El hombre del traje gris

img_20200516_122707630269522993599258.jpgEstábamos a punto de llegar a puerto, siempre bajo la intensa tormenta que nos acompañaba aquella desapacible tarde. Sobre la cubierta, el hombre del traje gris no parecía percatarse de ello. Seguía absorto en sus pensamientos, ausente. Tenía la cabeza llena de recuerdos que no podía olvidar. Su mirada perdida más allá del propio océano que acabábamos de cruzar. La ceniza evidenciaba que el cigarro se había consumido casi por completo, sin que apenas le hubiera dado más de dos caladas. A veces la vida sólo te deja eso, ceniza, y es todo lo que tienes en ese momento, lo único que posees, lo único que es tuyo de verdad. Y entonces tienes que decidir si esa ceniza va a ser el polvo que cubra tu propia tumba o el punto de partida de un nuevo viaje. Nada de lo que has hecho anteriormente cuenta, sin cartas de recomendación, ni medallas, ni palmadas en la espalda. Sólo ceniza.Pero las cenizas de ese hombre eran el resto de una hoguera que había ardido tiempo atrás, y llevaba nombre de mujer. Una hoguera tan acogedora como devastadora, un fuego tan violento que era capaz de elevar al séptimo cielo a los pocos elegidos que eran bautizados con sus llamas, pero también capaz de incinerar cualquier rastro de humanidad en nuestras almas. Un fuego que lleva ardiendo desde el principio de la humanidad, desde que dos miradas se cruzaron y prendió la primera chispa. Un fuego que ha alimentado miles de hogueras, en las cuales algunos pocos han encontrado la propia vida, otros la destrucción. Un fuego que quema sin llama.Eso era lo único que sobrevivía en los ojos del hombre del traje gris, las brasas incandescentes de una hoguera que dejó de arder bruscamente, aunque nunca se apagaría por completo. Una única maleta era todo su equipaje, pobre y gris, como su vestimenta, parca y austera. No necesita nada más quien ya lo ha perdido todo. La lluvia parecía cebarse con él, pero no le importaba. Quizá él lo había elegido. Quizá prefería soportar sobre sus hombros la furia de los elementos, como si ello pudiera hacerle más llevadera su carga. Quizá así se sentía menos culpable, si es que debía sentirse culpable por algo. Yo no lo sé, no había cruzado con él ni una sola palabra en toda la travesía, ni había visto a nadie que lo hiciera. Allí no había presos ni cadenas, pero aquel hombre no era libre.Alguna vez creí que iba a saltar por la borda y poner fin a su vida en ese sinfín de aguas embravecidas que nos azotaba sin piedad día y noche. Engrosar de forma voluntaria y anónima la lista de los desaparecidos en alta mar, engullido por las huestes de Poseidón. Así en el cementerio de los ahogados no daba opción a que nadie pudiera depositar unas flores sobre su lápida. No hay hombre tan ruin sobre la faz de la tierra que cuando muera no le llore una mujer, pero quizá él creía que no merecía ninguna lágrima. De todos modos, nunca lo hizo, nunca saltó. Quizá el dolor de la espina clavada le recordaba que aún estaba demasiado vivo como para ello, pues sólo es lícito abandonarse cuando uno ya no siente nada. Y estaba claro que ese hombre seguía sangrando a través de unas heridas que tardarían mucho tiempo en sanar. O quizá no cicatrizasen nunca, porque para ciertas heridas, incluso el tiempo es relativo.Aquel hombre viajaba con la única compañía de sus pensamientos, y eso me hizo estremecer. La soledad más pura no aterra tanto como los recuerdos. Ni siquiera parecía inmutarse ante la idea de desembarcar en un país desconocido y tener que buscarse la vida hablando en una lengua extranjera. La incertidumbre que todos los demás parecíamos sentir sobre aquella cubierta no hacía mella en el hombre del traje gris. Estaba claro que cualquier mundanal preocupación estaba muy lejos de alcanzar su espíritu.No se trataba de una huida, porque aquello que le atormentaba vivía en su interior. Quizá se conformaba con que nadie pudiera alimentar más esa hoguera.Antes de desembarcar, nuestras miradas se cruzaron y un escalofrío recorrió mi espina dorsal al mismo tiempo que se me erizaban los cabellos. Pasó por mi lado sin mudar el gesto, sin forzar una sonrisa, ni un leve movimiento de cabeza. Entre toda la multitud que lentamente se abría paso, un hombre vestido con un traje gris se desvanecía, confundiéndose entre el gentío. Un hombre al cual su organismo mantenía vivo en contra de su voluntad.

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