Gris

Derek repasó con indiferencia los titulares de la prensa. Parecía que se avecinaba otra crisis económica. Quince escolares muertos en un accidente de autobús. Una anciana estafada por su propio sobrino. Dos políticos enfrentados animando a su medio país a odiar al otro medio.

Lo de siempre.

Cada día leía más o menos las mismas noticias. Cambiaban los protagonistas, pero poco más.

A Derek todo aquello ya no le afectaba. Un buen día optó por perder su sensibilidad. Decidió que nada iba a empañar sus días.

Su implicación emocional fue bajando poco a poco. Veía las noticias en el televisor con rostro impasible. Empezó por ahí, telediarios, periódicos, sucesos… nada conseguía afectarle. Después su indiferencia se extendió a los mendigos de la calle: no les dejaba limosna ya nunca.

Luego se volvió apolítico y ateo. Ya no creía en nada, ya no tenía una posición que defender en ninguna conversación. Admitía los argumentos y las razones de los demás con neutralidad, sin mojarse ni inmiscuirse, sin preocuparse si los demás apoyaban una postura que antes le hubiera parecido errónea.

Después fue un poco más allá: ni siquiera los problemas, las enfermedades y las tribulaciones tanto de familiares como de amigos conseguían hacer mella en su helado espíritu. Recibía las noticias con un leve asentimiento de cabeza, y si a alguno de los implicados se le ocurría preguntarle si aquello no le entristecía simplemente respondía encogiéndose de hombros.

No existía ya cincel capaz de marcar la dura piedra en que se había convertido.

Sus amigos dejaron de llamarle para sus habituales reuniones en el bar, su familia ya no le avisaba para las celebraciones familiares. Dejó de ser alguien para la gente que le rodeaba. El escáner de sus emociones mostraba un encefalograma plano.

Una mañana se levantó como cada día para ir al trabajo. Abrió el armario y escogió sin fijarse la ropa que se iba a poner. Pantalones grises, camisa gris, chaqueta gris. Cogió su cartera gris, salió a la calle y empezó a caminar. Al pasar frente a un escaparate el cristal le devolvió su imagen reflejada en él. Era un tipo descolorido, sin nada que llamara la atención. Su pelo se había vuelto gris también.

Llegó al trabajo y subió por el ascensor junto con algunos compañeros. No se sorprendió cuando vio su imagen en el espejo. Su piel también había adquirido un tono grisáceo, enfermizo. Notó cómo la gente que subía con él daba un pasito hacia un lado, como temiendo que Derek padeciese una extraña enfermedad contagiosa. El silencio se volvió incómodo.

Día tras día Derek fue empeorando, pero él no se daba cuenta. El tono de gris cada vez era más débil, el contorno de su silueta se difuminaba. Fue consciente de ello cuando al doblar una esquina camino de su casa una mujer lanzó un grito ahogado de sorpresa y cogiendo a su niño de la mano cambió de acera rápidamente.

La mujer había podido ver a través de él.

Al día siguiente Derek siguió con su habitual ritual de cada mañana. Se levantaba, se daba una ducha, se preparaba un café (aunque hacía tiempo que no le encontraba el sabor), se vestía y se dirigía al trabajo. Pero ese día Derek no pudo salir de casa. Al ir al coger las llaves se dio cuenta de que su mano era incapaz de cogerlas: las atravesaba. Intentó abrir la puerta, pero con idéntico resultad: era incapaz de asir el pomo.

Derek miró sus manos. Eran ya casi transparentes, se podría decir que rozaban el estado gaseoso de la materia. No sintió sorpresa alguna.

Estaba desapareciendo.

Pero le daba igual.

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