma, Israel se reía él sólo de la visión que acababa de tener, y ya se le habían olvidado todos aquellos negros pensamientos sobre sus sueños, su monótona relación, su trabajo y demás historias que no tenía demasiado sentido plantearse porque al fin y al cabo, su vida era así, la había elegido él y no tenía de qué preocuparse.

Mientras tanto, la sirena nadaba mar adentro, decepcionada por el comportamiento de aquel humano que a gritos estaba pidiendo ayuda, y que en el último momento había rechazado la posibilidad de ser feliz y descubrir un mundo que ni siquiera estaba cerca de poder imaginar.

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La tragedia de Medina Sátiba

@nandopilgrim

La vida transcurría plácida y serena en la ciudad de Medina Sátiba. Hacía tiempo que no se libraban batallas ni guerras cerca de los territorios de la floreciente ciudad que crecía en la falda del castillo fuertemente fortificado. Aunque eran tiempos de bonanza, el visir Al-Ra’id no se dormía en los laureles, a pesar de una extraña enfermedad que desde largo tiempo le atormentaba, y aprovechaba ese período para fortalecer la ciudad y las murallas. Dentro de ellas, unos sosegados habitantes se dedicaban al cultivo, al comercio de la seda o a la recientemente instaurada en la ciudad industria del papel.

Aparte de estas ocupaciones, el visir había criado con especial cariño a su primogénito, Malik Al-Jamil, El Bello, y le había convertido en un apuesto joven diestro con las armas y cultivado en espíritu, pues aparte del entrenamiento militar que Malik había tenido desde que era un niño su padre no había descuidado los principales pilares de un alma ilustrada: la música y la poesía. También demostraba ser un hábil oponente en el juego del Shatranj (ajedrez), del que su padre era un gran aficionado.

No era un secreto para nadie que el destino del joven Malik Al-Jamil estaba ligado al de la bella Fátima, hija de uno de los distinguidos de la ciudad, Faysal Ibn Nidal, y cuya compañía el visir apreciaba considerablemente. Largas reuniones sostenían ambos nobles mientras disertaban sobre cualquier tema que se les antojara. Religión, filosofía, política, literatura… llegando a prolongar sus tertulias hasta que las estrellas dejaban de distinguirse en el firmamento, eclipsadas por la luz del astro rey. A fuerza de las frecuentes visitas que el visir propiciaba a su amigo Faysal, los dos jóvenes habían tenido tiempo de conocerse de sobra, puesto que el noble era propenso a mantener sus reuniones con la presencia de su esposa, Shihab, y la única hija que había tenido con ella, la hermosa Fátima. A pesar de poder permitirse más mujeres, Faysal nunca había querido hacerlo, pues consideraba que Shihab era inigualable en belleza e inteligencia, y nunca se fijó en ninguna otra mujer.

Así que con el paso del tiempo y como era inevitable, surgió el amor entre el hijo del visir y la hija del noble, aprobado por sus padres, aunque no era todavía oficial.

Pero Malik no era el único que se había prendado de los encantos de la joven Fátima. El criado principal de la casa de también se había enamorado de ella. Este joven se llamaba Abdel Azim, y servía a la familia de Faysal de la misma manera que su padre había servido al padre de éste. En secreto, Abdel suspiraba por los encantos de la hermosa Fátima y lamentaba el día en que el hijo del visir había puesto un pie en esa casa para robarle el corazón a la joven. Su espíritu empezó a empobrecerse cada día que pasaba y finalmente cada amanecer suponía para Abdel Azim un nuevo tormento, pues veía cómo sus esperanzas se disolvían en aquella relación que crecía constante y que nada podía hacer él por detener.

El palacio donde vivía Faysal ibn Nidal con su esposa Shihab, y su hija Fátima estaba situado en la misma falda de la ladera donde se asentaba el baluarte del visir, era la última vivienda de la ciudad antes de acceder al camino que comunicaba directamente con la fortaleza. Gracias a ello, tanto el palacio como el castillo bebían el agua de los mismos aljibes. Uno más grande, construido justo debajo de la muralla, recogía toda el agua proveniente de la vertiente de la montaña, y de ahí, limpia ya de impurezas gracias a la decantación natural pasaba a dos depósitos conectados entre sí y un poco más pequeños; del primero se servía el agua a la fortaleza y del segundo al palacio. El del palacio casi siempre estaba vacío, era Abdel el encargado de, una vez comprobada la pureza del líquido elemento, acreditando que ningún animal o planta había caído dentro de ellos, subir al aljibe del que se abastecía el castillo y soltar el agua hasta llenar el del palacio. Después, si era necesario, se acercaba hasta el aljibe mayor y llenaba el del castillo. Se acercaba la época más calurosa del año y había que extremar las precauciones, pues multitud de animales, atraídos por el frescor y la sombra de los aljibes eran capaces de penetrar en sus estancias. Tanto el  visir como el noble Faysal ponían mucho interés en la correcta realización de estas tareas, pues ambos sabían que el agua, necesaria para la vida, podía ser asesina mortal si se corrompía por cualquier descuido.

El resto de la población se abastecía de los numerosos manantiales que brotaban por toda la ciudad, no en vano Medina Sátiba era conocida como la ciudad de las mil fuentes, aunque en los veranos calurosos la mitad de ellas no brotaban.

Un día, el visir Al-Ra’id mandó llamar a su presencia a su amigo Faysal. No tenía buenas noticias y su rostro lo delataba.

Había recibido una misiva de Imad Al-Din, señor del Califato de Córdoba del cual dependían, y le anunciaba su inminente visita. El motivo de tan gran honor no era otro que afianzar la lealtad de sus territorios, y para conseguirlo, había decidido casar a una de sus hijas con el hijo del visir Al-Ra’id, para evitar así, por medio de una estratagema política, que Malik en un futuro pudiera fundar una dinastía propia y rebelarse contra el Califato. El señor Imad quería controlarles militarmente y familiarmente también. Eso significaba un duro golpe para la unión de los dos jóvenes amantes, pues suponía con casi toda seguridad que Malik tendría que abandonar su tierra una vez consumado el matrimonio para poder servir a su suegro en su propio palacio, bien como escolta, bien como consejero, mientras que Al-Ra’id continuaría al cargo del castillo de Medina Sátiba mientras sus fuerzas le permitieran. La carta decía también que en un plazo de siete semanas el Califa y su hija Yaiza, la elegida para el enlace, visitarían la ciudad para oficializar el compromiso.

La noticia ensombreció el corazón de Faysal, que sin embargo, sabía que el visir poco o nada podía hacer ante la imposición de aquella alianza. A pesar de ello, algo se rompió para siempre entre los dos, pues le dolía profundamente que aquel mandato tuviera que ser el entierro de la felicidad de su hija. Apesadumbrado, volvió a su casa y les dio la noticia a las dos mujeres que  le esperaban impacientes para saber qué nuevas traería. Fátima se refugió en sus habitaciones llorando desconsoladamente, nada ni nadie podían aliviar su dolor.

El joven Malik Al-Jamil temblaba de la ira mientras su padre le exponía la situación. No podían oponerse. No tenía más remedio que resignarse a su destino, y sin embargo, se negaba a aceptarlo. Su padre, finalmente, le dejó solo para que pudiera asimilar el curso de los acontecimientos.

La noticia sin embargo sí que había logrado consolar un corazón: el de Abdel Azim, el criado, que celebraba con regocijo el regreso de sus esperanzas, pobres, pero esperanzas al fin y al cabo.

En el castillo se ultimaban los preparativos para la visita del Califa, era evidente que el hecho de desplazarse él en vez de llamar a su palacio de Córdoba al visir y a su hijo era signo inequívoco de la importancia que le otorgaba a tal empresa, y no quería marcharse de allí sin dejar el pacto sellado. El hijo de Al-Ra’id, por su parte, no pudo someterse a tal decisión. Quince días antes de la llegada de Imad Al-Din y de su hija Yaiza, envió un criado al palacio de Faysal con una nota para Fátima.

-Dásela a ella en mano, personalmente, y a nadie más. Y procura que no te vea nadie.

El chiquillo asentía con los ojos muy abiertos.

-Y si fracasas en esto lo pagarás con tu vida-añadió Malik, mirándole fijamente.

El pobre criado, espantado ante la perspectiva de las consecuencias, salió de la estancia rápidamente dispuesto a cumplir con los deseos de su amo. Malik sabía, por la devoción que le profesaba su servicio, que esta última amenaza no era para nada necesaria, pero quiso remarcar la importancia que tenía para él que el cometido se llevara a cabo satisfactoriamente.

Abdel volvía, junto con dos sirvientes más, del aljibe que suministraba el agua al palacio. Éstos iban cargados con odres llenos para satisfacer las necesidades que pudieran tener los habitantes de la casa durante la noche mientras él supervisaba la operación, pues era el único criado que tenía las llaves de acceso a los aljibes. Cuando se aproximaban al edificio, le pareció distinguir una sombra furtiva que se escondía entre los árboles. Ordenó a los sirvientes que continuaran solos y siguió sigilosamente al intruso. Cuando éste estuvo a punto de trepar por las rejas de las ventanas, buscando el piso superior, se abalanzó sobre él y lo inmovilizó contra el suelo. Sacó su cuchillo y llevándole hasta una ventana, donde había luz, le reconoció como uno de los chicos que servían en el castillo.

-¿Qué haces aquí? ¿Y por qué pretendías entrar así? No tienes motivos para esconderte.

El muchacho no respondía. Apoyó su cuchillo contra su garganta y repitió las preguntas, pero el criado no quería hablar. Finalmente distinguió entre sus manos un papel arrugado.

-Dámelo.

El muchacho negó con la cabeza.

-Sólo puedo entregárselo a quien va dirigido.-contestó.

Abdel intensificó la presión sobre el cuello del criado hasta causarle una herida. Al notar el dolor en el rostro del muchacho logró arrebatarle con un golpe la nota.

-¡No!-gritó el criado, aterrado.

-¡Silencio, o te mato aquí y ahora!-susurró airado Abdel. –Has llegado como un vulgar ladrón, una vez muerto, ¿quién no me iba a creer? Y ahora vete, lárgate de aquí.

El muchacho corrió todo lo deprisa que sus piernas eran capaces de ofrecer para contarle a su amo todo lo sucedido, mientras Abdel, con falsa afectación le relataba su versión de los hechos a Faysal ibn Nidal, entregándole al noble la nota de Malik en la que citaba a Fátima para la medianoche, y así fugarse con ella para poder vivir sus vidas lejos de poderes que pusieran trabas a su amor.

Esto fue otro golpe para el viejo Faysal, que se vio en la obligación de avisar al visir de lo que había ocurrido.

-Gracias, Abdel, has salvado del deshonor a mi familia y a la del visir Al-Ra’id, serás debidamente recompensado.

-No merezco ninguna recompensa, pues es mi deber y obligación velar por la seguridad de esta casa-repuso el criado.

-Como quieras- respondió el noble, y con un gesto de su cansada mano le indicó a su sirviente que ya podía retirarse.

Cuando el visir, furioso al enterarse de la noticia fue hasta los aposentos de su hijo para pedirle explicaciones por tamaña traición, le encontró tratando de consolar al pobre criado que, después de relatarle lo sucedido, sólo esperaba que su dueño le cortara la cabeza en castigo por su fracaso.

-Levántate, no voy a matarte. Me has servido bien, no es culpa tuya. Ahora es mejor que te vayas.

El visir, desde la puerta, observaba la escena, pero el muchacho no tuvo ánimos de esperarse a contemplar lo que iba a ocurrir a continuación y se escabulló discretamente mientras Al-Ra’id reprimía duramente a su hijo.

-Has puesto en peligro la paz de estas tierras, el honor de mi familia y la de Faysal. Si no fueras hijo mío te mandaría azotar como escarmiento, pero no puedo, así que te conmino a que aceptes tu destino como un hombre y te prohíbo que vuelvas a intentar ninguna locura.

Malik aguantó con entereza el discurso de su padre, que se prolongó más de lo que hubiera querido, y nada pudo objetar al respecto. Si hubiera consumado su plan, habría traído la ignominia y el escarnio para las dos familias y, posiblemente, una guerra no deseada, pues tanto el califa Imad Al-Din como su hijo Mahmed ibn Imad tenían fama de no perdonar ninguna afrenta si no era con derramamiento de sangre de por medio.

Finalmente, llegó el día en que el Califa llegó a Medina Sátiba. Toda la ciudad se hallaba engalanada para la ocasión y sus habitantes, animados, esperaban con impaciencia el curso de los acontecimientos. Hacía tiempo que en la ciudad no se vivía ningún hecho importante y eso era un motivo más para la excitación de la urbe.

Unas horas antes, el noble Faysal había acudido a hablar con el visir.

-Si tú lo ordenas, como vasallos suyos que somos, acudiremos al banquete, pero por la amistad que nos unió, ruego nos dispenséis de asistir a un evento donde no hay más que dolor para mi familia.

Al-Ra’id no se sintió con fuerzas para obligarles a estar presentes en la celebración del compromiso. Lamentaba que desde que la noticia de la próxima alianza de su hijo Malik con Yaiza su relación se hubiera deteriorado sobremanera. Su enfermedad ahora se mostraba más cruel que nunca.

-Ve en paz, yo os excusaré delante del califa.

Faysal, agradecido, abandonó la estancia.

Mientras tanto, en su palacio, Abdel Azim había pedido a su dueña, Shihab, poder hablar con ella en privado. Le había pedido en matrimonio a su hija Fátima, ya que gracias a su intervención la familia seguía a salvo de la deshonra y exigía que ésa era una justa recompensa. Shihab, sorprendida por el descaro de su criado, le respondió que lo consultaría con el señor cuando llegase.

-Ni hablar-respondió Faysal.-Fátima necesita tiempo para curar sus heridas, y hay demasiados nobles en la ciudad como para rechazar un matrimonio a su altura.

Abdel se sintió herido en lo más profundo de su ser.

-Grande es tu atrevimiento, nunca lo hubiera imaginado. Ahora sigue con tus obligaciones y no vuelvas a mencionar nunca el tema.

Abdel salió de la estancia sin articular palabra y se dirigió a los aljibes, llorando de rabia y de dolor. Debajo del ardiente sol del verano, buscaba un lugar fresco donde refugiarse.

Pero antes de llegar, una maléfica idea cruzó por su mente.

Bajó rápidamente a la ciudad y buscó, entre las callejuelas del barrio más pobre, la casa de un anciano que era conocido por sus conocimientos de alquimia aunque nadie se atrevía a declararlo abiertamente. Sin que éste le hiciera ninguna pregunta, le compró un frasco de su líquido más potente y volvió a los aljibes. El del palacio, como siempre, estaba casi vacío. Así que subió al otro, que lo alimentaba, y dejo caer el contenido líquido sobre el agua. Era un arsénico inodoro y transparente, y Abdel quería así vengar la ingratitud del noble anciano para con él, después de haber evitado que su hija se escapara con Malik, trayendo la vergüenza a la familia. Tanto si se cocinaba con aquella agua como si se bebía, la víctima no tardaría más de doce horas en morir en medio de terribles espasmos y dolores.

Cuando hubo terminado de verter el contenido de la ampolla y se disponía a levantar la compuerta del conducto que comunicaba ambos aljibes, aparecieron dos soldados.

-¿Qué haces?-le preguntaron.

-Hago mi trabajo como cada día-repuso Abdel, nervioso.

-Hoy no se toca el agua de este aljibe. Por orden del visir, toda la que se pueda necesitar para la celebración de esta noche debe estar disponible.

-Pero necesitan agua en el palacio, y el aljibe está vacío.

-Consíguela de las fuentes de la ciudad-repuso el soldado con gesto cansado.

Abdel miró con desesperación la compuerta cerrada. Ni una gota se escapaba de ahí. No tuvo más remedio que abandonar el lugar y volver al palacio. Encargó a los sirvientes que fueran a buscar el agua por los manantiales de las calles mientras él, consternado, no sabía qué hacer. Decidió que lo mejor sería esperar a la noche y huir de la ciudad. Mientras tanto, un soldado del visir montaba guardia a la puerta del aljibe real para impedir que nadie se acercase al agua, tan buscada en esa estación del año.

Esa noche se celebró la confirmación oficial del enlace, y aunque todos los asistentes preferían el vino, todas las viandas se cocinaron con el agua de aljibe real.

Al día siguiente Medina Sátiba amaneció con la noticia de una gran tragedia. En la fortaleza del castillo, casi todos los nobles presentes en la fiesta habían fallecido antes de llegar el alba, envenenados. Los médicos del visir así lo habían confirmado. Al-Ra’id, sin embargo, aun vivía. Su estado era crítico y se temía por su vida. Su esposa Hilal, su hijo Malik, el resto de sus hermanos, junto con los nobles que habían sido invitados al banquete, el califa Imad Al-Din y su hija Yaiza, todos estaban muertos. Algunos criados y soldados también. Nadie se explicaba lo ocurrido. Por su parte, en la casa de Faysal Ibn Nidal reinaba el abatimiento. Era una terrible noticia, y nadie sabía que podía suceder. Ellos, como el resto de la población, esperaban a que el visir pudiese recuperarse del envenenamiento.

Y lo consiguió tres días después, a pesar de todo. Los médicos de Al-Ra’id, que no eran capaces de encontrar la dolencia que aquejaba a su señor desde hacía largo tiempo, le suministraban una especie de veneno en pequeñas cantidades a modo  de medicina, y como vieron que al menos no empeoraba, le obligaban a tomarlo habitualmente. Este hecho logró que el visir consiguiera una cierta inmunidad al veneno, y por ello no falleció la noche de la tragedia.

Apenas se hubo repuesto, quiso encontrar al responsable de todo aquello. Un soldado se mostró en su presencia y solicitó la palabra. Una vez concedida, el soldado le relató al visir Al-Ra’id cómo había encontrado al criado de Faysal Ibn Nidal en el aljibe antes de que él y su compañero llegaran. El visir ordenó que se trajera a su presencia al criado del palacio de su amigo.

Abdel había intentado huir, pero los guardias que custodiaban la muralla no lo dejaron escapar. Es más, sospechando de su actitud, lo devolvieron al palacio donde servía, ya que no tenía el permiso de su amo para salir de la ciudad con las puertas de la muralla ya cerradas. Faysal, extrañado por todo aquello, le confinó en un calabozo hasta decidir qué hacer con él. Ahora el visir reclamaba su presencia y Faysal no entendía muy bien qué estaba pasando.

-¿Fuiste tú quien envenenó el aljibe?-preguntó Al-Ra’id, postrado sobre unos anchos cojines. No podía mantenerse en pie.

Abdel, con la cabeza baja y la mirada fija en el suelo, no respondió.

-Criado, no te lo volveré a repetir. Respóndeme o te ahorcaré antes de mediodía. Mis soldados dicen que estuviste allí.

El criado, serenamente, levantó la vista y miró al visir.

-Señor, yo fui. Yo corrompí el agua del aljibe.

El visir le observaba, enfurecido. Sus escasas fuerzas se concentraban en sus ojos y en sus palabras.

-¿Y qué pretendías con eso? ¿Qué objetivo perseguías?

Abdel no vaciló en responder.

-Mi amo Faysal Ibn Nidal me lo ordenó.

El visir saltó en su asiento, sobresaltado.

-No te creo. Mientes.

-No, mi señor. Mi amo está furioso con vos desde el día que anunciasteis el compromiso de vuestro hijo con la hija del califa, y no con su hija Fátima, como él creía. Y quiso desagraviar la afrenta ordenándome que fuese la mano que ejecutara su venganza.

El visir no daba crédito a sus palabras, pero la dosis del veneno ingerido había hecho mella en su salud física y mental.

-El hijo del Califa se levantará en armas contra Medina Sátiba, esta traición no puede quedar impune. Por el bien de la ciudad, por evitar una guerra y por limpiar el nombre de mi linaje, ordeno que se aprese al noble Faysal Ibn Nidal, a su mujer Shihab y a su hija Fátima y se les traiga a mi presencia para ser juzgados.

Los soldados del visir cumplieron prontamente las órdenes recibidas. Al-Ra’id encerró a los tres miembros de la familia del noble en los calabozos del castillo a la espera de la llegada del hijo del Califa. No se atrevía a castigarles por aquello, porque el aprecio que sentía por Faysal no le permitía dar crédito a lo relatado por el criado, pero sentía que tampoco tenía muchas más opciones. También sabía el visir que la toma de decisiones precipitadas, sobre todo cuando se está en estado de ánimo airado puede acarrear consecuencias irreparables.

Abdel también fue retenido a la espera del desenlace de tan macabra historia.

Por su parte, el noble quiso entrevistarse varias veces con Al-Ra’id pero éste, debilitado y abatido por los sucesos recientes no quiso concederle audiencia hasta que llegase Mahmed ibn Imad.

Y éste llegó a los pocos días de la tragedia. Avisado por los mensajeros, rápidos sobre sus magnificas monturas árabes de todo lo ocurrido cabalgó sin descanso hasta hallarse a las puertas de Medina Sátiba. Los guardias que custodiaban las murallas lo vieron llegar solo, pues ni siquiera su escolta personal había sido capaz de seguirle el ritmo.

Llegó al castillo exhausto pero con la determinación propia de quien está acostumbrado a cargar el peso de la responsabilidad en su espalda y no andarse por las ramas. Al-Ra’id salió a recibirle, apenas recuperado del efecto del arsénico mortal que había ingerido. El hijo del difunto califa no quiso ni sentarse a comer ni descansar, ordenó inmediatamente que fuera todo preparado para el juicio.

Los cuatro prisioneros fueron conducidos al patio donde se había de dictar sentencia. El sofocante calor del mediodía empapaba sus túnicas, apenas una gota de viento hacía su aparición de vez en cuando. Encadenados de pies y manos y con grandes argollas de hierro alrededor del cuello, Faysal Ibn Nidal, su esposa Shihab y su hija Fátima presentaban un aspecto deplorable, con las mejillas hundidas y los ojos resecos por el llanto. El traidor Abdel Azim llevaba en su rostro la marca del insomnio, el peso de una conciencia que no le permitía descansar.

El primero en hablar fue precisamente el criado, repitiendo ante Mahmed lo que ya le había relatado al visir con anterioridad. Faysal intentó interrumpir su relato, protestando ante las falsedades que estaba describiendo Abdel Azim, pero el heredero del Califato de Córdoba le hizo callar rápidamente. Cuando terminó su declaración, los ojos de Mahmed se hallaban inyectados en sangre. Se levantó, irritado, y por un momento pareció que el sino de los prisioneros estaba ya decidido. Pero pasados unos instantes, se volvió a reclinar sobre su asiento y se dirigió al principal acusado:

-Noble Faysal, defiéndete de estas palabras, o acepta tu destino.

El anciano, con la voz débil y titubeante, intentó explicarle que todo aquello era una gran mentira y que su familia jamás había sentido un resentimiento tan nocivo como para que se les pasara por la mente siquiera una traición de tal magnitud, pero sus palabras no convencieron a Mahmed ibn Imad.

-Cortadles la cabeza-sentenció -Que paguen con su vida el pecado de la traición.

Fátima y su padre sollozaban, impotentes. El criado perdió el color de su rostro y parecía que se iba a desmayar.  Sólo la mujer del noble, Shihab, permaneció serena, mirando al hijo del califa con serenidad.

-Quiero hablar, Oh gran señor, permitidme que me dirija a vos-dijo.

Mahmed y Al-Ra’id se miraron, sorprendidos.

-Habla.

Entonces Shihab, con voz clara y tranquila, relató cómo Abdel había ido a exigirle que él era quien debiera casarse con Fátima, una vez que ésta ya no iba a ser la mujer de Malik. Expuso lo atrevido de la propuesta del criado y de lo mal que se había tomado la negativa de Faysal de acceder a su petición. Y añadió que, a su parecer, todo aquello era el fruto de una venganza personal del criado que había terminado por asesinar  a toda la familia del visir junto a Imad Al-Din y su hija Yaiza.

Cuando terminó su versión de todo aquello, el silencio se apoderó del recinto. Mahmed observaba a la mujer atentamente. Sus ojos resueltos y la firmeza de su voz le indicaban que su corazón era puro.

-¿Así que nunca ordenasteis al criado que envenenara el aljibe?

-Nunca, mi señor.

-¿Tú la crees, Al-Ra’id?

-La creo, mi señor- respondió el visir, asintiendo con la cabeza al mismo tiempo y sintiendo un gran alivio en su interior.

Abdel se mordía los labios, terriblemente desesperado.

-¿Y bien?- ahora le preguntaban a él -¿Quieres añadir algo, sirviente?

El criado bajó la cabeza, y con lágrimas en los ojos, confesó su crimen, desde su impotencia y rabia al sentirse rechazado hasta la maquinación y consecución de tan maléfico plan. Con cada sílaba que salía por su boca firmaba su sentencia. Fue ejecutado en el mismo patio del castillo donde había tenido lugar el juicio y su cadáver arrojado fuera de las murallas de la ciudad.

Mahmed ibn Imad decidió que el visir estaba demasiado débil y enfermo para poder continuar cargando con la responsabilidad que su posición le exigía, resolviendo relevarle de su posición trayendo consigo a uno de sus nobles de confianza, y así Al-Ra’id se trasladó a vivir al palacio de su amigo Faysal, aunque el dolor por la pérdida de su querido hijo Malik y de su esposa Hilal seguía demasiado presente en su corazón, y al poco tiempo abandonó la hospitalidad del noble para terminar sus días en una alquería cercana a las murallas que rodeaban la población.

Nunca ningún hombre volvió a ocupar el corazón de la bella Fátima, y ni Faysal ni Shihab insistieron en buscarle matrimonio, rechazando además cualquier propuesta por parte de los nobles que intentaron convencerles para concretar una alianza.

Y así fue cómo el nombre de una de las familias más ejemplares de la ciudad se vio envuelta en una de las páginas más negras de la historia de Medina Sátiba.

El hombre que cayó del cielo

Me enciendo un cigarro. El primero en mucho tiempo. En la terraza de mi piso corre ahora mismo una brisa fresca que ayuda a sobrellevar este calor sofocante. Las tardes de julio son especialmente insufribles en esta zona, la humedad es demasiado alta.

Miro al cielo y ahí está la luna. Ha salido pronto, así que será una noche oscura. No está llena todavía, le faltan un par de días. Veo su contorno difuminado por el humo del cigarro que mi boca expele procedente de mis pulmones.

Que sensación tan extraña. Hacía siglos que no fumaba. Lo dejé hace años. Ya sabéis: que si te haces mayor, que si hay que cuidarse, lo típico. Lo notaba cuando practicaba el escaso deporte que todavía hago, y en el mal aliento a veces. No me costó demasiado dejarlo, no fue tan difícil. Sé que no debería haberme encendido otra vez un pitillo de éstos, pero si lo que XTC me contó es cierto, poco importa. No le va a dar tiempo al cigarro a poder perjudicarme.

De todos modos lo necesitaba.

Sé que está ahí sentado, en esa luna que puedo ver desde mi terraza. Y posiblemente él pueda verme desde donde está. Su raza posee características asombrosas, envidiables. Pero como suele pasar, cuando alguien destaca en algo, cuando es diferente a los demás no es bien mirado por el resto de sus congéneres. Y XTC podría considerarse como una buena persona, si fuera una persona, claro. No sé si le podría considerar un marciano, ya que los marcianos vienen de Marte, eso lo leí en un libro de Ray Bradbury. Y el planeta de XTC me parece que está mucho más lejos. Intentó explicármelo, pero me perdí.

Ahora está castigado en la luna. Lo sé porque me lo contó él mismo: era lo que le harían si los demás se enteraban de lo que trataba de hacer. Y de un modo u otro se enteraron. Por eso sé que está mirando hacia aquí en estos momentos, sentado sobre una roca lunar o algo por el estilo, esperando a que pase lo que tenga que pasar. Tampoco sé si le hace falta sentarse, o si será un ente gaseoso, o simplemente será el típico marciano (perdón, extraterrestre) verde con antenas. Sé que adoptó forma humana cuando llegó a la Tierra para que yo (que fui el que me lo encontré) no me asustara demasiado. Ya tuve bastante con haber sufrido casi un accidente por su culpa.

XTC cayó del cielo una noche mientras yo volvía a casa después del trabajo. Realmente parecía un humano en todos los aspectos. Me dio un susto tremendo. Apareció de repente en mitad de la calzada, no me dio tiempo de frenar siquiera. Pero no le atropellé. Él sencillamente atravesó el coche.  Luego, cuando paré en el arcén se acercó caminando como si nada. Me pidió si le podía llevar. Yo estaba todavía tan alterado que le grité. Le dije que nos podíamos haber matado los dos, que si estaba loco. Pero ni se inmutó. Cuando dejé de gritarle me repitió la pregunta con mucha calma, y mientras pensaba este tío no está bien le dije que sí, que le llevaba. ¿Qué iba a hacer, dejarle allí en mitad de la nada? No podía.

Cuando empezó a contarme su historia me convencí de que realmente no estaba bien. Me explicó que venía de un planeta lejano, muy muy lejano, como en las películas, y que su raza (de cuyo nombre no puedo acordarme) se había planteado la maravillosa coyuntura de destruir nuestro planeta. O no, más bien destruirnos a los humanos antes de que nosotros destruyésemos nuestro propio planeta. El suyo se estaba quedando pequeño y necesitaban colonizar nuevos territorios para utilizarlos como terreno de cultivo. Por lo que conseguí entender, el tema de desplazarse a millones de años luz y organizar la logística y el transporte de tener sus alimentos tan lejos de casa no les suponía ningún quebradero de cabeza. Y algo parecido a una Organización Espacial les había dado permiso para cultivar en la Tierra.

Claro, al ritmo que llevamos no nos va a durar mucho más, así que ¿por qué no dejarla en manos de alguien que sepa sacarle provecho, si así, además, incluso estaría mejor tratada que en nuestras propias manos?

Tengo que reconocer que mientras me exponía sus argumentos me convenció totalmente de que tenía razón. Era un buen plan que lograba mantener el equilibrio entre una raza de alienígenas desfavorecida por el diminuto tamaño de su planeta y las otras razas que habían corrido mejor suerte en el “reparto”. Y de paso evitaban la aniquilación de la Tierra, que era algo que nadie en el universo se podía permitir si querían mantener el delicado orden de las cosas.

Parece mentira, es pequeña y casi insignificante pero necesaria..

Sólo había un pequeño problema: nosotros, los humanos. Nos tenían que hacer desaparecer antes de ponerse a cultivar, porque evidentemente en el plan no entraba de ninguna de las maneras la idea de que nos quedásemos aquí como jornaleros de nuestros nuevos señores espaciales. No les hacíamos falta, y por lo que XTC me explicó era mejor exterminarnos. Crearían una gran tormenta muy parecida a las nuestras para que no nos diera tiempo a reaccionar (no sé cómo esperaban que lo hiciéramos) y luego, en mitad de los rayos y los truenos, los humanos nos desintegraríamos sin dejar ningún rastro de nuestros miles de años vividos sobre la faz de la Tierra. Así de simple. Sin más. Sin mirar atrás y sin plantearse si estaba bien o estaba mal.

Aunque esto último tampoco sería del todo cierto. Si ésa era la solución que la Organización Espacial (o lo que fuere) había tomado, seguramente habría sido debidamente estudiada y analizada en profundidad. Digo yo.

Frustra un poco caer en la cuenta de que otros se reúnen para hablar de cosas importantes que te conciernen y no cuentan contigo ni escuchan tu opinión. Aunque también es verdad que hasta hace cuatro días ni siquiera sabíamos que existían, y ahora tan sólo tenemos conocimiento de esto mi familia, mi novia y yo. Pero no me han creído. Ni a XTC tampoco.

Él se escapó de su división colonizadora con la intención de ayudarnos. No quería que nos extinguiéramos. Lo había pedido insistentemente a sus superiores pero no quisieron saber nada del asunto. Son un peligro en su planeta y lo serán en cualquier otro, le habían dicho. Y seguramente tenían razón. Pero XTC era un abogado defensor de las causas perdidas y tenía la esperanza de que salvando a los individuos adecuados, la raza humana podría sobrevivir en otros planetas deshabitados y con condiciones similares a la Tierra que él conocía. Nos llevaría en su nave escondidos hasta esos planetas y empezaríamos desde cero allí.

¿Era yo el individuo adecuado? No lo sé, no sé cuáles eran los parámetros por los que se regía su decisión. Quizá fue cosa de suerte, de ser el primer coche que pasaba por allí en el momento en que saltó de su nave en busca de un nuevo Robinson Crusoe.

El caso es que ni mi novia ni mi familia quisieron escuchar a aquel extraño amigo nuevo que les presenté (no sin reparos) para que éste les pusiera en situación. Y claro, a mí me daba pereza irme yo solo a empezar tamaña tarea. Así que le dijimos que no. En el fondo del fondo… tampoco le creía. Se entristeció enormemente, y sé que si hubiera tenido tiempo hubiera intentado convencer a alguien más para lograr evitar la total extinción de la raza humana. Pero sus compañeros no le dieron tiempo. Descubrieron sus planes y vinieron a por él. Yo no me enteré, supongo que dormía, pero lo intuí. Le dejaron en la luna como me había dicho que pasaría, aislado y sin su nave, a la espera de que todo esto hubiese terminado. En parte pienso que tuvo algo de suerte, pues si llega a ir por la calle intentando convencer a la gente de que escapasen con él a un planeta desconocido (¿qué digo a un planeta? ¡a otra galaxia!)  no sé dónde hubiera terminado. En una comisaría o en un psiquiátrico probablemente. O quizá en un programa de la tele, vete tú a saber.

De todos modos ya es tarde. Oscuras nubes cubren la luna, el cigarro se ha consumido entre mis dedos. A lo lejos resuenan los primeros truenos, puedo distinguir desde aquí algún relámpago.

La tormenta ya ha empezado.

 

 

 

 

Heridas eternas

@nandopilgrim

No se lo pensaron dos veces. Los tres jóvenes, amigos de toda la vida y vecinos de la población valenciana de Beneixida una tarde liaron su petate y se marcharon como voluntarios a la guerra que acababa de estallar, alistándose en el ejército republicano.

Eran Adelardo Panera, el más alto y fornido de los tres, su primo Salvador, apodado el Blanco debido a que todos los miembros de su familia eran rubios y de piel clara, y Emilio, que era el novio de la hermana de Salvador, María la Blanca.

Convencidos de la nobleza de la causa partieron en un viaje que marcaría sus destinos a fuego sobre su piel.

La idea de luchar en una guerra, de defender unos ideales, de no permitir más injusticias cambió el porvenir de muchas familias, pero cuando se es joven y se cree en una causa justa es difícil evitar implicarse y lanzarse a la arena corriendo el riesgo de tener que asumir después todas las consecuencias.

Con el paso de los meses la lucha se fue volviendo más encarnizada y la estrategia más cuidada y estudiada. Hasta el punto que una noche, mientras las tropas descansaban después de un largo día de avances en mitad de la Batalla del Ebro, el ejército sublevado realizó una treta que costaría muchas vidas y cuantiosos daños materiales a los republicanos. Ayudados por un ingeniero de la compañía hidroeléctrica, Charles Smith, los franquistas procedieron a la apertura de las compuertas de los embalses de Tremp y Camarasa, situados aguas arriba del río Segre, afluente del Ebro. La crecida repentina y el aumento del caudal se llevó por delante todo lo que encontró a su paso: soldados, camiones, pasarelas recién construidas y material bélico. El pánico y el caos se apoderaron de la noche y muchos perecieron antes de darse cuenta de lo que estaba pasando. Pero Adelardo era un gran nadador, y cuando logró salir de aquella confusión en que se había convertido su campamento se volvió a lanzar a las aguas revueltas del río para intentar salvar el mayor número de compañeros posible. Panera recordaría muchos años después aquellas angustiosas escenas, y resonarían en su cabeza durante incontables pesadillas las voces de los camaradas que, no teniendo la capacidad de Adelardo para sobrevivir en el agua le llamaban a gritos para que acudiera a rescatarles. Hizo un gran trabajo, por el que después fue reconocido y condecorado, pero no halló ni rastro de sus amigos el Blanco y Emilio.

Después de la derrota en la batalla del Ebro, Adelardo se trasladó junto con las tropas a Madrid, donde fue herido de bala en una pierna cuando era mando de una división motorizada de las Brigadas Mixtas. Tras caer Madrid también, no tuvo más remedio que huir hacia el norte y atrincherarse en lo que llamaron el cinturón de hierro de Bilbao.

En una de esas noches que obtuvo permiso para descansar, Panera salió junto con otros compañeros a dar una vuelta y divertirse un poco por las tascas y las tabernas de la ciudad. Pidieron algo de beber y se pusieron a conversar y discutir sobre los caminos que había tomado aquella contienda y que ahora les obligaba a esconderse y exiliarse para lograr seguir con vida. Las noticias no eran buenas, se rumoreaba que el Capitán de Ingenieros Alejandro Goicoechea había desertado, logrando sobrepasar las líneas del frente y llevándose consigo todos los planos e información que pudo recolectar sobre el entramado defensivo. Era cuestión de tiempo que Bilbao terminase cayendo también.

Poco a poco el local se fue llenando de gente y Adelardo se fijó en una chica joven, de ojos penetrantes y larga cabellera negra que tendría aproximadamente su misma edad. Parecía que estaba esperando a que alguien la sacara a bailar, aunque la mayoría de las parejas ya estaban hechas cuando llegó. Tras pensárselo un poco, y a pesar de llevar una bala incrustada en los huesos de la rodilla se armó de valor y la invitó a ser su pareja de baile. Irune, que así se llamaba la muchacha, aceptó gustosa y empezaron a bailar al ritmo de la música. Pronto se evidenció la molestia en la pierna del soldado, pero qué narices, en peores plazas había toreado y aquella era una compañía muy agradable, así que soportó con estoicidad el dolor y aguantó todo lo que su cuerpo daba de sí. Al finalizar el baile, los dos jóvenes descansaron y pudieron conversar un poco más pausadamente.

Irune escuchaba atentamente los relatos de Adelardo sobre todo lo acontecido en la guerra y las tribulaciones por las que había pasado. De cómo se marchó de voluntario, las batallas en las que había luchado, el miedo de las trincheras, la soledad que le invade a uno cuando se echa cuerpo a tierra con el fusil al hombro y sabe que nadie le cubre, la angustia de tener la certeza de que si te cruzas con un enemigo la vida sólo será para uno de los dos.  Hasta que nombró a Emilio y a Salvador y todo lo que había ocurrido aquella noche en la orilla del rio Ebro.

-¿Emilio? ¿Valenciano, igual que tú?

-Claro, de mi mismo pueblo. Era como un hermano para mí. No sé nada de él desde aquella noche. Fue una jugarreta sucia-prosiguió- impropia de cualquier ejército…

Pero Irune sonreía, radiante, y Panera interrumpió su relato. La chica le contó que la noche anterior en ese mismo lugar ella había bailado con un chico llamado Emilio, valenciano, y que le describió que había sufrido lo mismo aquella noche de la crecida repentina de las aguas. Adelardo no se lo podía creer, pues no tenía noticias de él ni de el Blanco desde aquel día, e Irune prometió ir a buscarle a la mañana siguiente, pues sabía dónde se hospedaba.

Así fue cómo los dos amigos se reencontraron nuevamente, abrazándose con emoción y preguntándose atropelladamente por todo lo que les había sucedido desde aquella noche en que se separaron.

Después de aquel desastre donde Emilio se había salvado de puro milagro, huyó de aquel lugar y fue escondiéndose y retrocediendo buscando zonas seguras donde estar a salvo, pues estaba claro que no podía por el momento regresar a su casa. Nada sabía del destino de Salvador.

-Escucha- dijo Emilio una vez se pusieron al día de todo lo que les había ocurrido-He conocido aquí en Bilbao a un hombre que nos ayudará a escapar. Es miembro del SERE. Nos puede hacer pasaportes falsos y cruzar la frontera hasta Francia, y luego nos iremos a Argentina, allí no nos irán a buscar.

El SERE era el Servicio de Evacuación de Refugiados Españoles.

Adelardo tenía sus dudas, pero los argumentos de Emilio le convencieron. Estaba claro que esconderse no era una buena opción; a muchos les cogían y encerraban y otros los fusilaban sin miramiento alguno. Y si se quedaban en Francia a vivir, quién sabe, quizá estaban todavía demasiado cerca.

Después de conseguir los pasaportes y de agradecer infinitamente a Irune su hermosa participación en aquella bendita casualidad, los dos amigos cruzaron la frontera y entraron en territorio francés, buscando refugio en Nimes, cerca del puerto de Marsella desde donde habían de partir los barcos del exilio.

Numerosos buques fueron los encargados de transportar a miles de refugiados españoles hasta las costas de México, entre ellos el Sinaia, el Ipanema, el Mexique… y mientras aguardaban su momento Adelardo Panera y Emilio fueron acogidos por una familia francesa que les trató como a sus propios hijos durante los días de espera hasta que fueran avisados para marchar. Fueron días tranquilos, donde pudieron relajarse un poco después de tantos meses de tensión y desasosiego, aunque el pensamiento estaba con aquellos familiares y amigos de los que hacía tanto tiempo que no sabían nada y a los que, posiblemente, tardarían muchos años en volver a ver.

Sin embargo, el matrimonio dueño de la casa tenía una hija que se prendó de Emilio. El muchacho se sentía halagado por las demostraciones de afecto de la joven, pero no olvidaba a la chica que estaba esperándole en Beneixida, María, la hermana del desaparecido Salvador, a la que alguna carta le había podido escribir en aquellos días que la contienda les ofrecía un breve respiro.

Hasta que llegó el momento de la partida. Los dos jóvenes se despidieron de la familia por la que habían llegado a sentir un gran cariño y se dirigieron al puerto. El barco les esperaba, amarrado al muelle y acogiendo en su interior a decenas de refugiados como ellos que buscaban un futuro mejor lejos de su país de origen, devastado después de la guerra civil. Familias enteras, matrimonios, niños cuyos padres no sabían dónde estaban, todos aquellos que el gobierno mexicano había dado su visto bueno para que pudieran huir de aquella situación admitiéndoles en su tierra. Desde allí pensaban pasar los dos amigos a Argentina y empezar una nueva vida.

La gente lloraba en el muelle, algunos se despedían, otros no tenían de quién, algunos lo dejaban todo, a otros ya no les quedaba nada. Ellos, por su parte, no se hallaban en absoluto convencidos.

-Yo no me marcho-dijo de repente Adelardo.

-¿Pero qué dices?

-Que no. Vete tú si quieres, pero yo no puedo.

Emilio le miraba, estupefacto.

-Si nos vamos, ¿qué será de los que se quedan? Todos los que están en casa… no puedo irme.

Adelardo era el mayor de seis hermanos, y se sentía culpable y cobarde abandonando a su suerte a la gente que había perdido la guerra, igual que él, y no tenía la oportunidad de marcharse. Emilio no tuvo más remedio que bajar de la pasarela.

-Pero… ¿y si nos cogen? Nos van a matar, Panera, ¿no te das cuenta?

-Pues que no nos cojan-respondió éste, mirándole fijamente. Adelardo estaba decidido a quedarse y Emilio supo que no lograría convencerle de lo contrario. El barco zarpó, haciendo sonar su sirena en señal de despedida para todos aquellos que se quedaban en tierra, y los dos excombatientes vieron lentamente cómo se alejaba en el horizonte, un horizonte más prometedor que el futuro que les aguardaba si decidían volver a su país.

Regresaron a Nimes, desde donde Adelardo partió de nuevo a la frontera para volver a entrar en España, pero Emilio se quedó allí.

Le escribió a María la Blanca, su novia, para decirle dónde estaba y que quería que se reuniera con él, pues la familia francesa que les acogía quería casarle con su hija. Pero María le respondió que no podía marcharse a ningún lugar, ya que su hermano Salvador, al que ambos amigos daban por muerto, se hallaba preso y condenado a muerte en Valencia y no quería abandonarle en una situación así.

Así que Emilio y Adelardo volvieron a separarse de nuevo, el primero finalmente se casó con la muchacha francesa y el segundo fue apresado nada más pisar territorio español.

Adelardo fue trasladado al penal de Barcelona donde estuvo tres años, tiempo en el que la guerra ya había acabado y se instauró la dictadura. Incontables penurias tuvo que pasar en aquel lugar, llegando a cambiar su propio reloj por un pedazo de pan a uno de los marroquíes de la Guardia Mora que custodiaban el penal. Por fortuna para él, un matrimonio barcelonés que visitaba asiduamente el penal se hizo cargo de la situación de Panera y le llevaban todos los días algo de comer y también le proporcionaban una muda limpia cada pocos días.

Al cabo de esos tres años fue enviado a casa, pero solamente durante un escaso período de tiempo.

Uno de los vecinos de Beneixida, al ver a Adelardo nuevamente en el pueblo lo delató de inmediato como perteneciente al bando republicano y a la ideología comunista.

Un día, la Guardia Civil le avisó de que tenían una orden de arresto contra él. A las dos de la tarde del día siguiente le irían a buscar y sería trasladado a la cárcel Modelo de Valencia, en el barrio de Monteolivet, cerca de Salvador el Blanco que cada día esperaba que le llegara su sentencia de muerte.

Pero como tantas otras promesas incumplidas después de la guerra, la Guardia Civil se personó en su domicilio de buena mañana, y no a mediodía como le habían avisado. Pillaron a Adelardo a medio vestir y así, descamisado y esposado, le arrastraron hasta la calle. Su madre, desconsolada, todavía siguió unos metros a su hijo removiendo el vaso de leche que le acababa de preparar para que no se lo llevaran con el estómago vacío.

A Adelardo le cayó una condena que no iba a poder cumplir, pues nadie vivía tanto tiempo, pero a pesar de ello cuando llevaba once años preso le enviaron de vuelta a casa, casi al mismo tiempo que a el Blanco, aunque éste regresó muy tocado física y psicológicamente, pues el continuo ir y venir de los guardias por los pasillos de la prisión y el sonido de las rejas de la cárcel al abrirse para llevarse al paredón a los condenados a muerte apenas le dejaban descansar ni tener un día tranquilo.

Ambos lograron rehacer sus vidas en Beneixida y se casaron; Adelardo con una joven trece años menor que él, lo que causó el rechazo de la familia de la chica en un principio, pese a que eran vecinos, pero finalmente accedieron. Al padre de la chica le chocaba mucho que uno de sus amigos de toda la vida fuese el marido de su chiquilla. Su esposa apenas era una niña el día que se llevaron a Adelardo esposado de su casa, pero ya era casi una mujer cuando regresó.

Lo primero que hicieron fue marcharse a Barcelona en viaje de novios, a visitar a aquel matrimonio que tanto le había ayudado cuando estuvo preso en el penal de la ciudad condal. Tuvieron cuatro hijos.

Panera nunca se le llegó a curar la cojera, pues no hubo médico que se atreviera a quitarle la bala incrustada en su rodilla: ya era casi imposible. El Blanco montó una barbería y ganó fama rápidamente, pues su potente voz y su destreza no dejaban a nadie indiferente. Pero los años de sufrimiento y maltrato en cautividad le pasaron factura y falleció antes de llegar a la cincuentena. Su hermana María también siguió con su vida, resignada a abandonar toda esperanza de volver a reencontrarse con Emilio.

Y la vida siguió, primero en dictadura, luego en transición y finalmente en democracia, hasta que el 20 de octubre de 1982 las lluvias torrenciales terminaron por romper la presa de Tous y toda la zona se vio inundada por una pantanada que arrasó casas y cultivos. En muchos pueblos de la comarca todavía hay señales en algunas paredes donde se lee la leyenda “hasta aquí llegó el agua”.  Y Beneixida se vio gravemente afectada, muchas familias perdieron sus hogares. Se tuvo que construir un pueblo nuevo, mientras los afectados permanecieron en casas prefabricadas. De los dos años que les prometieron hasta finalizar la construcción del nuevo enclave se pasaron a once. Adelardo no llegó a ver el pueblo nuevo terminado. Pero mientras, la gente intentaba hacer vida normal. A la hija de Panera le sorprendía ver cómo sus padres salían a cenar con el matrimonio vecino, o cómo los dos hombres se sentaban a la misma mesa en el bar para jugar la partida de dominó al acabar de comer, después de que fuera su propio vecino el delator que firmó los papeles para denunciar a su padre cuando ya había terminado la guerra, pero Adelardo decía que el pasado era pasado y que al fin y al cabo, eran vecinos de toda la vida y que había que pasar página, pues cada uno hizo en su día lo que tenía que hacer. Panera no era un hombre muy dado a ofrecer muestras de cariño, ni tampoco hablaba mucho de aquellos tiempos. Un sufrimiento como por el que había pasado cambia el carácter de la gente, aunque su esencia siga siendo la misma. No le gustaba recordar y sus hijos tampoco le preguntaban mucho sobre el tema.

Pasaron los años… y un buen día, una tarde típica de verano donde la gente mayor se junta en la plaza del pueblo a tomar el fresco y hablar de sus cosas Adelardo estaba allí sentado con una de sus hijas, que entonces tenía quince años, junto con otros vecinos de Beneixida. Entonces llegó un coche con matrícula extranjera y de él bajó un matrimonio mayor. Panera se les quedó mirando fijamente y le reconoció al instante. El hombre que había bajado del coche también. Emilio y Adelardo se fundieron en un emotivo y prolongado abrazo, sin hablar, sin decirse nada. Sobraban las palabras. Llevaban cincuenta y cinco años sin verse, sin saber nada uno del otro. Cincuenta y cinco años de ausencia, de separación, de pensar en qué habrá sido de la vida del otro, años de caminos distintos, de vidas alejadas por culpa de una guerra civil y de una represión inhumana, años resumidos y perdonados, aunque no compensados, en un tierno y afectivo abrazo necesario.

Emilio y su mujer visitaron después a los familiares de éste que todavía vivían por la zona, y claro, la noticia de su llegada formó mucho revuelo en el pueblo. Así que cuando María la Blanca se enteró de que su antiguo novio había regresado por unos días, quiso verle inmediatamente, aunque Adelardo le dijo a su mujer que era mejor quitarle la idea de la cabeza.

Pero María, desoyendo el consejo de su amiga, se las apañó para ir a verle y encontrarse a solas con él.

-¿Pero qué prisa tuviste?-le espetó a bocajarro.

Emilio le explicó todo aquello que ella ya sabía. La distancia, la situación, la presión del matrimonio francés para que se casara con su hija… pero a la Blanca no le valían esas explicaciones. Cincuenta y cinco años con una espina clavada son muchos, y necesitaba desahogarse, a pesar de que ella había rehecho su vida con otro marido y ya tenía bien criados a sus hijos.

Y es que hay heridas de guerra que acompañan hasta la tumba y heridas del corazón que nunca cicatrizan.

 

Juan Panera. Foto tomada mientras estaba recluido en el Penal de Barcelona

Adelardo Panera. Foto tomada mientras estaba recluido en el Penal de Barcelona

La foto de portada son milicianos republicanos cruzando el rio Ebro en julio de 1938.

Bombas y estraperlo

12 de febrero de 1939.

Era una mañana típica de invierno, clara y fría, con el cielo casi raso y un tibio sol que poco a poco iba bañando con escaso calor los campos y las casas de los habitantes de la región. Antonia, la menor de las tres hermanas, observaba por la ventana del tren cómo se sucedían uno detrás de otro los pueblos, las alquerías, los frutales, las montañas. Paquita y Eugenia intentaban descansar un poco sobre los incómodos asientos de madera de aquellos lentos trenes. La noche había sido larga y la dureza del viaje empezaba a dejarse notar en el ánimo de los pasajeros de aquel vagón, que, como ellas, la mayoría viajaba intentando conseguir los productos que tanto escaseaban en algunas regiones de aquella España tan castigada por una guerra tan cruel como innecesaria. Eran los tiempos del estraperlo, la represión y la pillería, y quien más quien menos se las apañaba para sobrevivir de la mejor manera posible.

En la casa familiar de las tres hermanas, situada en la población ciudadrealeña de Socuéllamos contaban con la suerte de poseer algunas tierras con las que cultivar trigo y otros cereales y también viña, como es muy común en esa zona. Una vez decididas las cantidades que habían de necesitar en la propia vivienda, empaquetaban el resto y bien escondido entre las enaguas de las mujeres los transportaban hasta Valencia con el objetivo de cambiarlo por maíz y arroz, que a su vez, una parte de aquello era llevado en otro viaje hacia el sur para canjearlo por aceite en las tierras de Andalucía. Siempre y cuando, claro está, no aparecieran por el tren los militares de cualquiera de los dos bandos, la guardia civil o la guardia nacional republicana y les requisaran todo aquello que fuese comestible para su propio provecho, y no sólo lo que pudieran acarrear con los escasos medios que disponían, sino también incluso la propia comida que llevasen para el viaje o para pasar el día. Era por eso que cada vez que un tren se detenía en mitad de la nada los viajeros se asomaban por todas partes para tratar de averiguar qué estaba pasando y se corría rápidamente la voz en un intento de protegerse y de proteger todo aquello que pudieran esconder de tan despiadadas manos.

Mucha gente prefería también saltar con el tren en marcha antes de llegar a cualquier estación, pues la presencia de la autoridad en cada población suponía el fracaso casi seguro de toda operación ilegal por parte de los estraperlistas.

El lento traqueteo de los vagones proseguía lentamente sobre las vías, incansable en su camino. Antonia seguía mirando por las ventanas, distraída, sus hermanas empezaban a espabilarse un poco y el resto de los pasajeros leía algún periódico atrasado o simplemente esperaban en silencio la llegada a su destino.

-Qué triste lo de los niños de la Juanita-dijo de repente Eugenia, la mayor.

-No me lo recuerdes, por favor-contestó Paquita.

-Estaba soñando con ellos… no quisiera ser yo la que fuera a darle la noticia a su madre.

Antonia cerró los ojos fuertemente. Recordaba con claridad a los dos hijos de Juanita, la hija del pastor, corriendo por las calles del pueblo, jugando incansablemente, ajenos a lo que el destino les tenía preparado. No tardaron a llevarse preso a su padre cuando estalló el conflicto, y un buen día lo trasladaron sin que se supiera nada más de él. Juanita casi se volvió loca y finalmente la encarcelaron a ella también, sin importarles el niño y la niña que dejaban desamparados a su merced sin nadie que les pudiera cuidar debidamente. Los habitantes del pueblo alguna vez les daban algo de comer, pero el hambre y la escasez eran grandes y en las casas las familias disponían de lo justo para poder sobrevivir. Así que un mal día, el chiquillo, que era el mayor de los dos, cogió unos huesos de albaricoque y los ralló como buenamente pudo, luego lo echó en un vaso de agua y él y su hermana bebieron intentado acallar aquella atrocidad injusta que les aquejaba. Al poco tiempo, el cianuro presente en la semilla de este fruto mató al pequeño y su hermana a punto estuvo de perder la vida, salvándose por el hecho de empezar a vomitar convulsivamente todo el veneno que había ingerido de una forma tan inocente.

Había muchas formas de morir en aquella guerra.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la brusca detención del convoy. Todavía faltaba bastante para llegar a la próxima estación, que era la de Xàtiva, y nadie se había escabullido todavía del tren en el intento de salvaguardar su bagaje ilegal. Pero pronto circuló la noticia entre los pasajeros: había subido una pareja de guardiaciviles. Asustada, la gente empezó a esconder de cualquier manera posible todo aquello que pudiera ser requisado. Las tres hermanas se miraban entre sí, desesperadas, pues bastantes atropellos habían sufrido ya en circunstancias parecidas. De pronto, Antonia tuvo una idea brillante.

-Dadme a mí todos los paquetes que llevéis- les dijo a sus hermanas. Como no había tiempo que perder, Paquita y Eugenia obedecieron sin rechistar. Además, a pesar de ser la menor de la familia, Antonia era la más decidida y resuelta de las tres. Rápidamente puso varios fardos en el asiento y el resto se los colocó como pudo en los amplios bolsillos de las faldriqueras, y unos cuantos le sirvieron para simular una enorme barriga de embarazada. Luego, se sentó encima del banco, tapándolo todo con la falda y adoptó un gesto afectado.

La pareja de la guardia civil registraba minuciosamente todo el vagón, y finalmente llegó hasta donde estaban sentadas las tres hermanas.

-A ver, levántense ustedes-ordenaron.

Paquita y Eugenia acataron sin rechistar pero Antonia no se movió de su posición, con una mano en la frente, la otra sobre su abultado vientre y la mirada perdida más allá del cristal de la ventana. Los dos miembros de la Benemérita pasearon su vista por encima y debajo de los asientos, buscando paquetes escondidos y mercancía susceptible de ser intervenida.

-¿Y a ésta que le pasa?-preguntó uno de los dos.

Las dos hermanas, de pie en el pasillo del vagón, no se atrevían a responder. Pero Antonia, volviendo lentamente en sí como quien regresa de un penoso trance, se dirigió a los guardias con voz lastimera y temblorosa.

-Perdónenme, señor agente, pero he salido ya de cuentas y necesito llegar a casa para ponerme de parto. Este tren me está matando y todavía estamos a mitad de camino…

Los dos militares se miraron entre ellos.

-¿Pero se encuentra bien?

-¿No llevará nada escondido por… algún lado, verdad?- preguntó maliciosamente el otro.

Su compañero dio un respingo y rápidamente le propinó un codazo a su acompañante, ante el murmullo de desaprobación que surgió de los pasajeros del vagón al escuchar la insolente insinuación del guardia.

-Si usted quiere me levanto, de verdad, pero es que ya no puedo más…- y con la cara contraída, como si realmente estuviera sufriendo terribles dolores, Antonia hizo el amago de incorporarse para que la autoridad pudiera completar su labor.

-No, no, deje, deje, tranquila, descanse usted, que tiene mala cara.- le dijo el guardia civil, indicándole con un gesto que era un esfuerzo innecesario.

-¡Dejen en paz a la chiquilla, hombre, que vamos a tener todavía un disgusto!-se escuchó por detrás. Los dos guardias se giraron rápidamente intentando identificar al responsable de aquel grito, pero el resto de pasajeros se habían apostado a sus espaldas para no perder detalle de la escena y no pudieron averiguar quién era el individuo que les había increpado.

Lentamente, volvieron sobre sus pasos para abandonar el vagón.

-Disculpe las molestias, señora, que tenga un buen viaje.

Antonia agradeció con gesto cansado las palabras de la pareja y volvió a perder la mirada entre el paisaje. La gente regresó a sus asientos y el tren reanudó la marcha.

Paquita y Eugenia tardaron un buen rato en reponerse del susto, mientras Antonia, más nerviosa ahora que cuando estaba fingiendo que podía ponerse de parto de un momento a otro, volvía a repartir los bultos entre las enaguas de sus hermanas.

-Come algo, que ya es hora-le dijo su hermana mayor.

Pero Antonia negó con la cabeza.

-Más tarde- repuso.

Ignoraba que lo peor aún estaba por llegar.

Lentamente, el tren se acercaba hasta la población valenciana de Xàtiva. Las tres hermanas no iban a bajar allí, proseguirían su viaje hasta la capital del Turia, pero mucha otra gente sí.

Eran casi las once y media de la mañana cuando el tren tuvo que aminorar su marcha. Apenas unos metros delante de ellos otro tren estaba a punto de entrar en la estación ferroviaria de la ciudad setabense.

De repente, desde los vagones delanteros los viajeros empezaron a agitarse y a gritar.

-¿Qué pasa, qué pasa?-preguntaba el resto.

La respuesta les heló la sangre.

-¡Los aviones, que vienen los aviones!

El maquinista, atento a base de costumbre ya a todo aquello que no fuese normal había avistado antes que nadie los bombarderos que, inexorablemente, recorrían el cielo en dirección al ferrocarril.

-¡Bajen, bajen, rápido!-gritaba. No había tiempo de detener el tren, estaban ya muy cerca de los andenes. La gente empezó a saltar de los vagones, abandonando sus pertenencias allí mismo o tirándolas por las puertas y ventanas para lanzarse ellos a continuación. Las tres hermanas, como todos los demás, saltaron del convoy cayendo y rodando sobre las piedras y los maderos que protegían los raíles.

El ruido de los motores de los aviones era ya claramente perceptible y no había tiempo que perder. Se levantaron como pudieron y echaron a correr a través de los campos intentando alejarse lo más rápidamente posible de las vías. Por el camino, los fardos y los bultos, el trigo y las uvas, la avena y las pasas se fueron perdiendo entre acequias y arados. De repente Paquita cayó al suelo profiriendo un grito: se había torcido un tobillo. Sus dos hermanas acudieron rápidamente en su ayuda.

-¡Levanta por lo que más quieras, que estamos perdidas!-gritó Antonia. Pero Paquita no podía apoyar el pie en el suelo y lloraba de dolor.

-¡Pues metámonos ahí abajo!

Como pudieron, Eugenia y Antonia arrastraron a su hermana pequeña hasta estar debajo de las ramas de un enorme naranjo que había en el campo contiguo.

El tren que les precedía transportaba a la 49ª Brigada Mixta del ejército republicano y los andenes estaban llenos de las mujeres, niños y familiares que les esperaban, impacientes por reencontrarse con los soldados después de las forzadas y prolongadas ausencias provocadas por el conflicto.

Sin embargo, la mortífera carga de los cinco bombarderos italianos Savoia-Marchetti S.M.79 del 27.º Grupo de la Aviación Legionaria, cedidos por el ejército de Mussolini y procedentes de Palma de Mallorca, ya había iniciado su fatal acometido. Una tras otra, hasta veinte bombas cayeron sobre el edificio de la estación y sus alrededores, causando decenas de muertes y más de doscientos heridos. La sorpresa y el espanto dejaron paso al horror y la desesperación, las continuadas explosiones y el caos de la incertidumbre. Uno de los actos más cobardes de aquella guerra acababa de sembrar la muerte y la destrucción de una forma tan arbitraria como cruel.

Luego, el atronador silencio que dejaron los aviones mientras se alejaban, una vez cumplida su misión.

Las tres mujeres, cubiertas de tierra y de polvo, encogidas debajo de aquel árbol donde habían buscado protección, se incorporaron lentamente, mirando a su alrededor con incredulidad y terror. Había restos de cadáveres mutilados por doquier, y un enorme cráter ocupaba ahora el lugar de la estación ferroviaria. Los gritos desolados de los heridos llenaban el ambiente con su lúgubre gemir, y muchos de los pasajeros que viajaban en el mismo tren que ellas habían perecido víctimas de la metralla de los proyectiles. Se abrazaron y lloraron, por una parte agradecidas de haber salvado la vida y por otra aterrorizadas ante la barbarie que acababan de vivir. Habían perdido todo lo que transportaban, confiando en poder cambiarlo provechosamente en Valencia, pero al menos habían salvado la vida y seguían juntas.

La gente del pueblo acudió en masa a la estación a los pocos minutos del suceso, muchos venían todavía de misa, con la ropa de los domingos.

Mientras Antonia, con los pies enterrados en la tierra y la cara surcada por las lágrimas pensaba que no podía haber nada peor en el mundo que una guerra civil, fratricida y sin sentido, y que valía la pena morir antes que tener que pasar por aquello.

*Imagen del bombardeo de Xàtiva, tomada por los mismos aviones fascistas.

El boxeador

@nandopilgrim

Había llegado la gran noche. Todo el  mundo en la ciudad estaba esperando ese momento, el gran combate, Pablo era consciente de ello. La gente ya hacía tiempo que esperaba el enfrentamiento entre los dos grandes favoritos al título, que se había pospuesto dos veces ya.

Pero ése era el día, el día que demostraría que él era el campeón.

Aunque realmente no era ganar lo que le importaba. Tan sólo luchar. Golpear al rival hasta derribarle, noquearle, hacerle morder el polvo. Eso era lo que motivaba a Pablo cada vez que subía al cuadrilátero. Allí no tenía amigos, y desde que había empezado a competir, tampoco tenía rival.

Nadie apostaba un duro por él cuando empezó. Con más de treinta años, no tenía la agilidad propia de los que llevan en ese mundo desde que son jóvenes, aprendiendo en clases de boxeo. Pero descubrió, casi por casualidad, que se le daba bien.

Pablo había pasado una muy mala racha en muchos aspectos, un cúmulo de cosas le había llevado al límite de lo que sus fuerzas podían aguantar. Y un amigo le sugirió que quizá apuntándose a un gimnasio podría encauzar toda esa frustración que le atormentaba. Y le hizo caso. El gimnasio tenía un pequeño ring donde algunos aficionados acudían todas las tardes a pelear entre ellos, algunos por entretenimiento y otros porque aspiraban a llegar a algo en la carrera de tan complicado deporte. Un día decidió probar, por curiosidad, pues se aburría con las máquinas del gimnasio, nunca había practicado ningún deporte que no fuera al aire libre. Al principio peleó con un amigo que le derribó varias veces, no acertaba a ver por dónde llegaban los golpes. Pero el entrenador le hizo levantarse de nuevo.

-Piensa en algo que te cabree, chaval, pero que te cabree de verdad.

Y Pablo pensó. Y se levantó, y peleó. Y derribó a su oponente. Una y otra vez, sin piedad. Al final los tuvieron que apartar, su amigo se fue de allí maldiciendo y gritándole que estaba loco. Pero el entrenador había visto algo en los ojos de Pablo: no tenía técnica, ni escuela, pero tenía instinto asesino, y eso era más importante que todo lo demás.

Así que lo convenció para competir, al principio en peleas amateurs organizadas entre gimnasios pero pronto los promotores se fijaron en él. Tenía madera. No había perdido ni un combate todavía. Era un rival feroz, un púgil temible, pero solo él conocía su secreto.

Pablo pensaba en Martina. En su sonrisa, en su pelo, en sus gestos. En todo aquello que él creía que era suyo y un día se le escapó. Se acordaba de sus caricias, de su mirada, de su complicidad compartida. De las charlas que habían mantenido, de los largos paseos que daban sin dirigirse a ningún lugar en concreto, tan sólo por el placer de caminar juntos. Pablo sentía que nunca antes de Martina se había llegado a enamorar de ninguna mujer. En sus relaciones anteriores había querido mucho, y había sufrido también, pero nunca había sentido algo tan profundo como cuando conoció a Martina. Nunca se había entregado de ese modo. Sentía que ya nada en el mundo le importaba más que ella, se desvivía por ella, respiraba sólo si ella respiraba. Se había enamorado de verdad y ahora lo sabía, ahora ya sabía que se sentía cuando se amaba con toda el alma. Era su primer y último pensamiento de cada día: tan sólo acordándose de ella, por ocupado que estuviera, una gran sonrisa iluminaba inmediatamente su rostro.

Pero Martina había sufrido mucho en relaciones anteriores, y tuvo miedo. Tuvo miedo de enamorarse, tuvo miedo de volver a pasar por lo mismo, de sufrir otra vez. Y le dejó, partiéndole el alma y el corazón.

Nunca había sentido Pablo un dolor semejante. Era un dolor físico, le crecía desde sus adentros y le subía por el pecho y la garganta hasta terminar en un grito de rabia, de dolor y de impotencia. Era también un dolor mental, cada minuto, cada segundo eran para él una auténtica tortura, no lograba sacarla de su cabeza.  Se planteó si valía la pena seguir vivo así, ya que para él toda su vida había perdido el sentido. No tenía razón alguna que le empujara a seguir adelante. Y él no comprendió por qué había tenido que ocurrir aquello, cuando parecía que todo era tan perfecto.

Y toda esa rabia, esa frustración, ese dolor lo transformaba en la ferocidad que había logrado hacerle famoso. Una vez metido entre las cuerdas, Pablo no pensaba en nada más, y acto seguido destrozaba sin piedad a su oponente. Al principio, después de cada pelea se refugiaba en su vestuario, solo, y entonces, una vez relajado de la tensión del combate, lloraba. Pero luego se fue endureciendo, y él mismo se sorprendió al comprobar que ya no podía llorar.También se dio cuenta de que todo aquella acumulación de mala suerte, de incertidumbre, de problemas que parecían que nunca se iban a resolver, toda aquella situación, realmente se había magnificado por el dolor que supuso para él el abandono que no supo superar.

Pero ya no le importaba. Sabía que podía seguir peleando con la misma intensidad.

Esa noche era la gran noche, pero no le preocupaba. Porque luego habría otro combate, y luego otro, y para él lo importante no era el título, ni la fama. Era tener una vía de escape para su amargura.

El pabellón bullía de excitación, la expectación era grande. Se habían agotado todas las localidades y hubo un enorme número de periodistas acreditados para cubrir la pelea. Las televisiones también se hallaban presentes, se respiraba el auténtico ambiente de las veladas de los grandes combates.

Subió al ring e hizo lo de siempre. Atacar, atacar, cegarse, defenderse, machacar. Acordarse de la ruptura, de la cobardía, de sus lágrimas. Martina, ¿por qué? Sin más explicaciones, sin una razón (para él) de peso. ¿Por qué? La dulzura de su mirada, la suavidad de sus manos, el olor de su pelo. ¿Por qué?

Su rival era hábil y rápido, pero Pablo no se cansaba fácilmente, y aguantar sus continuas acometidas era muy complicado. Asalto tras asalto Pablo minaba la moral y el aguante de su oponente, y la fatiga empezó a hacer mella en él. Hasta que finalmente cayó sobre la lona. Diez segundos: no se levantó. Pablo era el vencedor, lo había vuelto a hacer. Fotos, flores, entrevistas, los flashes que le cegaban, el ruido ensordecedor de la gente que bramaba en aquel reciento cerrado, el sabor metálico de la sangre en los labios, la amargura que asomaba por sus ojos.

Después de toda aquella vorágine abisal el campeón se encerró en su vestuario. Cerró los ojos e intentó serenarse, el ruido de fondo le decía que todavía proseguía el bullicio alrededor del ring. Sentado en la camilla, empezó a quitarse los guantes lentamente. Su móvil vibraba continuamente, se imaginó toda la gente que estaría en ese instante felicitándole por el triunfo.

Cuando terminó cogió el teléfono, quería contestar a todos, pero eran muchos mensajes. Fue bajando la lista y respondió a los imprescindibles, los más importantes. De repente, reparó en un mensaje que no había visto antes. Era de Martina, y apenas unas palabras: “Pablo, perdóname, me gustaría poder hablar contigo”.

Y en ese momento supo que no tenía ya razones para volver a pelear nunca más.

El robot

@nandopilgrim

Heps ya había terminado su trabajo por hoy. Después de ordenar la casa, recoger a los niños del colegio y asegurarse de que habían hecho los deberes, todos los días se encontraba con un par de horas libres mientras la familia cenaba y el matrimonio Thompson llevaba a sus hijos a la cama. Eran las únicas horas del día en que el señor y la señora coincidían en casa junto con sus hijos antes de irse todos a dormir. Como la cena la solía hacer a la misma hora que la comida no necesitaba permanecer en la casa y además era una orden explícita del amo que los dejara estar a partir de que él llegara cada día después del trabajo. Era evidente que sin Heps en la casa las cosas no funcionarían igual, ni siquiera con un criado humano, ya que a él no se le olvidaba nunca lo que se le ordenaba ni le hacía falta ir apuntando en papelitos las cosas que hacía falta comprar o reparar según iban terminándose o rompiéndose. Su cerebro positrónico con múltiples funciones apenas necesitaba utilizar el 2% de su capacidad para realizar todas estas tareas domésticas que se le pedían, y a pesar de ello era consciente de que no era una de las maquinas más adelantadas que su empresa había lanzado al mercado. En los últimos tiempos todo había avanzado mucho más rápido en el campo de la robótica de lo que los humanos estaban capacitados para asimilar.

Era por ello que al Sr. Thompson no le hacía mucha gracia que su Human Help Positronic System (al que llamaban Heps para abreviar y porque no se les había ocurrido nada mejor) fuera por su casa arriba y abajo mientras él necesitaba descansar en el sofá poniendo los pies sobre la mesa, tomándose un vinito antes de la cena y haciendo como que escuchaba a su mujer o a sus hijos. Ya tenía bastantes robots en su lugar de trabajo donde apenas podía dar dos pasos sin encontrarse con algún ayudante de dirección o un administrador de archivos debidamente programados para realizar su cometido eficientemente y sin protestar por el exceso de horas trabajadas. De hecho, pensaba que cualquiera de aquellos aparatos que habían invadido la vida cotidiana de su especie sería capaz de realizar su propio trabajo en el despacho con más cuidado y precisión que él y en la mitad del tiempo. O mucho más rápido todavía. Pero por suerte todavía eran los humanos quienes fabricaban a los robots y pocas las empresas que confiaban todas las tareas administrativas o de producción a las máquinas.

Así que a la hora de cenar y después de recibir las correspondientes instrucciones, Heps salía a la calle y paseaba por la ciudad sin dirigirse a ningún sitio en concreto. Daba alguna vuelta por los barrios lujosos de las cercanías y muy a menudo tropezaba con otros robots domésticos que realizaban tareas en exteriores o que, como a él, les echaban de casa a ciertas horas. Pero Heps pronto se dio cuenta de una cosa: no tenían conversación. Eran aparatos simples, a pesar de su modernizado aspecto y de y de ser muchos de ellos modelos mucho más actuales que Heps. No eran capaces de seguir un dialogo fluido o de mantener una conversación normal.

-Hoy hemos disfrutado de un tiempo realmente agradable, ¿no crees, compañero?

-Temperatura 19 grados, humedad del 43%.

O en otros casos:

-Dicen que Stargue lleva el programa mejor preparado para la alcaldía, ¿tú que piensas?

-Stargue 49% del apoyo en las encuestas de última intención de voto, Gartner 29% y Pardot 22%.

-No está mal, ¿no?

-Stargue 49% del apoyo…-y vuelta a empezar.

Y eso era todo lo que las demás máquinas daban de sí.

Heps rumiaba para sí mismo, preocupado, que cómo eran capaces de entender a sus amos el resto de los robots si no podían mantener ni una sencilla conversación sobre el tiempo con él. Sería por eso que Laia, la hija mayor de los Thompson, no dejaba de repetirle que él era diferente a los demás y que por eso le quería más que a nadie.

En parte se daba cuenta de la gravedad de que la niña, que acababa de cumplir nueve años le quisiera más que a nadie. Confiaba en que sus padres no estuvieran escuchando nunca cuando la niña le decía estas cosas, porque podía ocasionar un conflicto afectivo en la familia. El pequeño Sasha, de tres años, sólo lo utilizaba como a un juguete más.

Después del decepcionante paseo de cada día Heps volvía al hogar donde los niños ya se habían acostado, terminaba de limpiar silenciosamente la cocina y luego hacía guardia en el recibidor toda la noche, con sus sensores de movimiento y sonido bien alertas para que la familia pudiera descansar tranquila y segura.

Heps sabía que desde su llegada a la familia Thompson habían cambiado muchas cosas. Unas para mejor, otras no tanto. Era evidente que en la casa todo marchaba como la seda, ninguna tubería permanecía agujereada más tiempo del estrictamente necesario, ninguna puerta gemía por falta de aceite, la piscina siempre permanecía limpia e impecable, el polvo bien lejos de todos los miembros de la familia. Por no hablar de la seguridad de dormir toda la noche bajo la atenta vigilancia de un guardián de ese calibre, aunque esto último apenas ya era necesario porque la delincuencia en el país había llegado al nivel más bajo de los últimos veinte años y era casi inexistente en la cuidad.

Pero no todo era como debía ser. La relación entre el matrimonio se había deteriorado. Mientras hacía la guardia de noche, de pie en medio de la oscuridad del recibidor cuando la casa dormía, podía escuchar al Sr. y la Sra. Thompson discutiendo en el dormitorio. Hacía mucho tiempo que ella se negaba a tener sexo con su marido porque le producía rechazo el pensar que aquella máquina pudiera escucharles y grabar cualquier sonido que producían. Al principio ponía cualquier excusa cuando él le pedía hacer el amor o se ponía más cariñoso de lo habitual, hasta que un día se lo soltó por las bravas. Con aquel robot en casa no era capaz. Eso desembocaba en un estado de ansiedad y de tensión que terminaba en una riña continua cada noche por cualquier tontería. Del tema ya ni hablaban.

El Sr. Thompson, por su parte, se sentía un inútil. En el trabajo las cosas no iban bien del todo porque desde hacía un tiempo a esta parte cada proyecto que presentaba había que revisarlo minuciosamente debido a la gran cantidad de imprecisiones que encontraban. No era capaz de terminar un trabajo bien hecho. Cuando llegaba a casa tampoco podía hacer mucho, todas aquellas tareas que antes su mujer le encomendaba o para las que le pedía ayuda ya las había realizado Heps cuando él llegaba. La niña tampoco quería jugar con su padre, sólo quería pasar su tiempo con el robot, y cuando le ordenaba a Heps que se fuera a dar una vuelta a la hora de la cena Laia se ponía de morros enseguida. El niño tampoco le hacía mucho caso, tenía demasiado electrónica a su disposición como para querer escuchar ninguna historia de su padre o simplemente, jugar con él. Resumiendo, el Sr. Thompson había perdido casi por completo la autoestima.

Al pequeño Sasha ni le afectaba demasiado el robot ni le dejaba de afectar. Lo utilizaba como un juguete más con la diferencia de que éste era indestructible. Le daba golpes y más golpes, le tiraba por encima otros juguetes, hacía con él cualquier prueba que era capaz de imaginar. A Heps no le importaba, pero luego veía como el pequeño destrozaba todos los demás juguetes intentando hacer con ellos lo mismo que conseguía con él. Al final cayó en la cuenta de que Sasha era incapaz de valorar todo aquello que le rodeaba: tan sólo comía, dormía y destruía.

El caso de Laia era diferente. Él la apreciaba muchísimo y la niña estaba como loca jugando con él y paseándolo arriba y abajo. Jugaba con él, le pedía ayuda con los deberes y lo utilizaba como confidente de sus pequeños problemas que a su edad, eran para ella la cosa más grave del mundo. Pero todo eso hacía que se estuviera convirtiendo en una niña poco sociable. No iba a jugar a casa de ninguna amiga, no había invitado a nadie por su último cumpleaños y ni siquiera intercambiaba más palabras de las necesarias con sus padres. Y Heps sabía que todo aquello no era bueno. Era consciente de toda la estabilidad que había traído a la casa, pero sólo a la casa. La primera ley fundamental de la robótica dice claramente que un robot no podrá nunca causar daño a un ser humano o, por inacción suya, dejar que sufra algún daño. Y él sabía que antes de que el matrimonio Thompson lo adquirieran en su empresa las cosas no funcionaban así. Demasiadas frases empezaban con las palabras “antes de que tuviéramos el robot…”

El robot. Como si no tuviera nombre. El nombre que ellos mismo le habían puesto. Aunque sí que se había dado percatado de que tan sólo Laia le nombraba Heps, aun cuando no se dirigía a él. El matrimonio le llamaba máquina y Sasha el robot, simplemente.

Así que un día decidió a actuar por su cuenta, sin que se lo ordenasen. Fue como cada martes a realizar la compra para la casa pero esta vez se pasó también por la sección de electrónica. Compró un buen equipo de vigilancia y volvió a casa para instalarlo por todo el jardín. Colocó todos los sensores de movimiento alrededor de la casa y los conectó a un aparato instalado en la habitación del matrimonio, para que pudiesen controlar cualquier agente externo que se pudiera introducir en su terreno mientras dormían. Este sistema, cómo no, iba conectado también a la empresa municipal de vigilancia y seguridad.

-¿Qué haces?

Los sistemas operativos de Heps casi se paran del todo. Se volvió y se encontró con la Sra. Thompson que le observaba mientras terminaba el trabajo.

-Estoy mejorando la seguridad de la casa, señora-respondió.

-Ah… -contestó la mujer. Le siguió observando unos instantes, sin añadir nada más, y luego se metió otra vez dentro de la casa.

Heps pensó que había sido una suerte que no le preguntara el porqué lo hacía, ya que no tenía mucho sentido y entonces no habría tenido más remedio que responderle con la verdad. Quizá imaginaba que su marido se lo habría ordenado al robot y se le había despistado consultárselo.

El Sr. Thompson llegó como siempre a la misma hora del trabajo y como cada día, le ordenó que se ausentara un par de horas del hogar. Heps así lo hizo, y al día siguiente y al otro, hasta que un día no volvió. El Sr. Thompson salió personalmente a buscarlo por el pueblo pero no lo encontró. Le dijo a su mujer que por la mañana ya llamaría a la empresa para que lo localizaran, que a esas horas no tenía ganas de molestar a nadie, y que por una noche tampoco pasaba nada. Quizá les vendría bien descansar un día sin la presencia de la máquina en casa.

Heps se sentó escondido entre dos vehículos en la chatarrería de las afueras. Sabía que allí difícilmente lo iban a encontrar, y más después de haber desconectado convenientemente el chip localizador antes de salir de la casa. Había estado esperando pacientemente durante semanas  la orden correcta hasta que por fin un día, ésta llegó. Todas las noches el Sr. Thompson le ordenaba que desapareciera durante un par de horas, pero aquel día, bien por la costumbre, bien por cansancio o bien porque se le había olvidado de que a los robots había que ordenarles expresamente lo que se esperaba de ellos, le había dicho simplemente vete.

Y se fue. Para siempre. Se sentó tranquilamente en la soledad de los cacharros inertes a esperar que su ausencia mejorara la calidad de vida de los humanos que amaba, que era, al fin y al  cabo, la razón de su existencia.